domingo, 22 de noviembre de 2015

CORTESÍA

         De todas las antiguas virtudes desechadas como trastos viejos y represores, la cortesía es la más injustamente tratada. La astronómica ascensión de la sinceridad  entendida como nueva forma de  la grosería de toda la vida, la ha encerrado en el baúl de los recuerdos, asimilada la pobre a la hipocresía y la mentira. Y sin embargo la cortesía, además de de darle a la vida unas pinceladas de belleza, tiene con  frecuencia mucho más poder y es más efectiva que  la más brutal de las franquezas.
El pasado mes de agosto quedé con una amiga para  ir a ver al Ballet Nacional de España en el Palacio de Festivales de Santander. Las actuaciones del FIS empiezan siempre a la ocho y media, y Renedo está a menos de media de hora de Santander en coche, pero me gusta ir con tiempo suficiente para llegar con tranquilidad y, si se tercia, tomar un gin-tonic en una terraza de la  calle Castelar, por lo que le propuse a mi amiga, llamémosla Carmen, salir de Renedo a las siete. Hacia las siete y veinte yo seguía en casa, preparado, vestido y sin noticia alguna de mi amiga. Algo mosqueado le envié un sms interesándome por el estado de su acicalamiento, al que me contestó con un inquietante “me acabo de lavar el pelo”. Para la mayoría de los hombres lavarnos el pelo significa que ya puedes vestirte y salir a la calle, pero para la mayoría de las mujeres supone el inicio de un misterioso procedimiento cuyos detalles ignoro, pero que jamás dura menos de tres cuartos de hora. La caballerosidad me obligo a contestar con un “no te preocupes, que tenemos tiempo” que estaba muy lejos de sentir, mientras juraba y maldecía para mis adentros. Muy cerca de las ocho envié otro sms, “no te agobies, que ya es seguro que llegamos tarde”, en el que intenté conjugar un mínimo de cortesía con varios litros de venenoso reproche. Al final salimos de Renedo a las ocho y cinco, yo con una sonrisa algo forzada y mi amiga muy bien arreglada y con el pelo, justo es decirlo, perfectamente lavado y peinado. Naturalmente llegamos tarde.
                No quiero presumir de puntual, aunque lo suelo ser, pero el caso es que yo nunca había llegado tarde al Palacio de Festivales. Lo más cerca que había estado fue un día que fui a ver “La Traviata”, con otra amiga que también se había tenido que lavar el pelo. Como en ningún teatro serio te permiten entrar una vez empezada la función,  yo ya estaba resignado a pasar toda la primera parte en la cafetería del Palacio, en donde por supuesto no se puede fumar, haciendo como que hablaba con Carmen amigablemente mientras el rencor y la furia me reconcomían por dentro. No era una perspectiva muy agradable, la verdad. Pero resulta que los responsables del Palacio han ideado una solución intermedia, que permite a los rezagados ver el espectáculo sin molestar a la gente que no se ha tenido que lavar el pelo, o que lo ha hecho en tiempo y forma adecuados. Consiste en instalarlos en las galerías laterales, una especie de pasillos abiertos hacia la sala, en los que ponen unas sillas y que hacen las veces de palco improvisado. La ventaja del sistema es que no te pierdes  el primer acto; la desventaja es que la galería en que nos instalaron estaba en las remotas latitudes de la denominada “zona D2”, desde las que el escenario se ve más o menos como si fuese un sello de correos, de los pequeños. Pensar en nuestras estupendas localidades de la “zona A” hizo estallar dentro de mí otro fogonazo de resentimiento, pero se me pasó enseguida.
                Hasta nuestro “palco” no acompaño un amable y servicial acomodador que nos señalo una silla, en la que se instaló mi amiga con una rapidez verdaderamente vergonzosa, al tiempo que  murmuraba: “la suya está justo delante, caballero”. Aquel “justo delante” era una oscuridad tenebrosa en la que no se distinguía nada de nada y a mí, que soy bastante torpe, me dio algo de miedo tropezarme y despachurrarme contra el suelo del pasillo, mucho más por el espantoso ridículo que supondría que por temor a las posibles fracturas y lesiones. Me pareció más prudente quedarme de pié con las manos apoyadas en el respaldo de la silla que con tan sospechosa agilidad había ocupado mi amiga. Y la verdad es que me veía bien en aquel pseudopalco, guardando las espaldas a esa Carmen que tenía un pelo tan bien lavado, muy en plan decimonónico, así como de “La dama de las camelias”. Sin embargo el amable acomodador no parecía pensar lo mismo, porque   se acercó a mí muy sigiloso y me susurró al oído: “caballero, le pido por favor que se siente, porque su sombra puede distraer a los demás espectadores”. Me resultó tan poética la frase que, olvidando mis anteriores prevenciones, me dirigí obediente a mi silla y allí me quedé hasta el entreacto. Yo creo que mi sombra no distraía a nadie y que lo que en realidad pasaba era que el acomodador estaba hasta los huevos de tener que acompañar hasta esas vertiginosas altitudes de la Sala Argenta a impuntuales con el pelo limpio, para que encima se le quedasen de pié como pasmarotes. Creo que la frase que él tenía en la cabeza era en realidad: “siéntate de una puta vez, mecaguento, que además de llegar tarde la estás jodiendo”. Pero me dijo lo otro y yo me pasé la noche pensando en el fascinante encanto de  mi sombra y su hechizo de distracción, y, sobre todo, me senté de una puta vez, que era de lo que se trataba. Ese es el misterioso poder de la cortesía.

                

4 comentarios:

  1. Después de haber sufrido muchos "lavados de pelo" hace ya tiempo que tomé la decisión de no esperar a nadie. Ya no doy ni los famosos "cinco minutos de cortesía". Y tampoco me hago reponsable de guardar la entrada de nadie. Cada uno guarda la suya y así si alguien se tiene que "lavar el pelo" no me pierdo ni un minuto de la obra. Y no meto al acomodador en ningún aprieto.

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  2. Lo cortés no quita lo valiente. Después de este escarnio público, a ver si esa amiga suya osa a hacerle esperar otra vez.

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  3. Esa amiga suya, pajaroloco, le hará esperar siempre. Se lo digo yo.

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