Yo estuve a punto de morir en las vastas soledades del desierto de Nubia, en la hora oscura que precede al renacimiento de Ra-Kheperer por el horizonte oriental, despachurrado a más no poder contra un peñasco de granito.
Todo comenzó cuatro días antes en Luxor, cuando embarqué en el “MS Rosetta” dispuesto a pasar unos relajantes días de crucero por el Nilo. Mi intención era viajar por Egipto solo y sin ataduras pero el Destino, que todo lo puede, dispuso las cosas de otra forma; más concretamente en la forma de Fran y Ana, un matrimonio de Santander, amigos míos, quienes, coincidentia concursiones, habían planeado su viaje a Egipto exactamente igual que yo, en los mismos barcos, hoteles y ciudades, lo que hubiese resultado completamente irrelevante de no ser porque también lo hacían en las mismas fechas. Y en aquel encuentro casual estuvo el origen de la concatenación de acontecimientos que a punto estuvo de costarme la vida.
Se que hay gente inocente y bien pensante que está convencida de que los armadores organizan los cruceros para diversión de los pasajeros, pero lo cierto es que lo hacen para sacar de ellos el mayor beneficio económico posible. Sí amigos, así es. De ese interés mercenario nos dimos cuenta al pagar a precio de champagne del bueno la primera cerveza en el bar del barco. Para ayudar a que nos desprendiésemos de nuestro dinero con más facilidad el “Rosetta” contaba con la colaboración de un guía-animador-conferenciante, que se pasaba el día y la noche organizando excursiones en calesa, fiestas nubias y algunos otros horrores del mismo estilo. La ida en calesa al templo de Horus en Edfú, por poner un ejemplo, fue como un rally desenfrenado de caballos al galope, traqueteos y gritos de pánico. La vuelta fue todavía peor, porque la ausencia total de organización había conseguido que se formase a la salida del templo un cataclismo de carricoches chocando unos contra otros, caballos relinchando como su hubiesen enloquecido, polvo y gritos. Cuatro o cinco gigantes vestidos con chilaba nos arrojaban dentro de las calesas sin miramiento alguno, como si estuviesen cargando sacos; y en cuanto el carruaje estaba lleno, salía galopando como si se fuese a terminar el mundo, para dejarnos tirados finalmente en el muelle, en donde dos tripulantes completamente fuera de sí gesticulaban y vociferaban que nos diésemos más prisa, como si eso fuera posible, porque estaba a punto de zarpar el barco. Toda la paz y la tranquilidad que nos había trasmitido la visita al templo se diluyó sin remedio en aquel espantoso viaje de vuelta.
Aquella pesadilla calesera nos movió a Ana, a Fran y a mí mismo a crear un grupo de resistencia contra el guía, al que rápidamente se adhirieron todos nuestros compañeros de comedor. La primera acción de combate de nuestro grupo fue sabotear la anunciada “fiesta nubia” que iba a tener lugar esa misma noche en la sala de fiestas de la cubierta superior. En lugar tomar una cerveza detrás de otra mientras sonaba una aburridísima melopea de tambores, que en eso consistió la fiesta según nos contaron al día siguiente un par de informadores que teníamos infiltrados en el que se podría llamar “grupo Pro-guía”, nosotros bajamos a dar una vuelta por el pueblo. La verdad es que la idea era buena porque las noches en Egipto son muy agradables y apetece mucho pasear, pero lo malo es que no había pueblo. Junto al río, en el paseo al que los egipcios dan el rimbombante nombre de “la corniche”, no había más que una tienda de souvenirs bastante destartalada, dos casas cerradas a cal y canto y un chamizo muy iluminado con pretensiones de bar. Detrás de ese triste frente arquitectónico se intuían, muy a lo lejos, grupos de edificios poco iluminados y de aspecto poco o nada atractivo. Para llegar a ellos, además, teníamos que atravesar una especie de descampado sumergido en las tinieblas y, con franqueza, a todo aquel comando que tan valerosamente había desafiado al guía le daban algo de miedo aquellos páramos exóticos y oscuros. La otra opción era sentarse a tomar algo en el verdadero mar de mesas que se desparramaba frente al “bar”, a la fresca de la brisa del Nilo, en las que decenas y decenas de hombres, solo hombres, tomaban te y fumaban la narguilé, por otro nombre cachimba. Nuestra llegada causó una extraordinaria sensación y nos convertimos inmediatamente en el centro de atención, y creo que de conversación, de toda la concurrencia. No sé por qué me agarró un desvergonzado afán por hacerme el cosmopolita desenvuelto y me puse a hablar con los señores de la mesa de al lado. Digo hablar, pero aquello fue en realidad una gesticulación como de monos, acompañada de gritos y sonrisas que no conseguían disimular las caras de total y absoluta incomprensión por ambas partes. En el pecado llevé la penitencia porque mis amistosas aproximaciones a la población aborigen tuvieron como consecuencia el ofrecimiento por su parte, en lo que supuse un gesto de cortesía suprema, de la boquilla de su narguilé para que diese una bocanada. Ya hace años de aquello, pero no consigo quitarme de la cabeza aquella boquilla de metal roñoso, algo resbaladiza por las babas, que me vi obligado a llevarme a la boca.
El caso es que a partir de aquella noche nuestro grupo opuso una decidida resistencia a cualquier sugerencia, plan o similar que propusiesen el guía y sus secuaces. Y esa combativa actitud nuestra llegó a su apoteosis a la llegada del barco a la ciudad de Asuán. Era cosa decidida que visitaríamos los templos de Ramsés II en Abu-Simbel, pero nos pareció escandaloso el precio que nos pedían los operadores del crucero por boca de aquel mandito guía, así que nos negamos a pagarlo y nos lanzamos a las bulliciosas calles de Asuán a la busca y captura de un medio de transporte propio, depreciando olímpicamente las advertencias que nos hicieron sobre los peligros de semejante práctica: accidentes, pinchazos, barcos perdidos y demás zarandajas .La cosa resultó muy sencilla de resolver y cuando volvimos al barco ya teníamos una furgoneta monovolumen con chofer, para hacer el viaje.
Uno de los inconvenientes de viajar por Egipto es que casi todos los días tienes que darte unos madrugones intolerables. El calor es tan agobiante a partir de las 11 de la mañana que, si quieres hacer alguna visita, tienes que hacerla a primerísima hora de la mañana o después de la puesta del sol, a no ser que no te importe morir deshidratado. Ese día se sumaba la cuestión de la distancia a la del calor, lo que nos obligo a estar listos y en perfecto estado de revista a unas inclementes 3.30 de la mañana. A esa hora estábamos ya todos en la solitaria recepción del barco, en donde descubrimos, muy bien colocaditas una encima de otra, lo que nuestro guía había anunciado como “cajas de picnic” incluidas en la excusión que ellos ofrecían y que estaban destinadas, naturalmente, a la pandilla de los pro-guía que había pagado religiosamente sus abusivas tarifas. Puedo decir con orgullo que en una brillante operación de sabotaje y saqueo perfectamente sincronizada, dejamos el arsenal del enemigo notablemente disminuido. Como pudimos comprobar poco después, la caja contenía apenas un brik de zumo, un pastelito de almendras y un par de mandarinas, pero eso era lo de menos. Y con nuestras (suyas en realidad) “cajas de picnic” bajo el brazo bajamos al oscuro y solitario muelle, en el que resplandecía como un huevo nuestra furgoneta blanca. Junto a ella esperaba Jorge, el chofer.
Jorge era bajito, muy moreno y peludo y de una gordura más allá de toda medida. Era además cristiano copto y muy devoto al parecer, porque tenía el salpicadero atestado de rosarios, medallas y las estampas de la crucifixión más descarnadamente sanguinolentas que he visto en mi vida. Era muy simpático, dicharachero y un auténtico kamikaze al volante. Conducía aquella furgoneta no muy nueva, bastante vieja en realidad, a velocidades vertiginosas y, cosa curiosa, por el carril contrario. Nunca supimos a que se debía esa temeraria originalidad. Por fortuna la carreta de Asuán a Abu-Simbel no tiene mucho tráfico a las cuatro de la mañana, porque si llega haberlo no se que habría sido de nuestros nervios. A veces veíamos a lo lejos un camión que avanzaba hacia nosotros en la madrugada, pero Jorge seguía en las suyas hasta que, a escasos metros de la colisión, giraba el volante y se ponía en el carril que nos correspondía para, acto seguido, volver al contrario. Y así todo el rato. De pronto aquella tensa calma fue interrumpida por un estruendo espantoso, seguido de un baile frenético de la furgoneta de lado a lado de la carretera. Jorge trataba de controlarla dando unos volantazos espasmódicos y completamente inútiles, mientras nosotros colaborábamos al éxito de la función con un coro de gritos histéricos y aterrorizados. Al final nos detuvimos a escasos centímetros de un enorme peñasco de granito. Si fueron los rosarios y los cristos crucificados de Jorge los que nos salvaron de decorar aquel peñasco con nuestras seseras desparramadas nunca lo sabré, aunque es probable que no.
Tras unos pocos minutos de exagerar muchísimo las cosas, decirnos unos a otros que “habíamos nacido otra vez” y demás estupideces apropiadas al caso, comprobamos que el estruendo lo había provocado la explosión de una rueda. Pudimos ver también que las otras tres estaban en un estado lamentable y que la de repuesto era poco más que cuatro o cinco jirones de caucho mal pegados a una llanta. De no haber quedado enmudecidos por el espanto es casi seguro que habríamos comentado si las advertencias que nos hicieron en el barco estarían tan faltas de fundamento como pensamos. El resto del viaje hasta Abu-Simbel fue de una tensión insoportable, sin podernos quitar de la cabeza la idea de que en cualquier momento explotaría otra de aquellas miserables ruedas. Pero la vuelta fue peor.
Ocurrió que Jorge, en su incansable afán por evitarnos el aburrimiento, empezó a quedarse dormido y a dar cabezadas contra el volante. Esto nos alarmó bastante, como es natural. No sé cómo nos hizo saber que comer algo le vendría bien para espabilarse, y tampoco comprendo cómo fuimos nosotros capaces de creer semejante tontería, pero el caso es que uno de nosotros, que viajaba en el asiento de al lado del conductor, peló una mandarina y se la fue dando a Jorge gajo a gajo; y como parecía que espabilaba un poco, le pelamos otra y otra más. Pero la rapidez de Jorge deglutiendo gajos de mandarina era tan asombrosa que en veinte minutos nos habíamos quedado sin munición. Y vuelta a las cabezadas. Tan intenso era el ataque de somnolencia que, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, paró en una gasolinera (cuatro palos y un techo de uralita) se tomó una coca-cola y se tumbó a echar un sueñecito. El calor en medio de aquel desierto reseco, sin el aire acondicionado de la furgoneta, era de una intensidad difícil de describir, pero nosotros no nos dimos cuenta, helados de espanto como estábamos pensando en que el barco zarparía sin nosotros irremediablemente. Del resto no me acuerdo bien. No sé cuándo ni cómo se despertó Jorge, ni cómo llegamos a Asuán a tiempo de coger el barco. Todo ello pasó en una especie de catalepsia de angustias, histerias y temores. Solo sé que, una vez a bordo, nos juramentamos todos para no decir a los demás ni pío de toda aquella avalancha de catástrofes y calamidades que habíamos sufrido. Lo que hicimos, eso sí, fue pavonearnos mucho de lo barato que nos había salido el viaje.
Y este ha sido el relato del día que estuve a punto de morir en las vastas soledades del desierto de Nubia.
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