Hay niños que quieren ser bomberos, o médicos, o jugadores de futbol. Yo siempre quise ser cardenal de la Curia Romana o, como segunda opción, subteniente del Regimiento de Húsares de la Princesa. Estas son mis dos grandes vocaciones frustradas.
Para ser cardenal me adornan prendas más que suficientes: No creo en Dios, soy taimado, poco caritativo y me sienta bien el color rojo. Además estoy dispuesto a ofrecer por Jesucristo, lo mismísimo que el cardenal Bertone, el sacrificio de compartir los 300 m. de mi apartamento en los Palacios Apostólicos con las tres o cuatro monjas que pongan a mi servicio. De no ser por el Concilio Vaticano II y sus ridículos aires modernizadores, creo que hubiese podido llegar a Secretario de Estado o a Gran Inquisidor (perdón, quise decir Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe). La llegada al Solio Pontificio del Papa Francisco, quien prefiere la santa ramplonería del cristianismo primitivo (sea eso lo que sea)a los esplendores de la Iglesia del Renacimiento, ha terminado de pulverizar mis posibilidades de acceder al cardenalato. Yo creo que esa absurda preferencia es un duro golpe contra el Dogma de la Infalibilidad del Papa, pero eso es otro asunto.
Un subteniente de húsares aúna la irresponsabilidad con la fina estampa, virtudes estas que, modestia aparte, poseo en abundancia. Entre los soldaditos, que no paran de descansar y ponerse firmes, y los oficiales, que se pasan el día en un puro estrujamiento de meninges a ver qué estupidez nueva se les ocurre, los suboficiales no tienen más que ventajas. Ni toman decisiones, ni tienen más que hacer que llevar o traer algún recado de vez en cuando. A cambio de esas pequeñas molestias, obtienen el derecho a llevar esa relumbrante chaquetilla bordeada de piel y atiborrada de alamares y entorchados de oro que hacía tan bonito en los desfiles, y que era la verdadera razón de ser del extinto cuerpo de húsares, abolido durante la Segunda República.Cuando la monarquía fue restaurada en España, nuestro avispado rey Juan Carlos pensó (quizás inspirado en el príncipe de Salina, aunque lo dudo) que la mejor manera de que nada cambiase, era cambiarlo todo. Con gran disgusto de la Grandeza de España, que ya había enviado a la lavandería sus viejas libreas de gentilhombre de cámara, se mudó del palacio de Oriente a La Zarzuela y prescindió de húsares, carrozas y demás ornamentos de la corte de su abuelo, truncando así de raíz mi segunda vocación. De su antecesor D. Alfonso XIII conservo solo lo más importante: la costumbre de “borbonear” un poco en la sombra y, naturalmente, la de hacer algún negociete de vez en cuando. Y esta última con tan gran éxito que ha pasado de tener que vender las esmeraldas de Victoria Eugenia, a amontonar en 40 años unos pocos cientos de millones de euros.
Sé que no debo culpar ni a Su Santidad ni a Su majestad; pero allí está el uno, rodeado de sus cardenales, y aquí está el otro, rodeado de sus millones. Y yo, sin trabajo.
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