miércoles, 18 de noviembre de 2015

BINARIO UNO

Cualquiera que haya visitado Italia sabe que es un país hermosísimo, lleno de arte, paisajes espectaculares y buena comida. Sus gentes son encantadoras, al menos de Roma para abajo y si se deja a un lado el escandaloso asunto de los precios, es difícil  volver de allí descontento. Pero también es verdad que la mezcla entre lo vanguardistas y modernos que se consideran los italianos y su base real de comedia de Vittorio De Sica, crea con frecuencia escenas bastante surrealistas. De hecho una de las situaciones más surrealistas que me ha tocado vivir estando de viaje, la viví en la estación de tren de Pisa.
  En aquella ocasión había yo viajado a Italia para asistir, en la Villa Schiffanoia de Florencia, a la ceremonia de doctorado de una de mis sobrinas. Para aprovechar un poco más el viaje decidí pasar una semana en Roma y reunirme después en Florencia con el grupo de familiares y amigos que asistirían al evento. El viaje entre las dos ciudades se hace muy cómodamente en los trenes “Eurostar” y allá que me fui. Al poco tiempo de salir de Roma-Termini se  acercó un amable camarero ofreciendo zumo de naranja, o algo que lo recordaba vagamente. Ante mi negativa el camarero insistió ya que, así me dijo, el billete de primera clase incluía una bebida gratis. Como yo no estaba dispuesto a devastar mi flora intestinal ingiriendo aquel bebedizo de aspecto tan sospechoso, insistí en mi negativa reforzándola con un “no me apetece zumo de naranja, Grazie mille”, que me quedó muy cortés y muy cosmopolita. Pero el camarero, algo tozudo de más en mi opinión, insistía en explicarme el asunto de la bebida y el billete de primera clase, y que si yo no quería el zumo, podía pedir cualquier otra bebida que me apeteciese más. Los ferrocarriles italianos tienen unas normas muy “particolares” y ya  había tenido yo en un viaje anterior un rifirrafe horroroso con un revisor que amenazaba con hacerme bajar del tren porque  había olvidado  “convalidare il biglietto”, así que se me ocurrió pensar que quizás la bebida no fuese una cortesía, sino que los pasajeros de primera estábamos obligados, además de a “convalidare il biglietto”, a beber algo tanto si nos apetecía como si no. Ante el temor a tener que hacer el resto del camino andando por los raíles, le dije que de acuerdo, que me trajese una cerveza. Al camarero se le torció el gesto, me miró como si le acabase de soltar una blasfemia y me dijo, muy digno. “bevande alcoliche solo per essere serviti al bar, a pagamento”. Esas cosas pasan en Italia.
  La ceremonia de doctorado, en el salón Belvedere de la Villa Schiffanoia fue un poco como de Berlanga. El público era un ciriburri  de catedráticos, pocos, estudiantes, menos y una abrumadora mayoría de familiares y amigos que empezamos  a lagrimear y sorber los mocos en cuanto mi sobrina empezó a hablar (de derecho comparado y en inglés), dándole al acto un tono bastante siciliano. El resto del tiempo en  Florencia resultó muy agradable y divertido, con mucha comida y bebida, y muchas compras.
  El avión de vuelta a España lo teníamos que coger en el aeropuerto de Pisa, a una hora en tren desde Florencia. El viaje  transcurrió sin incidentes porque nadie había olvidado “convalidare il biglietto”, y porque, al viajar en segunda clase, nadie vino a amenazarnos con zumo de naranja.  Llegados a Pisa tuvimos que bajar para hacer transbordo  al tren del aeropuerto. Como viajeros avezados que somos, rápidamente comprobamos la vía por la que llegaba el tren, nos dirigimos todos al andén correspondiente, el “binario uno”, y allí nos dispusimos a esperar rodeados de un impresionante montón de equipaje, nuestro y del resto de viajeros. Había uno que llamaba mucho la atención porque   llegó medio muerto de congestión, arrastrando dos gigantescos maletones entre rugidos, resoplidos y juramentos en italiano.  Al poco tiempo  se anunció por megafonía: “il treno per l'aeroporto partirà dal binario numero uno”.  Bien, todo en orden. Apenas dos minutos después, volvió a sonar la megafonía: “il treno per l'aeroporto partirà dal binario numero due”. Confusión, miradas interrogantes y una profusión de “¿qué ha dicho?”  y  “ha dicho anden número dos”. Pacientemente recogimos nuestras maletas, bajamos al paso subterráneo y llegamos al andén número dos justo a tiempo para escuchar de nuevo aquella repelente voz metálica diciendo: “il treno per l'aeroporto partirà dal binario numero cinque”. Con algo de mosqueo bajamos otra vez las escaleras camino del subterráneo, tropezando en el camino con todos los que subían y organizando un pequeño caos circulatorio. Camino del binario cinque restallo otra vez la voz enlatada, que nos mandaba al “binario tre”. El pequeño caos se convirtió en un  cataclismo de idas y venidas, tropezar de maletas y maldiciones. El italiano de los maletones juraba a voz en grito, a punto de la apoplejía; los que entendían el italiano tenían cara de mala hostia, los que no, de total y absoluta perplejidad.  Todos absolutamente estábamos sudorosos y enrojecidos como hooligans borrachos. Sé que  resultará difícil de creer, pero tengo testigos: le megafonía volvió a sonar:  “il treno per l'aeroporto partirà dal binario numero uno”.
  Y allí llegó il treno finalmente, apenas dos segundos después de que hubiésemos conseguido llegar al binario correspondiente. Subimos, nos amontonamos como sardinas en lata….y no paso nada. El tren no se movía. Unos miraban los relojes, otros, convencidos de que perdería su vuelo,  decían “tenemos tiempo de sobra” con la cara contraída por una sonrisa histérica. El de los maletones, que según supimos volaba a Miami, ya no sabía en qué idioma jurar. De pronto, la megafonía: “il treno per l'aeroporto e in partenza”. Nada. Cinco asfixiantes minutos después: “il treno per l'aeroporto e in partenza”. Nada, ni el más mínimo movimiento. Murmullos, nerviosismo, nuevo mirar de relojes, mas sonrisas histéricas. El de Miami, que al parecer corría grave riego de quedarse en tierra, bramó a todo lo que le daba el pulmón: “e in partenza, e in partenza, ¡¡¡¡¡MA CUANDO PARTE!!!!!!”
  Por fin partió il treno dal binario número uno para, tras un viaje de poco más de tres minutos, dejarnos en el aeropuerto. Con la mitad de tiempo que empleamos en nuestro desquiciado peregrinar de un binario a otro, podríamos haber llegado andando al “aeroporto”. Ese fue el final de la aventura para todos, excepto para mí, que tuve que sufrir el oprobio de que un policía de fronteras me revisase la maleta. Claro que en el pecado llevó la penitencia, porque nada más abrirla se desparramó por el mostrador de la aduana una catarata de calcetines y calzoncillos usados, lo que   disuadió al carabiniero de investigar algo más a fondo.
  Cosas así pasan en Italia.



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