domingo, 29 de noviembre de 2015
LA ESTEBAN AL PODER
Yo siempre he pensado que a los programas del estilo de “Sálvame” o “Gran Hermano” y a los presentadores al estilo de Jorge Luis Vazquez, que se ha hecho artista e intelectual, o Mercedes Milá, que se debe haber vuelto loca, se les ha prestado mucha menos atención de la debida. Sus pretensiones de “experimentos sociológicos” y su “ser como la gente de la calle” tienen un efecto corrosivo sobre una audiencia que acaba por considerar “normales” ideas y comportamientos que son, en realidad, un ensalzamiento de lo más zafio y vulgar de la sociedad. Intelectuales y políticos han mirado siempre con un desprecio altivo ese estilo de hacer televisión, permitiendo así que vayan creciendo y creciendo como un tumor, arropado por el inapelable mandato de la audiencia. Y ellos, los jorgeluises y las mercedes, se han ido viniendo arriba y se han creído que son el oráculo del sentimiento popular. Del “si nos ven es porque gustamos” han pasado al “si nos ven, somos buenos” y de eso al “cumplimos el mandato del pueblo” no hay más que un paso.
Ese paso lo han dado precisamente los políticos, con Pedro Sánchez a la cabeza. Aquella famosa llamada suya al programa “Sálvame”, tan ridiculizada en su momento, fue el pistoletazo de salida de una carrera por aparecer en cualquier tipo de programas y haciendo cualquier cosa. Los hay que bailan en los mítines, como Miquel Iceta, o que cantan, como Pablo Iglesias; algunos hacen footing con Ana Rosa Quintana, mientras otros les dan a sus hijos simpáticos pescozones en la cabeza. Esperanza Aguirre se ha hecho contertulia de un famoso programa de debate político y Albert Rivera acude a cualquier programa al que le llamen, lo mismo da si es de cocina o de decoración. Los políticos han decidido que hay que salir en la tele sea como y sea, y que hay que hacerlo al estilo de Belén Estaban y su penoso “yo soy así, ¿qué pasa?”. Los periodistas “del corazón” se frotan las manos al ver como la política va bajando poco a poco a su terreno, al de “la gente de la calle”. Lo peor del asunto, google dixit, es que las preguntas que con más frecuencia hacemos los españoles sobre los políticos son: ¿cuantos años tiene Albert Rivera? ¿Cómo se llama la mujer de Pedro Sánchez? Y ¿Cuánto mide Pablo Iglesias? A tal señor, tal honor.
Junto con el maldito Halloween de marras, el más reciente “Black Friday”, la coca-cola y algunas otras de sus simpáticas costumbres, los yanquis han conseguido por fin endosarnos esa visión suya de las elecciones, esa descarnada caza y captura de los votos a costa de lo que sea. Tras la muerte de las ideologías, el funeral de las ideas. Como broche de oro de esta apoteosis de la banalización van los de VOX y nos endosan a Carmen Lomana como candidata a senadora. Es verdad que ese acartonamiento rancio y estirado de la Lomana, todo maquillaje, brillantes y perlas, encaja bien con las declaraciones que suelen hacer los dirigentes de su partido, pero yo creo que los españoles no nos merecemos pasar ese bochorno. Ya puestos a pisotear en el barro, que se lancen a él de bruces, que pongan en sus listas a la Esteban y la nombren después ministra de cultura. Con el panorama que estamos viendo, seguramente sería la persona más indicada.
THE WALKING DEAD
Como dicen que es de sabios cambiar de opinión, creo que voy a reconsiderar muy seriamente mi decisión de leer todos los días”El Diario Montañés”, porque de lo contrario mi vida se va a convertir en una serie de espantosos sobresaltos. Todavía sin superar el miedo provocado por la resurrección de la reina Victoria Eugenia, y el terror pánico por las de Isabel II y el sepulturero medieval, hoy me encuentro con que la sección “Torrelavega” abre con el siguiente titular a letra gigante “LOS PADRES DE SANTA ANA SE QUEJAN DE QUE SUS HIJOS SE DUCHAN CON AGUA FRIA”. El asunto es serio y plantea una catarata de interrogantes. En primer lugar, y a la vista de que la epidemia de resurrecciones parece que se ha extendido de Santander a Torrelavega, cabe preguntarse si no estaremos siendo invadidos silenciosamente por una horda de magos haitianos, dedicados a sacar a los muertos de sus tumbas como si tal cosa. Digo yo que serán haitianos, y haitianos incultos por añadidura, porque a nadie que tenga una mínima noción de la historia de España se le ocurriría organizar ese ciriburri de resurrecciones de reinas ninfómanas, intelectuales, sepultureros y venerable galileos. Ese revivir a la gente sin criterio alguno que se va extendiendo por Cantabria me inquieta extraordinariamente. Y si fuese con criterio me inquietaría lo mismo lo mismito, que en España para ver muertos vivientes ya tenemos el Senado.
El asunto de la queja en si resulta absurdo y desconcertante. Si llevas dos mil años muerto y de repente te resucitan, en lo último que se te ocurriría pensar en si tus hijos se duchan con agua caliente o fría, creo yo; a menos, claro está, que ese hubiese sido tema de gran preocupación en la Galilea del siglo I a.C., pero no hay documentos que acrediten semejante cosa. Al contrario, siempre hemos tenido la sensación de que el tema de la higiene no era ni mucho menos prioritario en aquellos tiempos tan bíblicos y tan santos. Además, si tu hija está destinada a parir a la Madre de Dios, si va a ser nada menos que la abuela de Jesucristo ¿no es un acto de frivolidad quejarse de la temperatura del agua con que se duchan sus hermanos?
De Santa Ana no dicen ni media palabra los evangelios canónicos y de sus padres muchísimo menos. ¿Por qué, me pregunto, lleva un periódico tan católico a sus titulares a una santa tan flagrantemente apócrifa y a sus apócrifos padres? ¿Viene la epidemia de resucitados acompañada de una lamentable pérdida de valores? ¿Por qué se quejan esos padres precisamente en Torrelavega, en donde tienen los galileos tan poco arraigo? ¿Por qué no se duchan sus hijos en Jerusalén?
¿Por qué los redactores de “El Diario Montañés” no ha titulado: “LOS PADRES DEL “SANTA ANA” SE QUEJAN…”? ¿No se dan cuenta del terror que provocan por ahorrarse una miserable “L” y dos comillas? Y ya puestos ¿tan horroroso es que unos cuantos críos se duchen con agua fría después de jugar al fútbol?
viernes, 27 de noviembre de 2015
JOYAS Y POLLAS
Cada
vez me apetece menos leer el periódico y, cuando lo hago, siempre es prensa
nacional, pero creo que voy a cambiar de costumbre porque las delicias de la
prensa regional de Cantabria me parecen cada día más tentadoras.
La portada de “El Diario
Montañés” de hoy venía ocupada casi por completo por la fotografía de un río de
la región, con evidentes y perversas intenciones de desbordarse a más no poder.
La cosa no es de extrañar si tenemos en cuenta que lleva toda la semana
jarreando agua, pero los responsables del periódico han considerado oportuno
ilustrarnos sobre el asunto con un impactante titular sobreimpreso: “LA LLUVIA
AGRANDA LOS RÍOS”. En estos tiempos de desprecio generalizado por la cultura,
es de admirar que un diario de provincias tenga la audacia de llevar a su
portada una noticia de índole científica. La lluvia agranda los ríos, sí señor.
No los empequeñece, no los deja igual que estaban: los agranda. La verdad está
siempre en las cosas simples, y los redactores de “El Diario Montañés” lo saben
y tienen el coraje de actuar en consecuencia.
En las páginas interiores se
puede leer otro titular mucho más inquietante:”LA REINA VICTORIA EUGENIA REVIVE
HOY EN SANTANDER”. Más asustado que intrigado me he lanzado a leer con avidez y
me he enterado de que no solo ha revivido hoy Victoria Eugenia, sino que lo ha
hecho acompañada de un sepulturero medieval y de José María de Pereda, y que
días antes les tocó resucitar a Isabel II, Marcelino Menéndez Pelayo y una
pescadera llamada “La Paulita”. Ponerse a resucitar gente así, sin ton ni son, me
parece de mal gusto y muy irresponsable. Que resucitasen Osiris y Jesucristo lo
puedo entender, porque para eso habían nacido y tenían trabajo que hacer, pero
¿”La Paulita”? ¿La reina Victoria Eugenia? Está además esa anarquía de
resucitaciones, juntando a Victoria Eugenia con José María de Pereda y un sepulturero,
y a Isabel II con Menéndez Pelayo, sin sepulturero ni nada. En el primer caso
tanto la reina como el novelista pueden hilar un poco la hebra con el
sepulturero, dado que han estado los dos muertos, pero esa pobre Isabel II
enfrentada con toda su carga de semianalfabeta al estudioso y erudito Menéndez
Pelayo, con el solo auxilio de una pescadera ¿No es una crueldad?
Yo creo que a Menéndez Pelayo y
a Pereda no va a costar convencerles de que vuelvan a la sepultura, a la vista de
cómo está en España el panorama intelectual y a “La Paulita” no me la imagino
yo con ganas de pasarse la vida en “Mercasantander”, pero andar resucitando a
la realeza es mucho más arriesgado (y le va a sentar como un tiro a Pablo
Iglesias). Con lo bien enterraditas que estaban las dos en ese Panteón Real de
El Escorial, tan rodeadas de oro, pórfidos y jaspes; con lo carísimo que es
enterrar a una reina, con tanto ceremonial y tanto invitado ilustre y tanta
Guardia Real desfilando todo el santo día.… ¿a ton de qué resucitarlas? Y
juntas por añadidura. Se sabe que a Victoria Eugenia le apasionaban las joyas y
a Isabel II las poyas ¿De qué hablaron, las mi pobres, en todo ese arrastrar de
huesos mayestáticos desde el Escorial hasta Santander? De haber sido francesas
siempre hubiesen tenido esas “bijoux de famille” a las que nuestros vecinos
galos, tan picarones ellos, dan un doble
sentido tan sabrosón, pero no es el caso. Ahora, además, no van a querer volver
a morirse, porque a la realeza siempre le ha chiflado que la resuciten pero, una
vez resucitada, tiene un marcadísima tendencia impedir cualquier intento de desresucitación. Es preocupante.
Con todo, hay que reconocerle al
“Diario Montañés” su maestría a la hora de aunar lo racional con lo
sobrenatural y quedarse tan pimpantes. Yo, desde luego, pienso leerles todos
los días.
miércoles, 25 de noviembre de 2015
A TONTAS Y A LOCAS
Ayer
me pasé todo el santo el día sin pisar la calle. Con este repentino temporal
que nos azota, me pareció lo mejor quedarme en casita con Chispas, un libro y
una manta. Hoy hubiese hecho lo mismo, pero la necesidad de nicotina no me lo
ha permitido . Al salir de casa me he dado de bruces con un típico día de otoño en Cantabria, con frío,
lluvia y, sobre todo, un viento racheado de esos que convierten el paraguas en
un estorbo inútil, una declaración de intenciones (intenciones de no mojarte) tan
inútil como las de la Unión Europea, porque,
lo pongas como lo pongas, el agua te ataca por todas partes. Al llegar al estanco de Raúl
tenía los pantalones empapados y el chubasquero y el sombrero chorreando agua.
Tras un apresurado “buenos días” he soltado alguna tontería del estilo de “que bonito día primaveral” o algo parecido, una de
esas bobadas que se acostumbra a decir en esos casos. El señor que tenía
delante, un ancianito de aspecto inofensivo, con su boina y todo, ha
contestado:”bueno, por lo menos no hace viento”. Me gusta mucho la gente con
criterio propio, pero ese “no hace viento”, cuando las últimas ráfagas me habían
llenado de agua hasta las gafas, me pareció un punto de vista exageradamente
discrepante; y al estanquero y a los demás clientes debió ocurrirles algo
parecido, porque todos nos quedamos en silencio y mirando al techo. Callado
está dicho que en cuanto se marcho el señor todos nos pusimos a hacer chistes
malos y bromas tontas sobre la radical originalidad de su criterio, de su criterio
climatológico al menos, cuando lo más seguro es que el señor lo dijeses por
decir algo, un poco a tontas y a locas.
A
tontas y a locas soltamos unas memeces de tomo y lomo. Yo hace no mucho le
pregunté a una conocida si estaba embarazada, a lo que me contestó con notable
desparpajo que no, que lo que ocurría era que estaba muy gorda. ¿Tenía yo mucho
interés en saber si estaba o no embarazada? No ¿A poco que me hubiese parado a
pensar me habría dado cuenta de que ese embarazo era muy poco probable? Si.
¿Por qué lo pregunté? A tontas y a locas.
Hace
dos o tres semanas, antes de esta mini glaciación que nos ataca, estaba yo
sentado en la terraza de Madigans con una amiga, tomando el aperitivo y
charlando animadamente, cuando acertó a pasar por allí una conocida mía, poco
conocida en verdad, que me soltó un alegre y desenvuelto “Emilio, que solo te
veo hoy”. Tengo que decir que mi amiga no es muy grande, pero si lo suficiente
como para que se la vea perfectamente detrás de la mesita de una terraza. Por
otra parte era evidente que yo estaba en plena charla y todo el mundo sabe que
yo hablo solo únicamente en la estricta intimidad de mi domicilio. Total que
ese “que solo estás hoy” me dejo muy sorprendido; y a mi amiga algo sorprendida
y bastante mosqueada por el evidente ninguneo a que tan injustamente se veía
sometida. Todo el asunto resultaba tan desconcertante,
desde el brote de simpatía tan extemporáneo en una simple conocida, poco
conocida, a la aparente invisibilidad de mi amiga, que me pareció lo más
prudente contestar con un lacónico “¿Solo?”, entonado, eso sí, con cierto
retintín. Esto parece que hizo reaccionar a mi (poco) conocida, que se quedó
mirando a mi amiga y le soltó muy sonriente “Ay, perdona, que no te había
conocido”. Mi amiga, muy digna y sin decir palabra, bajó sus gafas de sol hasta
la punta de la nariz y le lanzo una mirada muy conseguida, mezcla de mala
leche, incredulidad y desprecio en estado puro; una mirada de Medusa que dejó a
mi (poco) conocida medio petrificada y balbuciendo “Ay, perdona, que me he
confundido”. Acto seguido siguió su camino. ¿Qué explicación le dimos al
incidente? Mi amiga decidió que la (poco) conocida debía de ir bastante
pimplada, pero eso lo dijo porque estaba resentida por haber sido ignorada con
tantísimo descaro. Yo creo que, simplemente, habló a tontas y a locas.
domingo, 22 de noviembre de 2015
CORTESÍA
De todas las antiguas
virtudes desechadas como trastos viejos y represores, la cortesía es la más
injustamente tratada. La astronómica ascensión de la sinceridad entendida como nueva forma de la grosería de toda la vida, la ha encerrado en el baúl de los recuerdos, asimilada la pobre a la hipocresía y la mentira. Y
sin embargo la cortesía, además de de darle a la vida unas pinceladas de
belleza, tiene con frecuencia mucho más
poder y es más efectiva que la más
brutal de las franquezas.
El pasado
mes de agosto quedé con una amiga para ir a ver al Ballet Nacional de España en el
Palacio de Festivales de Santander. Las actuaciones del FIS empiezan siempre a
la ocho y media, y Renedo está a menos de media de hora de Santander en coche,
pero me gusta ir con tiempo suficiente para llegar con tranquilidad y, si se tercia,
tomar un gin-tonic en una terraza de la
calle Castelar, por lo que le propuse a mi amiga, llamémosla Carmen,
salir de Renedo a las siete. Hacia las siete y veinte yo seguía en casa, preparado,
vestido y sin noticia alguna de mi amiga. Algo mosqueado le envié un sms
interesándome por el estado de su acicalamiento, al que me contestó con un inquietante
“me acabo de lavar el pelo”. Para la mayoría de los hombres lavarnos el pelo
significa que ya puedes vestirte y salir a la calle, pero para la mayoría de
las mujeres supone el inicio de un misterioso procedimiento cuyos detalles
ignoro, pero que jamás dura menos de tres cuartos de hora. La caballerosidad me
obligo a contestar con un “no te preocupes, que tenemos tiempo” que estaba muy
lejos de sentir, mientras juraba y maldecía para mis adentros. Muy cerca de las
ocho envié otro sms, “no te agobies, que ya es seguro que llegamos tarde”, en
el que intenté conjugar un mínimo de cortesía con varios litros de venenoso
reproche. Al final salimos de Renedo a las ocho y cinco, yo con una sonrisa
algo forzada y mi amiga muy bien arreglada y con el pelo, justo es decirlo,
perfectamente lavado y peinado. Naturalmente llegamos tarde.
No quiero presumir de puntual, aunque lo suelo ser,
pero el caso es que yo nunca había llegado tarde al Palacio de Festivales. Lo
más cerca que había estado fue un día que fui a ver “La Traviata”, con otra
amiga que también se había tenido que lavar el pelo. Como en ningún teatro
serio te permiten entrar una vez empezada la función, yo ya estaba resignado a pasar toda la primera
parte en la cafetería del Palacio, en donde por supuesto no se puede fumar, haciendo
como que hablaba con Carmen amigablemente mientras el rencor y la furia me reconcomían
por dentro. No era una perspectiva muy agradable, la verdad. Pero resulta que
los responsables del Palacio han ideado una solución intermedia, que permite a
los rezagados ver el espectáculo sin molestar a la gente que no se ha tenido
que lavar el pelo, o que lo ha hecho en tiempo y forma adecuados. Consiste en
instalarlos en las galerías laterales, una especie de pasillos abiertos hacia la
sala, en los que ponen unas sillas y que hacen las veces de
palco improvisado. La ventaja del sistema es que no te pierdes el primer acto; la desventaja es que la
galería en que nos instalaron estaba en las remotas latitudes de la denominada “zona
D2”, desde las que el escenario se ve más o menos como si fuese un sello de
correos, de los pequeños. Pensar en nuestras estupendas localidades de la “zona
A” hizo estallar dentro de mí otro fogonazo de resentimiento, pero se me pasó
enseguida.
Hasta nuestro “palco” no acompaño un amable y
servicial acomodador que nos señalo una silla, en la que se instaló mi amiga
con una rapidez verdaderamente vergonzosa, al tiempo que murmuraba: “la suya está justo delante,
caballero”. Aquel “justo delante” era una oscuridad tenebrosa en la que no se
distinguía nada de nada y a mí, que soy bastante torpe, me dio algo de miedo
tropezarme y despachurrarme contra el suelo del pasillo, mucho más por el
espantoso ridículo que supondría que por temor a las posibles fracturas y lesiones.
Me pareció más prudente quedarme de pié con las manos apoyadas en el respaldo
de la silla que con tan sospechosa agilidad había ocupado mi amiga. Y la verdad
es que me veía bien en aquel pseudopalco, guardando las espaldas a esa Carmen
que tenía un pelo tan bien lavado, muy en plan decimonónico, así como de “La
dama de las camelias”. Sin embargo el amable acomodador no parecía pensar lo
mismo, porque se acercó a mí muy sigiloso y me susurró al
oído: “caballero, le pido por favor que se siente, porque su sombra puede
distraer a los demás espectadores”. Me resultó tan poética la frase que,
olvidando mis anteriores prevenciones, me dirigí obediente a mi silla y allí me
quedé hasta el entreacto. Yo creo que mi sombra no distraía a nadie y que lo
que en realidad pasaba era que el acomodador estaba hasta los huevos de tener
que acompañar hasta esas vertiginosas altitudes de la Sala Argenta a impuntuales
con el pelo limpio, para que encima se le quedasen de pié como pasmarotes. Creo
que la frase que él tenía en la cabeza era en realidad: “siéntate de una puta
vez, mecaguento, que además de llegar tarde la estás jodiendo”. Pero me dijo lo
otro y yo me pasé la noche pensando en el fascinante encanto de mi sombra y su hechizo de distracción, y, sobre
todo, me senté de una puta vez, que era de lo que se trataba. Ese es el
misterioso poder de la cortesía.
miércoles, 18 de noviembre de 2015
PARTY BURGER
Anoche, haciendo uno de mis safaris televisivos, recalé en un reality show del que hasta ahora no tenía noticia, “Alaska y Mario”, que relata las peripecias cotidianas de la original pareja de artistas. Del programa ¿Qué queréis que os diga? Hay una canción de Alaska que dice: “Hagamos algo superficial y vulgar; algo tonto que hayamos hecho ya”. Bueno, pues parece que terminaron por hacer “Alaska y Mario”. Que la vida de esta pareja tiene mucho de show y muy poco de reality no será, supongo, una sorpresa para nadie.
El caso es que anoche tenían como invitada a un “burger party”, sea eso lo que sea, a una amiga suya, una tal María Fitz-James, que venía acompañada por una amiguita que resultó ser ni más ni menos que la pintoresca Tamara Falcó en carne mortal. Las resonancias aristocráticas del Fitz-James y del Falcó no auguraban nada interesante, pero no me esperaba yo tanto (tan poco en realidad). Es cosa sabida que todos los hijos de Isabel Preysler tienen una forma de hablar, como si fuesen tontos, que hace las delicias de los humoristas. Hablan como si un superpijo estuviese haciendo una parodia del modo de hablar de los pijos, y tal. Yo espero que ahora que Mario Vargas Llosa es tan amiguito de mami los chicos empiecen a corregirse en la medida de lo posible, pero el de Tamara es claramente un caso perdido. Tamara habla como parodiando la parodia y acompaña sus hablares de unos abrires de ojos tan artificiales y unas caídas de mano tan exageradas que yo estuve tentado de pensar que lo estaba haciendo de broma, que se reía de sí misma. Hasta que abrió la boca: la chica parece tonta perdida porque es tonta de baba. Me recordaba, por lo antinatural, a Marujita Diaz cuando se ponía coletas y un baby de volantes y nos llenaba a todos de vergüenza ajena haciéndose (¡¡¡Marujita!!!) la niña inocente.
A Tamara la idea del “burguer-party” le parecía “fenomenalll, pero yo soy de dieta estricta y si engordo un gramo más mamá me echa de casa”, introducción que no le impidió zamparse dos hamburguesas, una detrás de otra. La conversación era tan enloquecida y todo tenía tan poco sentido que no sé de qué forma derivó hacia aquella famosa teta díscola de Sabrina en el Especial de Nochevieja. El caso es que derivó y que el tema trajo a la memoria de Tamarita una divertida anécdota familiar. “¿Sabrina?, ayyyy, no sé si voy a contar una cosa. (subida de mano, arqueo de cejas), ¿lo voy a contar? (superapertura de ojos) Uff, no, no lo puedo contar (caída de mano, boca abierta, cara de pava). Bueno, lo cuento (subida y bajada, apertura, cara de pilla a lo Marujita). Pues nada, mi hermano Enrique (bajada), ya sabéis, que vivía en EEUU (subida), que son superpuritanos y tal (apertura, doble bajada, torsión de la cabeza a la derecha con ligera echada para atrás, cara de complicidad al estilo de Leticia Sabater). Y cuando vio un pecho ¡¡¡se abrazo a la tele!!! (superapertura de ojos, parpadeo, boca abierta, expresión general de “¡jopetas!”) Y mamá le decía: Enrique ¿te has vuelto loco? Enrique ¿qué estás haciendo? Y jajajaja (mano a la boca, apertura máxima de ojos) Y ahora en familia, cuando nos acordamos, pues… jajajajaja. Bueno, supongo que todos hemos tenido un momento preadolescente ¿no?” ¿Puedo comerme otra hamburguesa?”. Ni más ni menos. En honor de Alaska tengo que decir que se quedó mirando a la chiquilla como las vacas al tren, pero el resto de la concurrencia Fitzjjémica y Vaqueriza se tronchaba de risa con el relato de la picantona preadolescencia de Enrique Iglesias.
Yo he leído alguna entrevista al marqués de Griñón y me ha parecido un hombre inteligente y culto. Que Isabel Preysler es lista como el hambre lo demuestra el hecho de que desde un barrio de clase media baja de Manila ha llegado hasta un palacete en Puerta de Hierro y a estar archiforrada de dinero. Es verdad que hay malpensados que dicen que no es el cerebro el órgano que le ha ayudado más en ese ascenso fulgurante, pero siendo tonta no se tiene la ristra de exmaridos y protomaridos ilustres que tiene ella, por muy bien que se maneje el coño. Y entonces ¿De dónde ha salido esta pazguata descerebrada, ossssssea? ¿hay en los salones de la alta sociedad de Madrid algún bicho cuya picadura entontece irremisiblemente el cerebro? ¿Hay cerebro en la alta sociedad de Madrid?
PEPE TELAS
Mi tía amparo se fue a Sevilla y perdió la silla. Que yo sepa es el único caso documentado de cumplimiento literal del famosísimo refrán. A amparo, la pobre, la dejaron algo trastornada la cabeza las vicisitudes que tuvo que sufrir durante la Guerra Civil, con ella en Madrid, donde vivía, y el resto de su familia desperdigada por el resto España, pero era una chifladura simpática. En aquellos tiempos en los que tan caras eran las “conferencias” telefónicas, tía Amparo llamaba a mi padre a su trabajo con la sola intención de soltarle a bocajarro:”yo tengo un abrigo de astracán”, y ella se quedaba tan pancha y mi padre algo perplejo. Cosas así. Pero la muerte prematura de su hijo, mi primo Joaquinito , terminó por trastornarla del todo. Todos los días se pasaba dos o tres horas en el cementerio de charla con Joaquinito, y para poder hacerlo con mayor comodidad instaló una silla junto a la tumba. El caso es que Amparo se fue a pasar unos días con su hija, mi prima Amparito, que vivía en Sevilla y a la vuelta se encontró con que la silla había desaparecido. Desde entonces yo tengo una fe ciega en los refranes y jamás madrugo mucho, porque sé que no por ello amanece más temprano, y hago acopio de la firmeza necesaria para pasar todos los martes sin casarme ni embarcarme.
Amparo era una más entre un batallón impresionante de tíos y tías algo excéntricos y con unos nombres raros o rimbombantes: Anastasia, Ignacia, Cayo, Filina, Nicéforo, Federica… que aparecían “de visita” por casa de cuando en cuando, todos ellos muy mayores, todas ellas muy imponentes y muy vestidas de negro, todos viviendo en lugares que me parecían remotos, como Valladolid, Toledo y sitios así. Claro que también los había que vivían más cerca y tenían nombres más de andar por casa, como tío Pepe.
Tío Pepe tenía una tienda de telas que se llamaba “Pepe Telas”. No conocí a mi tío lo suficiente como para saber si ese valeroso alarde de falta de imaginación se debía a una grave carencia de fantasía, o al tradicional aborrecimiento pequeñoburgués por todo lo que tenga que ver con la creatividad. El caso es que “Pepe Telas” era un sitio largo, oscuro y bastante triste. Mi tío, de tez pálida y ojos de un azul deslavazado, daba la impresión de haber nacido en ella, aunque compensaba esa apariencia algo fantasmal con una sonrisa casi perenne. Comprenderéis que para un niño aquel universo de rollos de tela y mostradores de madera no era precisamente el paraíso de la diversión, pero la visita a “Pepe Telas” tenía una compensación en forma del bollo suizo al que infaliblemente te convidaba. Y en aquel recinto de probidad burguesa el asunto de los bollos suizos ponía un inesperado y desconcertante toque surrealista, porque Pepe guardaba los bollos suizos en la enorme caja fuerte que tenía en la trastienda. Esa imagen de Pepe sacando los dulces de la caja fuerte, tan propia de una película de Edgar Neville o una novela de Jardiel Poncela, me hace pensar que quizás ocultase mi tío una vena de extravagancia artística, y que el “Pepe Telas” fuese síntoma, más que pereza mental, de un romanticismo decimonónico, porque no se puede negar que Pepe Telas es un nombre que quedaría pintiparado para uno de aquellos celebres bandoleros de Sierra Morena. También podría ser que mi tía Fe, su mujer, que era algo tremebunda, no le dejase comer bollos suizos y Pepe utilizase la caja fuerte de escondrijo. No lo sé.
El caso es que me podría pasar horas y horas contando anécdotas de todos aquellos parientes que amedrentaban tanto como fascinaban, pero temo que a mi familia no le guste. Personalmente les agradezco que dulcificasen el estricto “ser como es debido” que todos practicaban a rajatabla, con esos toques de extravagancia con los que consiguieron ser, además de buenas personas, verdaderos personajes.
FÁCIL Y RESULTÓN
Como a muchísimos españoles me gusta ver la televisión por las noches, después de cenar. El problema surge al tratar de elegir qué ver, porque las películas las ponen quince o veinte veces seguidas, los capítulos de las series son repetidos y los debates son tan previsibles y tan llenos siempre de las mismas caras que da pena verlos. El resto de la programación casi mejor ni comentarlo. Tanta sequía de calidad sufre la programación que yo, que cocino pasta, filetes y poco más, he cogido la costumbre de ver el canal “Cocina”. Y la verdad es que viendo el canal del huevo frito aprende uno muchísimo. Se aprende que la cocina tailandesa consiste esencialmente en añadir cosas desconocidas a un mejunje previo hecho a base de azúcar de coco y salsa de pescado; qué la cocina americana es tan poco apetecible como cuenta la leyenda; y qué para que un bocadillo sea moderno, no pueden faltarle cebollino picado y una plancha de pizarra para presentarlo.
A las horas en que yo pongo la tele suelen pasar tres programas por el “Canal Cocina”: “Fácil y resultón”, “El toque de Samantha” y “Los fogones tradicionales”
“Fácil y resultón” lo conduce un chico argentino muy simpático, Gonzalo D’Ambrossio, que no sé si será fácil, pero desde luego es la mar de resultón. Gonzalo debe saberlo porque coquetea descaradamente con la cámara y, ya de paso, con los telespectadores, al tiempo que nos enseña cómo cocinar platos para quedar bien con nuestros invitados, caso de tenerlos, con poco esfuerzo y maravilloso resultado. Eso dice él, aunque luego resulta que para preparar el plato de marras te has tenido que pasar horas en la cocina para preparar las cosas que necesitas para preparar. La cosa va más o menos así:
“Hoy vamos a prepara unas tostas con cebolleta con las que vas a quedar fenomenal con tus amigos o (guiño y caída de ojos) con alguien muy especial para vos. Las cebolletas tenés que caramelizarlas a fuego lento durante seis horas. Yo ya las tengo hechas por acá. Los tomates hay que asarlos con el ajonjolí durante hora y media. Yo ya los tengo asados por acá. Las ñoras hay que hidratarlas en agua durante tres horas y cuarto. Yo ya tengo por acá unas hidratadas. Tengo por acá un yogur griego que previamente he tenido congelado durante cuatro días y medio. ¿Qué no tenés yogur griego? No importa, podés sustituirlo por batido de leche agria de Mongolia. ¡Fácil! Hago un poco de limpieza por acá, me lavo las manos y ahora, simplemente, trituro todo en la batidora ¡Fácil! Mirá que color rojo tan espectacular. Ahora tengo: pan que tosté previamente y una cabeza de ajo que asé previamente. Es tan fácil como untar la pasta de ajo en el pan. Yo tengo acá una rebanada untada previamente. A continuación extendés la pasta batida sobre el pan ¡Así de fácil! Y lo adornás con las cebolletas caramelizadas. ¡Fácil, rápido y resultón! Y apenas tardamos quince minutos.” Y se queda tan pancho. Vamos, como si te dicen que te van a contar una noche de sexo apasionado y te sueltan el coito sin los prolegómenos. El resultado, hay que decirlo, es una tosta cubierta con algo que recuerda mucho a la vomitona de sobrasada, con unas cebolletas desmayadas encima que parecen espermatozoides de megaterio.
Un poco del mismo estilo es “El toque de Samantha”. El programa debe su nombre, modestia aparte, a su pintoresca presentadora Samantha Vallejo-Nágera. Hay familias en España que ponen un ejemplar empeño en mantener las tradiciones y en la noble casa de Vallejo-Nágera, en la rama de Samantha al menos, están empecinados en que no se pierda esa tontuna suya a lo Iglesisas-Preysler que con tanto donaire pasea por Miami su hermano Colate, de profesión conocida “ex” de aristócratas y cantantes. A Samantha le salen muchas cosas mal, pero ella sale del paso con ese gracejo y esa frescura que solo da el megapijismo de Serrano. Va y dice:”El solomillo lo vamos a tener bastante tiempo en el horno, porque la carne de cerdo resulta incomible si está poco hecha”. Cuando saca el solomillo y corta el primer filete la cámara nos muestra una carne medio cruda de la que sale a chorros un juguillo rojo, pero ella nos suelta:”Mira que pintón tiene esto”, y tira palante.”La lechuga tiene que estar completamente seca, por eso la envuelvo en este paño de cocina para que empape todo el agua”. Dos minutos más tarde agarra el paño muy airosa para limpiar la tabla y las hojas de lechuga salen volando por los aires sin que ella se entere, porque está muy ocupada diciendo “saborrrr, saborrrr”, o pendiente del estilismo usando el cuchillo rojo para el pimiento rojo, y el cuchillo verde para el pimiento verde. Cuando necesita la lechuga seca, y no la encuentra, pues no pasa nada porque “aquí tengo yo más lechuguita”, e incorpora al plato hojas de lechuga empapadas. Así es Samantha.
El contrapunto a tanto ajonjolí y tanto estilismo lo pone “Los fogones tradicionales”, un programa en el que las cámaras se trasladan a unos pueblos remotos, siempre del Alto Aragón no me digáis por qué, con nombres como Cantalobos, Cuadra de Calvera y otros imposibles de recordar, para que una sucesión de paisanas (hola, soy Pilarin; hola, soy Pilar, hola; soy Mari Pili) guisen para nosotros los “platos que hacían nuestras abuelas”. La naturalidad de las cocineras y lo rústico del ambiente se agradece mucho después de tantas modernidades. Lástima que las tales abuelas tuviesen tan poca imaginación, las pobres, porque siempre es lo mismo: un pucherón sobre un hogar de leña, un sofrito de ajo, cebolla, pimiento y tomate, añaden carne y agua y a cocer. Al menos es fácil, aunque no muy resultón.
VOCACIÓN FRUSTRADA
Hay niños que quieren ser bomberos, o médicos, o jugadores de futbol. Yo siempre quise ser cardenal de la Curia Romana o, como segunda opción, subteniente del Regimiento de Húsares de la Princesa. Estas son mis dos grandes vocaciones frustradas.
Para ser cardenal me adornan prendas más que suficientes: No creo en Dios, soy taimado, poco caritativo y me sienta bien el color rojo. Además estoy dispuesto a ofrecer por Jesucristo, lo mismísimo que el cardenal Bertone, el sacrificio de compartir los 300 m. de mi apartamento en los Palacios Apostólicos con las tres o cuatro monjas que pongan a mi servicio. De no ser por el Concilio Vaticano II y sus ridículos aires modernizadores, creo que hubiese podido llegar a Secretario de Estado o a Gran Inquisidor (perdón, quise decir Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe). La llegada al Solio Pontificio del Papa Francisco, quien prefiere la santa ramplonería del cristianismo primitivo (sea eso lo que sea)a los esplendores de la Iglesia del Renacimiento, ha terminado de pulverizar mis posibilidades de acceder al cardenalato. Yo creo que esa absurda preferencia es un duro golpe contra el Dogma de la Infalibilidad del Papa, pero eso es otro asunto.
Un subteniente de húsares aúna la irresponsabilidad con la fina estampa, virtudes estas que, modestia aparte, poseo en abundancia. Entre los soldaditos, que no paran de descansar y ponerse firmes, y los oficiales, que se pasan el día en un puro estrujamiento de meninges a ver qué estupidez nueva se les ocurre, los suboficiales no tienen más que ventajas. Ni toman decisiones, ni tienen más que hacer que llevar o traer algún recado de vez en cuando. A cambio de esas pequeñas molestias, obtienen el derecho a llevar esa relumbrante chaquetilla bordeada de piel y atiborrada de alamares y entorchados de oro que hacía tan bonito en los desfiles, y que era la verdadera razón de ser del extinto cuerpo de húsares, abolido durante la Segunda República.Cuando la monarquía fue restaurada en España, nuestro avispado rey Juan Carlos pensó (quizás inspirado en el príncipe de Salina, aunque lo dudo) que la mejor manera de que nada cambiase, era cambiarlo todo. Con gran disgusto de la Grandeza de España, que ya había enviado a la lavandería sus viejas libreas de gentilhombre de cámara, se mudó del palacio de Oriente a La Zarzuela y prescindió de húsares, carrozas y demás ornamentos de la corte de su abuelo, truncando así de raíz mi segunda vocación. De su antecesor D. Alfonso XIII conservo solo lo más importante: la costumbre de “borbonear” un poco en la sombra y, naturalmente, la de hacer algún negociete de vez en cuando. Y esta última con tan gran éxito que ha pasado de tener que vender las esmeraldas de Victoria Eugenia, a amontonar en 40 años unos pocos cientos de millones de euros.
Sé que no debo culpar ni a Su Santidad ni a Su majestad; pero allí está el uno, rodeado de sus cardenales, y aquí está el otro, rodeado de sus millones. Y yo, sin trabajo.
BINARIO UNO
Cualquiera que haya visitado Italia sabe que es un país hermosísimo, lleno de arte, paisajes espectaculares y buena comida. Sus gentes son encantadoras, al menos de Roma para abajo y si se deja a un lado el escandaloso asunto de los precios, es difícil volver de allí descontento. Pero también es verdad que la mezcla entre lo vanguardistas y modernos que se consideran los italianos y su base real de comedia de Vittorio De Sica, crea con frecuencia escenas bastante surrealistas. De hecho una de las situaciones más surrealistas que me ha tocado vivir estando de viaje, la viví en la estación de tren de Pisa.
En aquella ocasión había yo viajado a Italia para asistir, en la Villa Schiffanoia de Florencia, a la ceremonia de doctorado de una de mis sobrinas. Para aprovechar un poco más el viaje decidí pasar una semana en Roma y reunirme después en Florencia con el grupo de familiares y amigos que asistirían al evento. El viaje entre las dos ciudades se hace muy cómodamente en los trenes “Eurostar” y allá que me fui. Al poco tiempo de salir de Roma-Termini se acercó un amable camarero ofreciendo zumo de naranja, o algo que lo recordaba vagamente. Ante mi negativa el camarero insistió ya que, así me dijo, el billete de primera clase incluía una bebida gratis. Como yo no estaba dispuesto a devastar mi flora intestinal ingiriendo aquel bebedizo de aspecto tan sospechoso, insistí en mi negativa reforzándola con un “no me apetece zumo de naranja, Grazie mille”, que me quedó muy cortés y muy cosmopolita. Pero el camarero, algo tozudo de más en mi opinión, insistía en explicarme el asunto de la bebida y el billete de primera clase, y que si yo no quería el zumo, podía pedir cualquier otra bebida que me apeteciese más. Los ferrocarriles italianos tienen unas normas muy “particolares” y ya había tenido yo en un viaje anterior un rifirrafe horroroso con un revisor que amenazaba con hacerme bajar del tren porque había olvidado “convalidare il biglietto”, así que se me ocurrió pensar que quizás la bebida no fuese una cortesía, sino que los pasajeros de primera estábamos obligados, además de a “convalidare il biglietto”, a beber algo tanto si nos apetecía como si no. Ante el temor a tener que hacer el resto del camino andando por los raíles, le dije que de acuerdo, que me trajese una cerveza. Al camarero se le torció el gesto, me miró como si le acabase de soltar una blasfemia y me dijo, muy digno. “bevande alcoliche solo per essere serviti al bar, a pagamento”. Esas cosas pasan en Italia.
La ceremonia de doctorado, en el salón Belvedere de la Villa Schiffanoia fue un poco como de Berlanga. El público era un ciriburri de catedráticos, pocos, estudiantes, menos y una abrumadora mayoría de familiares y amigos que empezamos a lagrimear y sorber los mocos en cuanto mi sobrina empezó a hablar (de derecho comparado y en inglés), dándole al acto un tono bastante siciliano. El resto del tiempo en Florencia resultó muy agradable y divertido, con mucha comida y bebida, y muchas compras.
El avión de vuelta a España lo teníamos que coger en el aeropuerto de Pisa, a una hora en tren desde Florencia. El viaje transcurrió sin incidentes porque nadie había olvidado “convalidare il biglietto”, y porque, al viajar en segunda clase, nadie vino a amenazarnos con zumo de naranja. Llegados a Pisa tuvimos que bajar para hacer transbordo al tren del aeropuerto. Como viajeros avezados que somos, rápidamente comprobamos la vía por la que llegaba el tren, nos dirigimos todos al andén correspondiente, el “binario uno”, y allí nos dispusimos a esperar rodeados de un impresionante montón de equipaje, nuestro y del resto de viajeros. Había uno que llamaba mucho la atención porque llegó medio muerto de congestión, arrastrando dos gigantescos maletones entre rugidos, resoplidos y juramentos en italiano. Al poco tiempo se anunció por megafonía: “il treno per l'aeroporto partirà dal binario numero uno”. Bien, todo en orden. Apenas dos minutos después, volvió a sonar la megafonía: “il treno per l'aeroporto partirà dal binario numero due”. Confusión, miradas interrogantes y una profusión de “¿qué ha dicho?” y “ha dicho anden número dos”. Pacientemente recogimos nuestras maletas, bajamos al paso subterráneo y llegamos al andén número dos justo a tiempo para escuchar de nuevo aquella repelente voz metálica diciendo: “il treno per l'aeroporto partirà dal binario numero cinque”. Con algo de mosqueo bajamos otra vez las escaleras camino del subterráneo, tropezando en el camino con todos los que subían y organizando un pequeño caos circulatorio. Camino del binario cinque restallo otra vez la voz enlatada, que nos mandaba al “binario tre”. El pequeño caos se convirtió en un cataclismo de idas y venidas, tropezar de maletas y maldiciones. El italiano de los maletones juraba a voz en grito, a punto de la apoplejía; los que entendían el italiano tenían cara de mala hostia, los que no, de total y absoluta perplejidad. Todos absolutamente estábamos sudorosos y enrojecidos como hooligans borrachos. Sé que resultará difícil de creer, pero tengo testigos: le megafonía volvió a sonar: “il treno per l'aeroporto partirà dal binario numero uno”.
Y allí llegó il treno finalmente, apenas dos segundos después de que hubiésemos conseguido llegar al binario correspondiente. Subimos, nos amontonamos como sardinas en lata….y no paso nada. El tren no se movía. Unos miraban los relojes, otros, convencidos de que perdería su vuelo, decían “tenemos tiempo de sobra” con la cara contraída por una sonrisa histérica. El de los maletones, que según supimos volaba a Miami, ya no sabía en qué idioma jurar. De pronto, la megafonía: “il treno per l'aeroporto e in partenza”. Nada. Cinco asfixiantes minutos después: “il treno per l'aeroporto e in partenza”. Nada, ni el más mínimo movimiento. Murmullos, nerviosismo, nuevo mirar de relojes, mas sonrisas histéricas. El de Miami, que al parecer corría grave riego de quedarse en tierra, bramó a todo lo que le daba el pulmón: “e in partenza, e in partenza, ¡¡¡¡¡MA CUANDO PARTE!!!!!!”
Por fin partió il treno dal binario número uno para, tras un viaje de poco más de tres minutos, dejarnos en el aeropuerto. Con la mitad de tiempo que empleamos en nuestro desquiciado peregrinar de un binario a otro, podríamos haber llegado andando al “aeroporto”. Ese fue el final de la aventura para todos, excepto para mí, que tuve que sufrir el oprobio de que un policía de fronteras me revisase la maleta. Claro que en el pecado llevó la penitencia, porque nada más abrirla se desparramó por el mostrador de la aduana una catarata de calcetines y calzoncillos usados, lo que disuadió al carabiniero de investigar algo más a fondo.
Cosas así pasan en Italia.
LA MUERTE ACECHA EN NUBIA
Yo estuve a punto de morir en las vastas soledades del desierto de Nubia, en la hora oscura que precede al renacimiento de Ra-Kheperer por el horizonte oriental, despachurrado a más no poder contra un peñasco de granito.
Todo comenzó cuatro días antes en Luxor, cuando embarqué en el “MS Rosetta” dispuesto a pasar unos relajantes días de crucero por el Nilo. Mi intención era viajar por Egipto solo y sin ataduras pero el Destino, que todo lo puede, dispuso las cosas de otra forma; más concretamente en la forma de Fran y Ana, un matrimonio de Santander, amigos míos, quienes, coincidentia concursiones, habían planeado su viaje a Egipto exactamente igual que yo, en los mismos barcos, hoteles y ciudades, lo que hubiese resultado completamente irrelevante de no ser porque también lo hacían en las mismas fechas. Y en aquel encuentro casual estuvo el origen de la concatenación de acontecimientos que a punto estuvo de costarme la vida.
Se que hay gente inocente y bien pensante que está convencida de que los armadores organizan los cruceros para diversión de los pasajeros, pero lo cierto es que lo hacen para sacar de ellos el mayor beneficio económico posible. Sí amigos, así es. De ese interés mercenario nos dimos cuenta al pagar a precio de champagne del bueno la primera cerveza en el bar del barco. Para ayudar a que nos desprendiésemos de nuestro dinero con más facilidad el “Rosetta” contaba con la colaboración de un guía-animador-conferenciante, que se pasaba el día y la noche organizando excursiones en calesa, fiestas nubias y algunos otros horrores del mismo estilo. La ida en calesa al templo de Horus en Edfú, por poner un ejemplo, fue como un rally desenfrenado de caballos al galope, traqueteos y gritos de pánico. La vuelta fue todavía peor, porque la ausencia total de organización había conseguido que se formase a la salida del templo un cataclismo de carricoches chocando unos contra otros, caballos relinchando como su hubiesen enloquecido, polvo y gritos. Cuatro o cinco gigantes vestidos con chilaba nos arrojaban dentro de las calesas sin miramiento alguno, como si estuviesen cargando sacos; y en cuanto el carruaje estaba lleno, salía galopando como si se fuese a terminar el mundo, para dejarnos tirados finalmente en el muelle, en donde dos tripulantes completamente fuera de sí gesticulaban y vociferaban que nos diésemos más prisa, como si eso fuera posible, porque estaba a punto de zarpar el barco. Toda la paz y la tranquilidad que nos había trasmitido la visita al templo se diluyó sin remedio en aquel espantoso viaje de vuelta.
Aquella pesadilla calesera nos movió a Ana, a Fran y a mí mismo a crear un grupo de resistencia contra el guía, al que rápidamente se adhirieron todos nuestros compañeros de comedor. La primera acción de combate de nuestro grupo fue sabotear la anunciada “fiesta nubia” que iba a tener lugar esa misma noche en la sala de fiestas de la cubierta superior. En lugar tomar una cerveza detrás de otra mientras sonaba una aburridísima melopea de tambores, que en eso consistió la fiesta según nos contaron al día siguiente un par de informadores que teníamos infiltrados en el que se podría llamar “grupo Pro-guía”, nosotros bajamos a dar una vuelta por el pueblo. La verdad es que la idea era buena porque las noches en Egipto son muy agradables y apetece mucho pasear, pero lo malo es que no había pueblo. Junto al río, en el paseo al que los egipcios dan el rimbombante nombre de “la corniche”, no había más que una tienda de souvenirs bastante destartalada, dos casas cerradas a cal y canto y un chamizo muy iluminado con pretensiones de bar. Detrás de ese triste frente arquitectónico se intuían, muy a lo lejos, grupos de edificios poco iluminados y de aspecto poco o nada atractivo. Para llegar a ellos, además, teníamos que atravesar una especie de descampado sumergido en las tinieblas y, con franqueza, a todo aquel comando que tan valerosamente había desafiado al guía le daban algo de miedo aquellos páramos exóticos y oscuros. La otra opción era sentarse a tomar algo en el verdadero mar de mesas que se desparramaba frente al “bar”, a la fresca de la brisa del Nilo, en las que decenas y decenas de hombres, solo hombres, tomaban te y fumaban la narguilé, por otro nombre cachimba. Nuestra llegada causó una extraordinaria sensación y nos convertimos inmediatamente en el centro de atención, y creo que de conversación, de toda la concurrencia. No sé por qué me agarró un desvergonzado afán por hacerme el cosmopolita desenvuelto y me puse a hablar con los señores de la mesa de al lado. Digo hablar, pero aquello fue en realidad una gesticulación como de monos, acompañada de gritos y sonrisas que no conseguían disimular las caras de total y absoluta incomprensión por ambas partes. En el pecado llevé la penitencia porque mis amistosas aproximaciones a la población aborigen tuvieron como consecuencia el ofrecimiento por su parte, en lo que supuse un gesto de cortesía suprema, de la boquilla de su narguilé para que diese una bocanada. Ya hace años de aquello, pero no consigo quitarme de la cabeza aquella boquilla de metal roñoso, algo resbaladiza por las babas, que me vi obligado a llevarme a la boca.
El caso es que a partir de aquella noche nuestro grupo opuso una decidida resistencia a cualquier sugerencia, plan o similar que propusiesen el guía y sus secuaces. Y esa combativa actitud nuestra llegó a su apoteosis a la llegada del barco a la ciudad de Asuán. Era cosa decidida que visitaríamos los templos de Ramsés II en Abu-Simbel, pero nos pareció escandaloso el precio que nos pedían los operadores del crucero por boca de aquel mandito guía, así que nos negamos a pagarlo y nos lanzamos a las bulliciosas calles de Asuán a la busca y captura de un medio de transporte propio, depreciando olímpicamente las advertencias que nos hicieron sobre los peligros de semejante práctica: accidentes, pinchazos, barcos perdidos y demás zarandajas .La cosa resultó muy sencilla de resolver y cuando volvimos al barco ya teníamos una furgoneta monovolumen con chofer, para hacer el viaje.
Uno de los inconvenientes de viajar por Egipto es que casi todos los días tienes que darte unos madrugones intolerables. El calor es tan agobiante a partir de las 11 de la mañana que, si quieres hacer alguna visita, tienes que hacerla a primerísima hora de la mañana o después de la puesta del sol, a no ser que no te importe morir deshidratado. Ese día se sumaba la cuestión de la distancia a la del calor, lo que nos obligo a estar listos y en perfecto estado de revista a unas inclementes 3.30 de la mañana. A esa hora estábamos ya todos en la solitaria recepción del barco, en donde descubrimos, muy bien colocaditas una encima de otra, lo que nuestro guía había anunciado como “cajas de picnic” incluidas en la excusión que ellos ofrecían y que estaban destinadas, naturalmente, a la pandilla de los pro-guía que había pagado religiosamente sus abusivas tarifas. Puedo decir con orgullo que en una brillante operación de sabotaje y saqueo perfectamente sincronizada, dejamos el arsenal del enemigo notablemente disminuido. Como pudimos comprobar poco después, la caja contenía apenas un brik de zumo, un pastelito de almendras y un par de mandarinas, pero eso era lo de menos. Y con nuestras (suyas en realidad) “cajas de picnic” bajo el brazo bajamos al oscuro y solitario muelle, en el que resplandecía como un huevo nuestra furgoneta blanca. Junto a ella esperaba Jorge, el chofer.
Jorge era bajito, muy moreno y peludo y de una gordura más allá de toda medida. Era además cristiano copto y muy devoto al parecer, porque tenía el salpicadero atestado de rosarios, medallas y las estampas de la crucifixión más descarnadamente sanguinolentas que he visto en mi vida. Era muy simpático, dicharachero y un auténtico kamikaze al volante. Conducía aquella furgoneta no muy nueva, bastante vieja en realidad, a velocidades vertiginosas y, cosa curiosa, por el carril contrario. Nunca supimos a que se debía esa temeraria originalidad. Por fortuna la carreta de Asuán a Abu-Simbel no tiene mucho tráfico a las cuatro de la mañana, porque si llega haberlo no se que habría sido de nuestros nervios. A veces veíamos a lo lejos un camión que avanzaba hacia nosotros en la madrugada, pero Jorge seguía en las suyas hasta que, a escasos metros de la colisión, giraba el volante y se ponía en el carril que nos correspondía para, acto seguido, volver al contrario. Y así todo el rato. De pronto aquella tensa calma fue interrumpida por un estruendo espantoso, seguido de un baile frenético de la furgoneta de lado a lado de la carretera. Jorge trataba de controlarla dando unos volantazos espasmódicos y completamente inútiles, mientras nosotros colaborábamos al éxito de la función con un coro de gritos histéricos y aterrorizados. Al final nos detuvimos a escasos centímetros de un enorme peñasco de granito. Si fueron los rosarios y los cristos crucificados de Jorge los que nos salvaron de decorar aquel peñasco con nuestras seseras desparramadas nunca lo sabré, aunque es probable que no.
Tras unos pocos minutos de exagerar muchísimo las cosas, decirnos unos a otros que “habíamos nacido otra vez” y demás estupideces apropiadas al caso, comprobamos que el estruendo lo había provocado la explosión de una rueda. Pudimos ver también que las otras tres estaban en un estado lamentable y que la de repuesto era poco más que cuatro o cinco jirones de caucho mal pegados a una llanta. De no haber quedado enmudecidos por el espanto es casi seguro que habríamos comentado si las advertencias que nos hicieron en el barco estarían tan faltas de fundamento como pensamos. El resto del viaje hasta Abu-Simbel fue de una tensión insoportable, sin podernos quitar de la cabeza la idea de que en cualquier momento explotaría otra de aquellas miserables ruedas. Pero la vuelta fue peor.
Ocurrió que Jorge, en su incansable afán por evitarnos el aburrimiento, empezó a quedarse dormido y a dar cabezadas contra el volante. Esto nos alarmó bastante, como es natural. No sé cómo nos hizo saber que comer algo le vendría bien para espabilarse, y tampoco comprendo cómo fuimos nosotros capaces de creer semejante tontería, pero el caso es que uno de nosotros, que viajaba en el asiento de al lado del conductor, peló una mandarina y se la fue dando a Jorge gajo a gajo; y como parecía que espabilaba un poco, le pelamos otra y otra más. Pero la rapidez de Jorge deglutiendo gajos de mandarina era tan asombrosa que en veinte minutos nos habíamos quedado sin munición. Y vuelta a las cabezadas. Tan intenso era el ataque de somnolencia que, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, paró en una gasolinera (cuatro palos y un techo de uralita) se tomó una coca-cola y se tumbó a echar un sueñecito. El calor en medio de aquel desierto reseco, sin el aire acondicionado de la furgoneta, era de una intensidad difícil de describir, pero nosotros no nos dimos cuenta, helados de espanto como estábamos pensando en que el barco zarparía sin nosotros irremediablemente. Del resto no me acuerdo bien. No sé cuándo ni cómo se despertó Jorge, ni cómo llegamos a Asuán a tiempo de coger el barco. Todo ello pasó en una especie de catalepsia de angustias, histerias y temores. Solo sé que, una vez a bordo, nos juramentamos todos para no decir a los demás ni pío de toda aquella avalancha de catástrofes y calamidades que habíamos sufrido. Lo que hicimos, eso sí, fue pavonearnos mucho de lo barato que nos había salido el viaje.
Y este ha sido el relato del día que estuve a punto de morir en las vastas soledades del desierto de Nubia.
DIALOGO DE SORDAS
Hace unos días estaba yo en una terraza tomando un café, fumando y pasando frío, como manda la legislación vigente. En la mesa de al lado, dos señoras, a las que llamaremos señora A y Señora B, estaban haciendo lo mismo que yo y, además, charlando amigablemente. A tan corta distancia hubiese sido imposible no escuchar lo que decían, y de todos modos hablaban a tal volumen que me hubiese enterado exactamente igual de haber estado a quinientos metros. Normalmente consigo abstraerme bastante bien en estos casos, pero esta vez me picó la curiosidad al escuchar que estaban hablando de Guadalajara. No es que yo piense que Guadalajara sea un tema de conversación inapropiado para señoras de cierta edad, pero ciertamente es muy extravagante a menos, naturalmente, que sea uno de allí y aun en ese caso es dudoso que se haga. Nadie va a Guadalajara a menos que sea absolutamente necesario, ni salen noticias de Guadalajara en los periódicos, ni se tiene allí familia. De hecho yo hacía tanto tiempo que no oía hablar de Guadalajara que estaba convencido de que lo habían cerrado. La cosa iba más o menos así:
Señora A.- La verdad es que Guadalajara es una provincia preciosa.
Señora B.- Yo lo conozco porque mi hijo estuvo allí trabajando varios años.
Señora A.- La gente lo conoce poco, pero hay sitios maravillosos
Señora B.- Me acuerdo que mi hijo me venía a casa con tres o cuatro amigos a pasar el fin de semana. Yo no sé como conseguía acomodarles a todos.
Señora A.- La capital no es muy bonita, pero la provincia sí.
Señora B.- Claro que antes tenía dos habitaciones con dos camas cada una.
Señora A.- Está el Alto Tajo, el barranco del río Dulce…
Señora B.- Y tenía dos colchones en el trastero, que ya los tiré hace unos años.
Señora A.- La Sierra Norte también es preciosa.
Señora B.- Me acuerdo que yo hacía comida para todos. Les decía que comiesen en casa, que no les costaba nada, y que se fuesen de copas después.
Señora A.- Un paisaje precioso
Señora B.- ¿Para qué iban a gastarse el dinero en comer fuera?
Señora A.- Es una pena que no lo promocionen más.
Señora B.- Ahora no sé si podría meterles en casa, como cambié las camas… Bueno, tendrían que dormir juntos.
A esas alturas de la “charla” yo ya estaba escuchando con todo el descaro, absolutamente fascinado por la fluidez con la que aquellas señoras se lanzaban sus monólogos a la cara la una a la otra, sin alterarse, sin desconcertarse, sin descomponer el gesto, cada una de ellas firmemente decidida a contar su historia contra el viento y la marea de la historia de la otra. Y todo ello tan surrealista y, al mismo tiempo, tan magníficamente disfrazado de conversación normal y corriente.
Al darse cuenta de que estaba yo tan embelesado, la Señora A se dirigió a mí para decirme:
Señora A.- Y la verdad es que la gente es de lo más hospitalaria.
A lo que añadió la Señora B:
Señora B.- Sí, eso es verdad. Te acogen divinamente
Aquella inesperada coincidencia de opinión rompió todo el encanto del momento. Al ver que tenían público, y haciendo gala de un admirable “esprit de corps”, las dos señoras se dispusieron aburrirme con un relato pormenorizado de lo bien que habían sido recibidas, y en que sitios exactos de Guadalajara había ocurrido aquello. Les concedí cinco minutos de cortesía antes de pedir disculpas y marcharme, pensando en cuanto más entretenido sería el mundo si nos dejásemos llevar más por el surrealismo.
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