miércoles, 18 de noviembre de 2015

PEPE TELAS

Mi tía amparo se fue a Sevilla y perdió la silla. Que yo sepa es el único caso documentado de cumplimiento literal del famosísimo refrán. A amparo, la pobre, la dejaron algo trastornada la cabeza las vicisitudes que tuvo que sufrir durante la Guerra Civil, con ella en Madrid, donde vivía, y el resto de su familia desperdigada por el resto España, pero era una chifladura simpática. En aquellos tiempos en los que tan caras eran las “conferencias” telefónicas, tía Amparo llamaba a mi padre  a su trabajo con la sola intención de soltarle a bocajarro:”yo tengo un abrigo de astracán”, y ella se quedaba tan pancha y mi padre algo perplejo. Cosas así. Pero la muerte prematura de su hijo, mi primo Joaquinito , terminó por trastornarla del todo. Todos los días se pasaba dos o tres horas en el cementerio de charla con Joaquinito, y para poder hacerlo con mayor comodidad instaló una silla junto a la tumba. El caso es que Amparo se fue a pasar unos días con su hija, mi prima Amparito, que vivía en Sevilla y a la vuelta se encontró con que la silla había desaparecido. Desde entonces yo tengo una fe ciega en los refranes y jamás madrugo mucho, porque sé que no por ello amanece más temprano, y hago acopio de la firmeza necesaria para  pasar todos los martes sin casarme ni embarcarme.
  Amparo era una más entre un batallón impresionante de tíos y tías algo excéntricos  y con unos nombres raros o rimbombantes: Anastasia, Ignacia, Cayo, Filina, Nicéforo, Federica… que aparecían “de visita” por casa de cuando en cuando, todos ellos muy mayores, todas ellas muy imponentes y muy vestidas de negro, todos viviendo en lugares que me parecían remotos, como Valladolid, Toledo y sitios así. Claro que también los había que vivían más cerca y tenían nombres más de andar por casa, como tío Pepe.
  Tío Pepe tenía una tienda de telas que se llamaba “Pepe Telas”. No conocí a mi tío lo suficiente como para saber si ese valeroso alarde de falta de imaginación se debía a una grave carencia de fantasía, o al tradicional aborrecimiento pequeñoburgués por todo lo que tenga que ver con la creatividad. El caso es que “Pepe Telas” era un sitio largo, oscuro y bastante triste. Mi tío, de tez pálida y ojos de un azul deslavazado, daba la impresión de haber nacido en ella, aunque compensaba esa apariencia algo fantasmal con una sonrisa casi perenne. Comprenderéis que para un niño aquel universo de rollos de tela y mostradores de madera no era precisamente el paraíso de la diversión, pero la visita a “Pepe Telas” tenía una compensación en forma del bollo suizo al que infaliblemente te convidaba. Y en aquel recinto de probidad burguesa el asunto de los bollos suizos ponía un inesperado y desconcertante toque surrealista, porque Pepe guardaba los bollos suizos en la enorme caja fuerte que tenía en la trastienda. Esa imagen de Pepe sacando los dulces de la caja fuerte, tan propia de una película de Edgar Neville o una novela de Jardiel Poncela, me hace pensar que quizás ocultase mi tío una vena de extravagancia artística, y que el “Pepe Telas” fuese síntoma, más que pereza mental,  de un romanticismo decimonónico, porque no se puede negar que Pepe Telas es un nombre que quedaría pintiparado para uno de aquellos celebres bandoleros de Sierra Morena. También podría ser que mi tía Fe, su mujer, que era algo tremebunda, no le dejase comer bollos suizos y Pepe utilizase la caja fuerte de escondrijo. No lo sé.
  El caso es que me podría pasar horas y horas contando anécdotas de todos aquellos parientes que amedrentaban tanto como fascinaban, pero temo que a mi familia no le guste. Personalmente les agradezco que dulcificasen el estricto “ser como es debido” que todos practicaban a rajatabla, con esos toques de extravagancia con los que consiguieron ser, además de buenas personas, verdaderos personajes.
               

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