domingo, 27 de agosto de 2017

JO SI TINC POR

MIEDO:
1. m. Angustia por un riesgo o daño real o imaginario.
2. m. Recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea.


Hace dos o tres días estuve en el Palacio de Festivales de Santander. Se representaba una «Carmen» en versión del Ballet de Victor Ullate». Ese tipo de espetáculos, en Santander, tienen un gran poder de convocatoria: la Sala Argenta estaba llena a rebosar. Poco antes de comenzar la representación, cuando las luces empezaban a atenuarse, se me vino a la cabeza la imagen de un terrorista de Daesh irrumpiendo a tiros en la sala al grito de «Alá es grande». Reconozco que no lo pense como algo probable, pero sí posible. El caso es que sentí por un momento el  «recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea»; esto es miedo según la  definición del Diccionario de la Real Academia. No fue intenso, no fue duradero, pero eso es lo que ocurrió. Creo, aunque esto no es más que pura suposición, que no sería yo el único que pensó en ello.

Estos días, a raíz de los trágicos atentados de Cataluña, la proclama general, la respuesta al terror, es manifestar una y otra vez que no tenemos miedo. En mi opinión eso no solo es falso, sino engañoso, superficial y extraordinariamente peligroso Es posible que tengamos poco miedo, que no estemos obsesionados, especialmente en lo lugares pequeños como es Renedo, con que una cosa así nos vaya a ocurrir. Pero cada vez pensamos más en ello, cada vez tenemos un poco más la sensación de inseguridad. Yo sí tengo miedo. ¿Como no tenerlo si golpean indiscriminadamente allí donde tienen la oportunidad? 

Comprendo que vivimos unos tiempos de sloganes, de verdades simples y aceptaciones acríticas del «sentir general de la población» que nos quieran transmitir los poderes públicos del momento. Por ello podría verse como  utilitario ese ya famoso «no tinc por» que  nos quieren grabar en el cerebro, pero solo para los primeros momentos, como una forma de canalizar de una forma fácil y concisa el sentir general.Pero después no, después es preciso que reconozcamos el miedo tenemos. Y lo tenemos porque   si no lo tuviésemos seríamos una pandilla de inconscientes, estaríamos locos. Estamos dispuestos a defender nuestra forma de vida, claro está; no van a conseguir imponernos su bárbara concepción de la vida y lucharemos por ello si es necesario, por supuesto. Pero reconociendo que les tememos. Debemos reconocer ese miedo que es componente indispensable del verdadero valor. Lo contrario, su negación, no es más que una bravuconería suicida.

Yo, desde luego, tengo miedo. Miedo de los terroristas, pero miedo también por la clase política que nos ha tocado en suerte, la misma que debe dirigir la lucha contra los bárbaros. Como ejemplo, la manifestación de Barcelona que todos, creo yo, esperábamos con ilusión. En primer lugar estuvieron esos «que yo no voy porque con este no me ajunto», el «que yo si voy y que vergüenza que no vayas tú»... Y después las "esteladas", las pitadas al Rey y al Gobierno, las declaraciones insensatas. ¿Unidad frente al terrorismo? Y un cuerno.

La misma noche de la manifestación escuche a Pilar Rahola justificar esas pitadas. Yo trato de escuchar siempre lo que dice la vivaracha Sra. Rahola, porque jamás de los jamases se sale del carril de lo multitudinariamente aceptado, ni  de esa corrección política «gauche divine» que tan buenos resultados le da en las tertulias televisivas. Cuando se quiere saber hacia donde se inclina la opinión pública, hay que escuchar a Pilar. Decía Doña Pilar que hay que entender las sensibilidades especiales de Cataluña, que no les gusta nada lo que hace el PP y no tienen simpatía ninguna, o muy escasa, por la monarquía. Vale ¿y qué? Los catalanes no son los únicos españoles que tienen esas «sensibilidades». Pero tendrán también, digo yo, sentido de la oportunidad y, sobre todo, la generosidad de espíritu que se requiere para aparcar las propias ideas en favor de un bien mayor ¿O no? Porque  muchos de ellos no lo demostraron cuando convirtieron una marcha de fuerza, respeto y solidaridad en un guirigay de «sensibilidades», cada una por su lado. ¿Es ese el frente unido que presentamos al Daesh? ¿Ese es el respeto a las víctimas? Yo soy profundamente anticlerical, pero acudo a los funerales de mis conocidos católicos como muestra de respeto. ¿Debería yo dejar suelta mi «sensibilidad» para ponerme a pitar en la homilía? Según Pilar Rahola, eso es precisamente lo que tendría que hacer. 

La cuestión es que se perdió la oportunidad de demostrar que somos capaces de unirnos para lo importante y que, a mi entender, se hizo rechufla de la memoria de los muertos. Resumiendo, que hay lo que dicen que no hay: miedo; y no hay lo que dicen que hay: unidad. Lo de siempre. 


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viernes, 25 de agosto de 2017

VIAJE A TAILANDIA VII

CHIANG MAI

Yo creo que ocho días con sus noches en Bangkok son más que suficientes para disfrutar razonablemente de las delicias, y padecimientos, que la ciudad ofrece. Al menos así fue para nosotros. Se debe tener en cuenta que todas las actividades diurnas y nocturnas hay que desarrollarlas con una temperatura media de unos treinta o treinta y cinco grados, a veces más, y una humedad del 90% p’arriba, y eso  quieras que no agota al más pintado. En consecuencia la mañana del noveno día, a unas horas indecentemente tempranas, estábamos haciendo el camino de vuelta hacia el aeropuerto de Suvarnabhumi, en donde tomamos un vuelo que en poco más de una hora nos depositó en sanos y salvos en Chiang Mai, al norte de Tailandia.

Nuestro hotel, The Empress Hotel Chiang Mai, era un poco del mismo estilo que el de Bangkok, pero más aparente. Nada más entrar  te recibía todo el lote de despampanancias  típicamente tailandesa: un hall enorme lleno de empleados sonrientes, en cuyo exacto centro relucía  una mesa de cristal sostenida por cuatro elefantes dorados, justo de ese tipo que suelen verse en la casa de los multimillonarios rusos de Marbella; unos sillones que a primera vista parecía tronos del emperador de la China, pero que no lo eran… Así mismo lucía su correspondiente lote de tallas doradas de estilo churrigueresco tailandés, maderas de oriente y todo y todo. Lamentablemente toda esa pompa y todo ese boato estaban un poco lejos del centro, pero no demasiado.



Chiang Mai es mucho más manejable que Bangkok. Tiene una parte  moderna, que podría estar perfectamente por la zona de Silom Road o Sukhumvit, y una  parte antigua  más tradicional. La ciudad antigua está amurallada, rodeada por un foso y recuerda un poco a Thonburi, pero sin klongs. Todo son casas bajas, de una o dos plantas, huertas pequeñas y cada poco, un templo. Yo me pasé una mañana entera paseando por allí, haciendo fotos a todo lo que veía y tomando un botellón  de cerveza Shinga cada media hora aproximadamente, no fuese a ser que me deshidratase. De todas aquellas (presuntamente) maravillosas fotos no salió ni una por algún oscuro misterio, relacionado  probablemente con mi manifiesta incompetencia en asuntos técnicos o, quizás, con la mencionada ingesta de cerveza. Pero ya os digo yo que era precioso. Los templos de Chiang Mai suelen ser más pequeños que los de Bangkok y con mucho más encanto, construidos en un  estilo que recuerda más a Láos que a Tailandia. Sin poder llegar a decir que son sencillos, su decoración no resulta tan apachurrantemente pomposa.


Con todo lo que habíamos taconeado en Bangkok, mi idea para los dos o tres días que teníamos previsto estar en Chiang Mai era la de una disipación nocturna relajada y un diurno conocer cosas  sin agobios. En el primer propósito coincidía con mi grupo. Para contento de todos encontramos, o alguien nos habló de ello en el hotel, un insospechado restauranta llamado “Casa Antonio” (sic) en el que se servía comida española y tailandesa. Yo elegía comida local porque me gustaba, porque me parece que la gastronomía es parte esencial de la cultura de los países y, sobre todo, porque no acabo de verle la gracia a recorrer más de diez mil kilómetros para terminar comiendo tortilla de patata en “Casa Antonio”. Puede que yo sea algo rarito porque lo cierto y verdad es que el local estaba repleto de españoles refractarios, al parecer, a las sutilezas de la comida exótica.

De la noche Chiangmaiense no es que se pueda contar mucho. Hay sitios para tomar copas, claro, pero muy poco animados. Nosotros fuimos a parar a un local notoriamente cutre y escasamente concurrido por una clientela mixta, pero mayoritariamente occidental, que nos había recomendado un tuctucero. En realidad era como una especie de estropajosa carpa de circo, pero con mesas y sillas en lugar de gradas. Allí pudimos disfrutar de un espectáculo de travestis de tercera categoría y otro de muay thai de cuarta, o eso me pareció ya que era la primera vez en mi vida que veía un espectáculo de lucha. Pocas veces en mi vida me he aburrido tanto.Pero mis acompañantes parecían estar fascinados con aquellos divertimentos locales y allí nos dieron las tantas. Las tantas de Bangkok son algo desérticas, pero las de Chiang Mai son absolutamente desoladoras, sin un alma por la calle porque la mayoría de los tailandeses, los de provincias al menos, no son de trasnochar; y los occidentales tampoco porque al día siguiente madrugan para ir a ver elefantes, mujeres jirafa o y triángulos de oro. El caso es que acabamos en la calle tardísimo a más no poder y sin un triste tuc-tuc en lontananza. Deambular a esas horas por una ciudad tailandesa desierta, oscura y descascarillada no resulta muy tranquilizador, la verdad. Pero bueno, justo cuando estábamos a punto de echarnos a llorar, apareció un  tuc-tuc y llegamos al hotel sanos y salvos.Esa noche no me dio por arrebatarme en el regateo.



En la actividad diurna de conocer cosas sin agobios surgieron discrepancias. Mis amigas tenían empeño en ver el Wat Phra That Doi Suthep. Todo el mundo dice que estando en Chiang Mai, es “visita obligada” el Wat Phra That Doi Suthep, más conocido como templo del elefante, o de los elefantes. Varias razones me impidieron hacerlo. La primera de ellas fue precisamente ese “visita obligada” que siempre me ha chinchado mucho. No me gusta verme obligado a visitar nada, ni me obsesiona conocer todos y cada uno de los lugares de interés, ni suelen coincidir las “visitas obligadas” con mi gusto personal. La segunda fue que para llegar al templo, lo que se dice el templo, hay que subir una escalinata de nada más y nada menos que trescientos nueve escalones o, si no te ves con fuerzas, tomar un funicular, que tampoco me gustan. La tercera, que mis acompañantes habían decidido contratar una visita guiada, y las visitas guiadas me irritan mucho porque me siento siempre como una oveja dentro de un rebaño. La cuarta y definitiva, que el autobús hacia Wat Phra That Doi Suthep salía del hotel a las seis de la mañana, que no son horas. Quien quiera ver en mi negativa a hacer esa visita un puntito snob, así del estilo de “yo no voy a donde va todo el mundo”, pues puede que tenga también algo de razón, pero poca. Así pues mientras todos sudaban la gota gorda subiendo escaleras y muertos de sueño, yo me levanté a las tantas, desayuné tranquilamente y me fui a visitar Wat Chiang Man, el templo más antiguo de Chiang Mai, que me pillaba a unos escasos diez minutos en tuc-tuc. Me contaron a la vuelta que la excursión había incluido una visita a la aldea de las Mujeres Jirafa, con lo que me alegré doblemente de no haber ido. En honor a la verdad y toda la verdad debo decir que, según parece, el templo es maravilloso y las vistas son espectaculares y demás.



          Los mercados nocturnos de Chiang Mai están tan animados como los de Bangkok, con lo que pudimos dar rienda suelta a nuestra dispendiosa locura compradora. Por comprar compramos hasta una maleta para guardar las compras, porque nuestros respectivos equipajes empezaban a amenazar con reventar de un momento a otro. Cuando creímos que ya le habíamos sacado a Chiang Maí todo el jugo del que éramos capaces, tomamos un vuelo a Bangkok para enlazar allí con otro que nos llevaría a nuestro siguiente destino: Phuket.

         





UNA NOCHE EN EL BALLET

UNA NOCHE EN EL BALLET

          Anoche estuve viendo en el Palacio de Festivales  una «Carmen», por la Compañía de Victor Ullate. Lo primero a destacar fue que, a pesar de que mi acompañante era Doña CJGA, llegamos al Palacio a tiempo de ver la función completa. Por los pelos, pero llegamos. 

La versión de Victor Ullate de la heroína de Merimée es, como era de esperar, muy contemporánea y muy de hoy en día. Las «versiones contemporáneas» de obras clásicas pretenden actualizar los mitos intemporales, pero conservando su esencia, o eso manifiestan los modernizadores. Tengo que decir que en mi opinión raras veces lo consiguen. En primer lugar no veo la necesidad de modernizar mitos intemporales. Si son efetivamente intemporales ¿Qué necesidad hay de modernizarlos? Y en segundo ese «actualizar conservando la esencia» suele ser en realidad una mera adaptación de la forma a la estética contemporánea, con muy pocas contemplaciones con el fondo y las esencias. Tanto lo modernizan que a veces resultan irreconocibles. Como ejemplo diré que mi acompañante me comento al oído, casi al final de la obra, que no conseguía saber quien era el torero y quien el soldado. Por mi parte no había conseguido saber ni tan siquiera quien era Carmen. 

La música era en su mayor parte la de la ópera de Bizet, pero con incrustaciones de piezas de Pedro Navarrete. Para haceros una idea de como sonaban estas últimas, tratad de imaginar que a la Filarmónica de Londres le hubiesen robado los instrumentos y hubiesen tenido que apañarse con txalapartas. Muy contemporáneo. En cuanto al vestuario, oscilaba entre el fetichismo leather y los concursos de drags queens. La escenografía, todo hay que decirlo, muy austera pero extraordinariamente efectista. Parte de la puesta en escena incluia la proyección en el fondo del escenario de lo que perfectamente podría haber sido un anuncio de Freixenet. Todo el cuerpo de baile vestido de burbujas de colorines  subía y bajaba las escaleras del palacio de Longoria, muy en plan Pasarela Cibeles. Al final, en un efecto muy conseguido, pasaban del vídeo al escenario, de lo virtual a lo real, para seguir el desfile ya en carne mortal.

Aquella melée de originalidad y extravagancias fue avanzando entre peleas callejeras con sus insultos y todo, desfiles militares que recordaban a las carrozas BDSM del Orgullo Gay, fondos de escenario como la nave de «Alien, el octavo pasajero». La representación lo mismo podía servir para «Carmen» que para «Psicosis». Hubo también  momentos de silencio total en los que, invariablemente, me daba un ataque de tos. Mi compañera también tosió lo suyo, pero aprovechaba astutamente las fanfarrias más retumbantes de la ópera de Bizet para hacerlo. 

En cuanto al cuerpo de baile en sí, tengo que decir que no soy experto en la materia. Solo comentaré, así de pasada,  que  se veían varios hombres y mujeres con unas contundencias glúteas y pectorales que casaban bastante mal con la idea clásica de los bailarines-sílfides. Pero según mi acompañante, que tiene la carrera de ballet clásico, lo hicieron bastante bien, incluso muy bien en algunos casos.

Anoche, a la salida del Palacio, no sabía muy bien que opinar porque las «versiones acualizadas»  me resultan casi siempre abominables y blasfemas, pero no era el caso. Me daba cuenta de que aquel conglomerado de incongruencias escénicas no me había disgustado, pero no quería manifestarme antes de haber consultado con mis carpetovetónicos principios artísticos y estéticos.Una vez hecho, os diré que me gustó, que merece la pena verlo. No sé si era «Carmen» lo que vimos, pero algo atractivo vimos. 

lunes, 21 de agosto de 2017

VIAJE A TAILANDIA VI

         
AYUTTHAYA

Si viajáis a Tailandia tod el mundo te rcomienda dedicar un día a visitar la ciudad de Ayutthaya, a unos ochenta kilómetros al norte de Bangkok. Ayutthaya fue la capital del país hasta que  la conquistaron los birmanos en 1767, que yo no sé que les pasaba a los siameses con los birmanos, pero en cuanto podían se daban de tortas. La mejor opción para el viaje es tomar un tren en la estación de Hua Lamphong, un edificio del estilo occidental que impuso Rama V y que podría estar en cualquier ciudad europea sin llamar la atención. Ya en el gran hall de entrada, un enorme retrato de Rama V para que no se nos olvide la monarquía durante el viaje. De entre las diversas posibilidades que ofrece el servicio tailandés de ferrocarriles, elegimos “tren de segunda clase con ventilador”, que se encuentra entre los de primera con aire acondicionado y los de tercera sin nada de nada (incluso sin asiento en muchas ocasiones). No se yo lo que será viajar en tercera, pero en segunda con ventilador te meten en unos vagones bastante desvencijados, amueblados con unos asientos de eskay reventados por todas las esquinas, ideales para recocerte bien durante el trayecto y, eso sí, un ventilador en el techo que va removiendo perezosamente el aire recalentado; pero como el viaje de Bangkok a Ayutthaya dura algo menos de dos horas, tampoco vamos a hacer un drama de ese asunto.



              Cuando un turista está en Madrid y le proponen visitar la antigua capital de España, le llevan a Toledo, que es una ciudad muy pintoresca y muy apañada, pero Ayutthaya, la pobre, está rota a más no poder. Se nota que los birmanos deben de haber sido de la piel de Judas, porque hicieron un destrozo de padre y muy señor mío. Pero justo es reconocer que los restos que dejaron son de una belleza incomparable. Templos, palacios, prangs, chedis… todo ello en ruinas y formando un conjunto verdaderamente impresionante. Las estatuas de Buda están por todas partes, entre ellas un enorme Buda tumbado de enormes dimensiones y bastante cabezón, si se me permite la irreverencia. El desproporcionado tamaño de la cabeza respecto del cuerpo me recordó a ese horroroso monumento al cardenal Herrera Oria que tenemos en Santander, que es como si hubiesen puesto la cabeza del gigante Eurimedonte sobre el cuerpo de Danny DeVito. Y todas las estatuas, o la inmensa mayoría, están vestidas con unas túnicas de seda amarilla muy aparentes, que para los budistas Buda sigue siendo Buda por muy a la intemperie que esté. Hay en Ayutthaya una cantidad inmensa de chedis (estupas) cada uno de los cuales, según me dijeron, contiene una reliquia de Buda. Se dice que hay repartidos por la cristiandad tantos fragmentos de Lignum Crucis, que si se juntaran darían para reconstruir la cruz de Cristo y sobraría para hacer el Arca de Noé. Pues si cada chedi de Ayutthaya contiene una reliquia de Buda, a aquel hombre le debieron pasar por la túrmix (o su equivalente de aquellos tiempos remotísimos) cuando alcanzó el Nirvana. Otra explicación no veo para tanta profusión de chedis.Gran parte del recinto de la llamada "Ayutthaya histórica" sigue siendo considerado sagrado, por lo que hay que tener en cuenta las normas de vestuario para no andar ofendiendo a la gente a lo tonto.


          La moderna Ayutthaya no tiene nada de particular, la verdad. Así que después de comer en un restaurante junto al río una serie de alimentos imposibles de identificar, pero riquísimos, nos volvimos a Bangkok. No muy lejos se encuentra el Palacio Real de Bang Pa-In, que se puede visitar, pero nosotros con el Gran Palacio de Bangkok y el Recinto Dusit ya habíamos tenido suficiente ración de esplendores regios.


          Todas estas idas y venidas fueron sazonadas con un incesante afán de comprar cosas, lo que fuese, que nos acompañó a lo largo de toda la estancia. Por lo que me han comentado a la vuelta, este descontrolado ataque de consumismo es muy habitual entre los turistas que viajan a Tailandia. Hay quien dice que es debido al clima, otros que a la alimentación; los partidarios de las teorías de la conspiración sostienen que a los turistas nos echan algo en la bebida que nos excita las hormonas del compramiento, pero las autoridades tailandesas niegan esto último de manera categórica. El asunto es que siempre vuelves al hotel cargado con cuatro o cinco bolsas llenas de cosas que no necesitas: camisetas, pantalones cortos, polos de las marcas más prestigiosas, chismes de bronce, chismes que cuando los compraste parecían de bronce, pero que resultaron ser de latón del malo, relojes Cartier que solo funcionan dos o tres meses… cosas así. Una de mis amigas compraba ropa de seda a una escala tan desmesurada que daba la sensación de que, influida por el ambiente budista, quisiese tener fondo de armario (de seda) para todas sus futuras reencarnaciones.

          Prácticamente en todas las calles hay puestos que venden algo y en los que es preceptivo regatear. Como los tailandeses consideran de pésima educación mostrar enfado en público (mucho menos cólera o simple irritación), pues todo es muy sonriente y muy divertido. Te la meten doblada, eso por supuesto, pero con mucha simpatía y exquisita cortesía asiática. En cualquier caso, los precios son tan absolutamente asequibles para un europeo que de todos modos sales ganando. Otra opción para las compras son los centros comerciales, abundantes y mastodónticos, con plantas y plantas llenas de tiendas. A la vuelta al hotel cargado con los cachivaches adquiridos durante la jornada, es conveniente esquivar a los turistas españoles, porque nunca falla que haya un “Aminomeladanloschinosestos”, de los que echan una mirada a tus compras para preguntar cuanto has pagado por ellas y, acto seguido, asegurar que ellos han comprado exactamente lo mismo, pero mucho más barato. En mi hotel no había muchos, la verdad, pero siempre es más prudente estar alerta. Lo que si había era montones y montones de esos norteamericanos coloradotes y expansivos, que les sueltas un “thank you” macarrónico si te ceden el paso en el ascensor y te largan una parrafada en tejano de la que apenas entiendes nada; y cuando les explicas que “I speak english so little”, te contestan que “you speak english very well”, y te largan otra.



          Una vez completada la parte cultural y comercial del día, solo quedaba descansar un ratito, darse una ducha, vestirse (la experiencia de la primera noche me había enseñado que en el trópico es mucho mas práctico vestir “casual”) y salir a cenar y a tomar copas. La oferta en Bangkok es abrumadora; hay de todo y por todos los sitios. En los puestos de comida callejera, de los que hay millares, ofrecen platos que van de lo mas apetitoso a lo francamente repelente (ya he hablado de los saltamontes, el durian y los escarabajos), todo a precios muy económicos. Llamadme escrupuloso, pero yo no he probado a comer esas delicias. Mucha gente lo hace y no tiene ningún problema, pero siempre hay quien te cuenta historias de intoxicaciones y disenterías (nunca propias, siempre padecidas por “un amigo mío”, eso sí) que resultan bastante desalentadoras. Mi espíritu de aventura, que es más bien escaso, no llega hasta el extremo de arriesgarme a pasar el día sentado en el inodoro, evacuando sin parar flora intestinal rodeada de los restos licuados de un pollo al wok callejero.


         Lo habitual, de hecho, era que comiésemos y cenásemos en restaurantes de comida occidental, para mi disgusto. El problema era que uno de mis amigos no tolera el sabor de las especias y, claro está, la comida tailandesa no se concibe sin ellas. Tengo que decir que ni así tuvimos gran éxito. Probamos en un pub de estilo inglés, en restaurantes italianos, en cafeterías… pero nada. Todo le sabía “a tailandés”. Si sobrevivió en Bangkok fue gracias a las toneladas de chocolate que compró en Zurich. Yo, por el contrario, disfrutaba muchísimo con la gastronomía local, que se parece un poco a la de la India, pero más ligera, y a la de China, pero más sabrosa. El marisco está especialmente rico. Recuerdo una especie de cangrejones en salsa que comí en “The Royal Dragon”, que me supieron a gloria. “The Royal Dragon” fue en aquellos tiempos de esplendor el restaurante mas grande del mundo. Es de estilo más chinesco que tailandés y los camareros van sirviendo las comandas patinando y vestidos de mandarines y mandarinas. Hay, o había, espectáculos en vivo de danzas thai y todo ese tipo de cosas que tanta gracia nos suelen hacer a los turistas. Pese a todo ese despliegue de turisticidades, la comida era excelente.


        Tras la cena, copas hasta que el cuerpo aguantase. Debo decir que el mío tenía una tendencia irrefrenable a aguantar más que el de los demás, porque siempre era yo el último en llegar al hotel. Allí me esperaba, además del portero, un conserje de guardia que estaba siempre medio dormido o dormido entero, y que contestaba invariablemente a mi “good nigth” con un ¿sarcástico? “good morning”. Todas las noches excepto una en la que yo, adelantándome sagazmente a su broma, le salude con un “good morning” respondido, era de prever, con un adormilado “good night”.También es cierto que los demás tenían la costumbre de contratar alguna excursión todas las mañanas, cosa a la que yo me negaba rotundamente, porque suponían unos madrugones de aquí te espero.Lo más seguro es que me haya perdido cosas interesantísimas, como el mercado flotante y algunas otras del mismo estilo, pero hice mas vida social que nadie. Para gustos...


viernes, 18 de agosto de 2017

VIAJE A TAILANDIA V

TEMPLOS

          La religión es algo omnipresente en Tailandia, por lo que Bangkok está lleno de templos grandes y pequeños. Visitar los templos, después de haber visitado los palacios reales, te lleva al convencimiento de que, dejando aparte el barroco churrigueresco, no hay estilo artístico en el que el término “horror vacui” sea tan singularmente apropiado como la arquitectura tradicional tailandesa. Al igual que los palacios, los templos están rodeados por muros que les aíslan del exterior y da la sensación de que, una vez delimitado el recinto, a los monjes les entran unas arrecogidas insensatas por rellenarlo todo de santuarios, prangs, estatuas, kioscos y pabellones.



          Uno de los templos más espectaculares es, según la opinión general y la mía particular, el Templo del Amanecer o Wat Arun. Naturalmente y siguiendo la inveterada costumbre del país, Wat Arun no se llama en realidad Wat Arun sino Wat Arunratchawararam Ratchaworamahavihara, lo que desde mi punto de vista justifica sobradamente la simplificación. Para visitar Wat Arun es necesario atravesar el río, que en época de lluvia baja hermoso y crecido como él solo. Ya decía un titular de “El Diario Montañés”, siempre tan rompedor,  que “Cuando llueve, los ríos crecen”. Si uno va con el viaje organizado, le llevan en unos barcos muy apañados, a cubierto de la lluvia y todo; los que no, tenemos que negociar el alquiler de una barca con su correspondiente barquero, un tuc-tuc acuático se podría decir. Atravesar el Chao Phraya cuando baja crecido en una de esas barcas, es como coger la lancha de “Los Diez Hermanos” para pasar la Bahía de Santander en día de viento Sur. Aquello es un sin vivir de saltos, cabriolas y salpicaduras aderezadas, en nuestro caso, por uno de esos aguaceros cataclísmicos que llegan sin avisar en época de Monzón.



          Llegados sanos y salvos al otro lado del río,lo que hice nada mas de desembarcar en el muelle de Wat Arun fue echar a correr enloquecidamente, huyendo como un cobarde de un nativo empeñado en que me hiciese una fotografía con una boa constrictor, viscosa,paliducha y repelente como ella sola, que llevaba colgada al hombro. Esa enajenación pánica transitoria tuvo un doble efecto beneficioso: me alejó de la culebra y me permitió sortear con gran agilidad a la cohorte de vendedores locales, que te rodean como una plaga de langosta en cuanto pones un pie en tierra.



          El templo es uno de los más antiguos de Bangkok y consiste esencialmente en un picurucho muy alto, guarnecido en sus esquinas por cuatro picuruchos más pequeños, todo ello construido en un estilo Khemer que recuerda vagamente al conjunto camboyano de Angkor Wat. Para quienes “picurucho” resulte una palabra excesivamente vaga y coloquial, diré que el término exacto que utilizan en Tailandia es “Prang”, una especie de pirámide de base redonda sobre un podio cuadrangular. Rodeando este conjunto picuruchal (o prángico) se encuentran diversas salas y dependencias con su inevitable ración de oros y relumbreríos genuinamente tailandeses. La vista del conjunto desde el río es verdaderamente inolvidable, especialmente por la noche con todos los prangs bañados por una luz dorada. Como curiosidad hay que decir que los picuruchos de Wat Arun están todos ellos cubiertos de pedazos, cachos sería más exacto, de porcelana china venidos como lastre en los barcos que hacían la ruta de Hong-Kong a Bangkok. Opino que este alarde de reciclaje avant-la-lettre (el templo fue construido en el S.XVIII) no se le tiene suficientemente reconocido al pueblo de Tailandia.


          Alquilar tu propia barca tiene la ventaja de que no tienes que volver corriendo al barco cuando el señorito o la señorita de la sombrilla en alto deciden que hay que salir pitando hacia el siguiente destino, que suele incluir alguna joyería o tienda de artesania. Nosotros, ya puestos a jugarnos la vida navegando, decidimos dar una vuelta por los khlongs de Thonburi antes de volver a cruzar el río. Thonburi fue por un breve periodo la capital de Tailandia, hasta que Chao Phraya Chakri Rama I (Phra Bat Somdet Phra Phutthayotfa Chulalok Maharat) la trasladó a Bangkok, al otro lado del río, y conserva gran parte de los canales (khlongs) que en su día recorrían la propia Bangkok. Vida tailandesa tradicional casi en estado puro. Merece la pena.


             Igual que la proverbial ardilla  podía recorrer la Península Ibérica saltando de árbol en árbol, puedes recorrer Bangkok saltando de templo en templo. Conviene hacer una selección previa si no se quiere regresar a España intoxicado de incienso y belleza exótica. Yo, además de los mencionados, visité un par de ellos y consideré completo mi cupo religioso-cultural. Mis amigas, más madrugadoras, tenían la costumbre de contratar excursiones mañaneras y, en consecuencia, visitaron algunos de los que no os puedo dar noticia.

          Wat Po sí lo vi y es famoso por su enorme Buda reclinado cubierto de pan de oro y por su escuela de masajes. No sé de donde habrá salido la reputación de relajante que tiene el masaje tailandés, pero estoy seguro que no ha sido de Wat Po. La escuela del templo ofrece al visitante la posibilidad de “disfrutar” de sus habilidades por un módico precio. Los pobres incautos que pican en el anzuelo se ven sometidos a lo que los aprendices llaman “estiramientos”, pero que en cualquier país civilizado se llamaría simple y llanamente intento de descuartizar. Cuando descansan de su insano afán de descoyuntarte los miembros, empiezan con un apretujar y apisonar los músculos con manos, codos, piernas y brazos, como si te tuviesen rabia. Y todo ello en una colchonetucha tirada en el suelo y a la vista de todo el mundo. No lo recomiendo. 



          Finalmente Wat Benchamabophit, todo él de mármol blanco italiano y también muy preciosísimo. Tiene un patio rodeado por una galería cubierta, en la que se pueden ver 52 estatuas de bronce representado a Buda en sus diferentes manifestaciones. Del mismo modo que la Virgen María es representada de manera diferente dependiendo de si es La Inmaculada, La Dolorosa, La de los Siete Puñales o La Virgen del Puerto, así Buda puede ser gordo, flaco, con la mano para arriba, andando, sin andar… Y toda esa diversidad iconográfica se puede ver en Wat Benchamabopit arrejuntada en un claustro.


           Así contado parece muy sencillito ir del río al Wat, y del Wat al Phra Thinang, y de un sitio a otro, pero desplazarse por Bangkok supone un gran número de riesgos, sinsabores y regateos. Después de visitar el Gran Palacio, por poner un ejemplo, no sé qué requiebros y que callejeamientos indebidos hicimos, que fuimos a parar a una explanada inclementemente expuesta al sol y muy escasa de tuc-tucs. De hecho solo había uno y muy decidido, por cierto, a sacar el mejor partido posible de nuestras tristes circunstancias. Hay que decir que aunque el regateo es imprescindible en Tailandia, porque si no regateas te consideran tonto, los precios que se discuten son siempre muy bajos para el turista. La cantidad que aquel hombre nos pedía por el desplazamiento era excesiva pero, estrictamente hablando, no era ni mucho menos caro y lo razonable hubiese sido pagarlo y largarnos de aquella meseta hirviente lo antes posible. Lo malo es que a la hora del regateo, en ocasiones aleatorias, me daban unos estúpidos arrobamientos ahorrativos (del tipo “a mí no me la das”) que a mis acompañantes les sacaban de quicio y que solían acabar casi siempre en desastres de algún tipo. En este caso concreto la conclusión de mis hábiles negociaciones fue que el tuc-tuc se largó y allí nos quedamos, al borde de la deshidratación y sin medios de transporte a la vista. Poco después cogíamos un taxi que nos cobró tres veces más por la carrera.


           Hay que contar además con el embotellamiento gigantesco y perenne que es el tráfico en Bangkok, los peligros de cruzar las calles, las motocicletas con dos, tres y hasta cuatro personas subidas en ellas, que se cuelan por todas partes con su conducción suicida…. La cosa tiene sus riesgos, a que engañarnos, aunque merece la pena.

viernes, 11 de agosto de 2017

VIAJE A TAILANDIA IV

COSAS DE LA REALEZA

Los tailandeses son hospitalarios, corteses, amables, respetuosos y muy partidarios del “vive y deja vivir”, pero hay una cuestión sobre la que no admiten bromas: la monarquía. La figura del rey Bhumibol Adulyadej Rama IX y de su esposa la reina Sirikit son  objeto de un respeto y una veneración total y absoluta. Hay en Tailandia una ley que castiga con 15 años de cárcel la difusión de cualquier información lesiva para la Casa Real, aunque sea cierta, y puede que eso influya un poco en el asunto, no lo se. Recuerdo un guía, Nong, que me hablaba con arrobo del aspecto juvenil de la reina quien representaba, según él, veinte o veinticinco años a pesar de su avanzada(casi provecta diría yo) . No digo  que Sirikit esté mal conservada; de hecho no creo que lo pueda decir nadie, porque es imposible adivinar cuál sería su aspecto sin las toneladas de maquillaje que le cementan la cara, que le cae una semilla y en cuatro días le nace un baobab, pero ya os digo yo que de veinticinco  (más bien treinta y cinco) en cada pata no baja, y se le nota. Ante ese amoroso y miope candor de nuestro guía, la actitud correcta es hacer como que te lo crees y disimular la risa en la medida de lo posible, porque si no les ofendes terriblemente.




Dice Amelie Nothomb  que la actitud correcta para acercarse al emperador de Japón es “con estupor y temblores”; para presentarse a Rama IX son necesarios dolores, ya que  lo preceptivo es llegar de rodillas a Su Real Presencia. Es dudoso que haya en la corte tailandesa alguien que no padezca de lesiones severas en el menisco. Su antepasado Chulalongkorn Rama V es virtualmente un dios para los tailandeses, debido a su abolición de la esclavitud y su defensa de la independencia del país en una época en la que Europa se había repartido, como colonias o protectorados, todos los reinos de alrededor. Su retrato se vende en forma de broche, sortija o camafeo por todas las esquinas de Bangkok. Por encima de la realeza está solo Buda y el budismo. Quizás por esa razón los palacios reales y los templos son como islas de maravillosa belleza en aquella acumulación de feo cemento que es Bangkok.




La visita al Gran Palacio es obligada y realmente merece la pena. Se trata de un recinto  enorme, rodeado por un muro blanco y repleto de todas las excentricidades arquitectónicas que se les han ido ocurriendo a los reyes de Tailandia de la dinastía Chakri quienes, por cierto, se llaman todos Rama del primero al último. Todos los edificios grandes y pequeños tiene unos nombres extravagantemente largos e imposibles de pronunciar sin equivocarte, tales como Phra Thinang Apon Phimok Prasat, Phra Thinang Dusit Maha Prasat, Hor Phra Sulalai Phiman y muchos otros del mismo pelo;  porque el recinto está verdaderamente trufado de palacios, palacetes, pabellones, oratorios, templos y residencias secundarias. Por todos los rincones el brillo del mármol pulido y del pan de oro. Quizás el edificio más extravagante sea el Chakri Maha Prasat, que es un palacio de estilo neobarroco europeo de impoluto mármol blanco, pero rematado con el colorín colorao del clásico tejado tailandés, con sus estatuas de Garuda y sus picuruchos forrados de oro. Aquello son las mil y una noches tailandesas todas juntas.




Como todo lo relacionado con la Real Casa y Familia está rodeado de una veneración casi fanática, para visitar el Gran Palacio se exige un código de vestimenta  más estricto que el del Vaticano, que ya es ser. “Ropa no admitida: Shorts, minifaldas, faldas cortas, pantalones ajustados, pantys, camisas y blusas transparentes, culottes, pantalones cortos, camisetas sin mangas, chalecos, sandalias sin talones o tobillos cubiertos, sudaderas, chándales y ropa deportiva en general.” Vamos, lo ideal para los cuarenta y dos o cuarenta y tres grados que tuvimos que sufrir el día de la visita.



Dentro del recinto se encuentra en templo budista más importante de Tailandia, el Wat Phra Keo  o Templo del Buda de Esmeralda. El templo es un recinto dentro del recinto y su entrada está custodiada por  dos gigantones de piedra, que se parecen a aquellos cabezudos con zancos de las romerías de antes, pero con cara de muy malísima hostia. Estaréis hartos de verlos en foto. La entrada en los templos budistas está permitida a todo el mundo, pero hay que seguir unas normas de vestimenta parecidas a las del Palacio Real excepto en el calzado, que no está permitido. A los templos budistas hay que entrar descalzo. Me llamareis paleto, pero yo siempre que tengo que descalzarme en uno de esos sitios, pienso que cuando vuelva a buscarlos me encontraré con que  los han robado. El caso es que hay que quitárselos y dejarlos a la entrada, en una estantería como las de los restaurantes. Los fieles suelen estar de rodillas, haciendo reverencias y sujetando entre las manos una flor de loto y una o varias varitas de incienso, pero el visitante puede estar de pie, de rodillas, o sentado en el suelo  de mármol tratando de encontrar una postura  cómoda, lo que no suele ocurrir. La única precaución que hay que tener es la de no poner la planta de los pies de cara a la imagen de Buda, porque eso se considera ofensivo.



Hay que decir que el Wat Phra Keo es un timo. Un timo espectacular y muy bien montado, pero un timo al fin y al cabo. Para empezar no se llama en realidad Phra Keo (“Wat” quiere decir templo) sino que su  verdadera denominación es  Phra Phuttha Maha Mani Ratana Patimakorn, que los tailandeses cuando se arrancan a poner nombres no se cortan un pelo. Pero bueno, eso se puede aceptar porque es como si a San José le llamamos Pepe, que es una cosa cariñosa y sin ánimo de ofender. Se comprende además que para la gente será un alivio poder decir “Phra Keo que estás en los cielos”, en lugar de tener que arrancarse con un   “Dios te salve Phra Phuttha Maha Mani Ratana Patimakorn”, que le tiene que dejar a uno sin aliento; y con lo aficionados que son los budistas a los mantras, que cuando rezan no paran de repetir lo mismo una y otra vez. En fin, que lo del nombre tiene un pase. Pero lo gordo del caso es que el Buda de Esmeralda no es de esmeralda y eso, no me lo negareis, ya es un timo que roza la estafa más escandalosa y descarada. Resulta que la escultura, de unos 50 cm de altura, está hecha de un tipo de jade llamado “jade imperial”, que cuando es muy puro recuerda mucho a la esmeralda y allá en aquellos remotos años en que lo encontraron, a la gente le pareció de esmeralda, o eso dicen. Pero no es de esmeralda. Habría que ver lo que opinaba el chino que me cambió los dólares sobre ese asunto, y cuantas veces pondría al trasluz la estatua aquella. Y es que me parece terriblemente arbitrario que en el mismo país te lleven al trullo 10 o 15 años por pasar un billete falso, mientras que al templo más prestigioso se le permita llamar “de esmeralda” a una escultura que es en realidad de jade. Precisamente ellos, que tan aficionados son a poner nombres interminables a todo, bien hubiesen podido llamarle “Templo del Buda que cuando le encontraron parecía de esmeralda, pero que resultó ser de jade”, con unos cuantos “Phra”, “wat” y “Maha” salteados, evitando así  hacer víctima a la gente de ese escandaloso fraude.



Por lo demás, aquel templo es una cosa portentosa de pinturas al fresco, mármoles preciosos, maderas  y, como diría Howard Carter, cosas maravillosas y el brillo del oro por todas partes. El altar del Buda es de un lujo casi indescriptible. Es como si se hubiesen apilado uno encima de otro  tres o cuatro pasos de Semana Santa sevillanos, pero de oro. Empingorotado en la cúspide y bajo un palio dorado se encuentra “El  Buda que cuando le encontraron parecía de esmeralda, pero que resultó ser de jade”, vestido con un traje de oro. Lo mismo que la Virgen del Pilar tiene varios mantos, el Buda tiene varios trajes. Concretamente tiene tres, uno para cada estación del año tailandés (verano, invierno y lluvias) y es el propio rey quien cambia de traje al Buda cuando corresponde, para que se vea que a pesar de la pompa y los arrodillamientos también tiene sus rasgos de llaneza y sencillez.

Dentro del recinto del templo se encuentran el Panteón Real (Prasat Phra Thep Bidorn) y otro edificio que nuestro guía, haciendo un alarde algo exagerado de su dominio del español, llamó “la libraré”.  Resulta que, falto de conocimientos pero sobrado de recursos, el guía había tomado el término inglés “library, lo había castellanizado a ese “la libraré” que nos había dejado estupefactos y se había quedado tan campante. En fin, que la “libraré” resulto ser la biblioteca, o Phra Mondop. Tras haber contemplado tantísimas magnificencias en general, la particular de la biblioteca no llama demasiado la atención. Si es llamativo su pequeño tamaño y dice poco a favor de la afición de los reyes tailandeses por la lectura.

La visita sigue con más pabellones, palacios, palacetes, salas del trono y quioscos de malaquita. Tan profusamente construido está el recinto, tan repleto de prodigios arquitectónicos y decorativos, que se dice que al rey Rama V llegó a producirle una especie de claustrofobia. Como era un monarca muy emprendedor para sus cosas, solucionó el asunto comprando una finquita de seis hectáreas y ordenó levantar en ella una residencia privada más íntima y oreada.



 El resultado de esa iniciativa fue Phra Thinang  Vimanmek, un palacio de estilo colonial  victoriano, íntegramente construido en madera de teka dorada, con 80 habitaciones de nada, para que Chulalongkorn  Rama V tuviese al mismo tiempo intimidad y desahogo. Pero claro, una cosa es que el rey viviese más sencillamente y otra muy distinta que no tuviese a mano un triste salón del trono en el que recibir con la  pompa y circunstancia mayestáticas que son  de rigor para un monarca tan augustísimo. Phra Thinang Abhishek Dusit vino a resolver el problema. El edificio, francamente, no es muy impresionante; de hecho tiene más aspecto de estación de ferrocarril de un balneario antiguo que de Salón de Reinos. Pienso yo que alguna visita le haría a Don Rama V algún comentario malicioso sobre el achaparramiento y falta de dignidad del edificio y el monarca, que debía ser muy suyo, mando construir el despampanante Phra Thinang Ananta Samakhom para sustituirlo. Aquello es una enormidad de mármol blanco, de un estilo que podría definirse como híbrido entre la Catedral de San Pablo de Londres, el Casino de Montecarlo y la estación de Valladolid. Toda esa mole contiene una única sala, grande como una basílica, que los reyes utilizan dos o tres veces al año, en las ceremonias de mucho vestir. Cerca de allí, rodeado por un foso lleno de agua y vedado a las visitas públicas, está el Palacio de Chitralada, residencia del actual monarca.




Aparte del Gran Palacio y el Recinto Dusit hay muchos más palacios: de invierno, de verano, de entretiempo, de ir a veces sí y  a veces no…  Demasiados para visitarlos todos.




               

                

sábado, 5 de agosto de 2017

VIAJE A TAILANDIA III

AVENTURAS NOCTURNAS

La verdadera vida de Bangkok eclosiona al ponerse el sol, cuando el calor empieza a ser un poquitín menos despachurrante. A esa hora abren  los numerosos mercados nocturnos, llenos de puestos en los que encontrar todos los productos de imitación imaginables. Una “milla de oro” para todos los públicos y bolsillos,  llena hasta los topes de Versaces, Louis Vuittones, Chaneles, Armanis y demás prestigiosas marcas. Hay, además, bronces, cerámicas y artículos de artesanía (casi siempre industriales). Una ley tailandesa prohíbe la exportación de cualquier representación de Buda, pero la verdad es que yo compré un par de ellas y pude salir del país sin contratiempo alguno; de todos modos es mejor tenerlo en cuenta para no tener problemas con los simpáticos aduaneros del país.




 Nosotros, finalizado nuestro agradable paseo en tuc-tuc ya descrito, nos dispusimos a disfrutar del ambiente local y a cenar. En Tailandia, como en otros muchos países asiáticos, no hay horas establecidas para la comida. La gente come simple y llanamente cuando tiene hambre, por lo que en medio de esa bacanal desenfrenada de consumismo puro y duro proliferan los puestos de comida. El tailandés lleva  a rajatabla eso de que el ser humano es omnivoro y, en consecuencia,  come todo lo que se mueve. Especialmente populares son los saltamontes fritos, que se venden en unos cucuruchos de papel, como los churros, y que se van comiendo por la calle  como si fuesen pipas; y la verdad es que la pinta no es nada repulsiva, aunque no tan poco como para decidirme a probarlos.Me ha sido dado a ver en algunos restaurantes a camareros portando unas bandejas enormes, llenas de escarabajos verdes de tamaño king-size y muy poco apetitosos a decir verdad. Es también muy apreciado el durian, un fruto de aspecto muy suculento pero con un olor singularmente repugnante. Tan repugnante y tan intenso es el aroma, que está prohibido servirlo en las líneas aéreas. Pasar sin mascarilla antigás por delante de un puesto de durian frito  es una experiencia inolvidable y absolutamente  poco recomendable. Huele ni más ni menos que a alcantarilla frita. Pero lo cierto y verdad es que, salvo esas excepciones y alguna otra que no recuerdo, la comida en Tailandia es buena, bonita y barata.




          Después de recorrer un par de veces el populosísimo mercado de Patpong  y sufrir el primer ataque de compras compulsivas, nos decidimos por cenar en un restaurante tailandés tradicional. Nada más entrar en un restaurante tailandés tradicional, tienes que descalzarte y dejar tu calzado en una especie de estantería abarrotada por los zapatos usados del resto de los  clientes, lo que no es precisamente la imagen más apropiada para estimular los jugos gástricos. Luego  pasas al salón y allí ya es todo muy refinado y muy de maderas de oriente, sedas exóticas y reverencias. Por desgracia, no hay sillas. Hay que arrodillarse sobre un cojín junto a una mesa baja,  que esa es la manera tradicional. Sin duda  el efecto estético es precioso, pero yo lo veo mejor para una foto que para lo que se dice una cena en si. Lo mas habitual para un europeo tradicionalmente acostumbrado a las sillas es que  los cinco minutos no sepa que hacer con las piernas, salvo amputárselas. Yo intenté hacerme el listo arrejuntando varios cojines para reclinarme de espaldas, en plan banquete romano, con el resultado de que los cojines de seda se desperdigaron en todas direcciones, mientras yo daba con mi cabeza  en el pulidísimo suelo de teca. Rojo como un tomate e intentando ignorar con la mayor dignidad posible el jolgorio generalizado, volví a arrodillarme como Buda manda, resignado a seguir cenando de rodillas y asumiendo el riesgo de pasarme con las piernas agarrotadas  el resto del viaje.



De la comida en sí, aparte de que estaba muy rica,  no tengo mucho más que decir, porque la gran mayoría de las veces no tenía ni idea de lo que estaba comiendo. Nos sirvieron una sopa con algo que parecían ojos y una especie de palos que parecían carne, y una sucesión de manjares más, todos tan adornados y desmenuzados que lo mismo podían ser carne, que pescado, que una mezcla de todo ello con verduras. Pudiera ser que hubiese escarabajos verdes y saltamontes, pero no me di cuenta. En lugar de pan te sirven arroz blanco, con un cuenco minúsculo de porcelana lleno de una salsa transparente y ligeramente verdusca para aderezarlo. Advierto de que una sola gota de ese líquido serviría para aliñar veinte litros de salsa brava, y saldría picante. Aquella salsa, junto con otra de chiles rojos que probé en Mexico, me dejó el paladar en estado comatoso de por vida. Los cuchillos no se usan y es de pésima educación llevarse el tenedor a la boca: hay que llenar la cuchara ayudándose con el tenedor, que puestos a ser extravagantes en la mesa, a los tailandeses pocos les ganan.

Todos los buenos bares y restaurantes tienen en el baño su correspondiente montón de toallitas de felpa húmeda y fría, que se agradecen mucho en aquel clima de calor tan empecinado. Lo malo es que llevan la famosa cortesía tailandesa a unos extremos que resultan bastante perturbadores para la mente occidental. El asunto es que mientras estás meando tan ricamente parte de los litros y litros de Shinga que te has pimplado, en los sitios buenos viene un encargado a ponerte en la nuca la toallita fría de marras. Que no digo yo que no se agradezca el frescor, pero desde luego la primera vez se te corta la meada. Luego ya te vas acostumbrando.



Como fin de fiesta determinamos acudir a uno de esos espectáculos de travestis y transformistas que tan populares son en toda Tailandia, y que en Patpong abundan como setas. Dentro del local que nos habían recomendado nos encontramos con la mayor concentración de gays que he visto en mi vida, que es mucho decir, y fuera, en una pequeña placa de bronce, un incongruente “GAY PEOPLE ARE NOT WELCOME” que todavía sigo sin explicarme. Tengo que decir que la reputación de calidad de esos espectáculos está bien merecida. Te sale al escenario una mujer preciosa, toda sofisticación y joyas falsas y despues del correspondiente proceso de transformaciones, te queda un estibador del puerto, de los de antes. Finalmente, ahítos de calor, comida exótica y travestismo volvimos al hotel, lo que no fue tarea fácil.


Resulta que los tuc-tucs que pululan por Patpong a esas horas de la madrugada, al menos todos los que nosotros encontramos, pedían una cantidad de dinero absurdamente alta por llevarnos. La costumbres es regatear, naturalmente, pero aquellos malvados tuctuceros no entraban al regateo. Su contraoferta era venderte droga y, si comprabas, entonces sí, te ajustaban el precio, pero si no comprabas pasaban de tí con despotismo oriental. Como comprar droga ni lo pedía la apetencia, ni lo recomendaba la prudencia en un país que condena a muerte a los traficantes y a carcel casi eterna a los compradores, optamos por un taxi. En los taxis puedes viajar ajustando el precio con el taxista o “a taxímetro”, y en una ciudad de caos circulatorio tan pertinaz con es Bangkok, uno nunca sabe como acertar. Aquella noche regateamos y ajustamos; si pudimos hacerlos fue  gracias a que el taxista, que solo hablaba tailandés, llevaba una calculadora para esos menesteres. La dirección se la dimos mediante una tarjeta escrita en inglés y tailandés que nos había proporcionado el hotel precisamente para utilizarla en esas ocasiones.


Cuando llevábamos veinte minutos circulando, para un trayecto que tendría que llevar como mucho diez, empezamos a hacer cábalas y suposiciones o, dicho de otra manera, a mosquearnos como monos. No podía ser que aquel buen señor (en el caso cada vez más dudoso para nosotros de que fuese verdaderamente un buen señor) quisiese alargar el trayecto para cobrar más, puesto que el precio estaba ajustado. Si estuviese haciendo eso sería tonto y no nos dio esa sensación en absoluto cuando regateábamos con él. La hipótesis de la violación quedaba también descartada por el hecho de que nosotros éramos tres y él uno, y uno por cierto bastante  escuchimizado y vejestorio. Podría darse el caso de que fuese un vejestorio escuchimizado extraordinariamente arrojado y lo bastante seguro de sí mismo como para intentarlo, pero, insisto, no parecía probable. Otra opción era que tuviese compinches agazapados en algún callejón oscuro y que el motivo de aquella tardanza en llegar a nuestro destino tuviese la finalidad de secuestrarnos para la trata de blancas y de blancos, siendo nuestro destino en ese caso pudrirnos en algún siniestro burdel de Kuala-Lumpur  o en un harén de Oriente Medio. Esta última hipótesis la descartamos porque, las cosas como son,  supondría un cierto engreimiento por nuestra parte considerarnos mercancía tan apetecible. Como suele suceder, la explicación era mucho más simple: ocurría que el taxista, por mucha tarjeta que le hubiésemos enseñado, no tenía ni la más ligera idea de donde estaba nuestro hotel.


Estar perdido a la cuatro de la mañana en medio de una ciudad tan laberíntica como aquella y acompañados, para mayor desgracia, de un nativo con el que  no podíamos entendernos, no era la situación más tranquilizadora posible. Empezamos a pensar que tendríamos que pasar los casi treinta días que nos quedaban hasta el vuelo de regreso metidos en aquel taxi, dando vueltas y revueltas por las calles de Bangkok,  previsiblemente sin poder ducharnos ni cambiarnos de ropa, con aquel calor. Y eso en el caso de que el hombre aquel conociese el camino del aeropuerto, asunto sobre el que, dadas las circunstancias, tampoco podíamos tener la menor seguridad. En esas estábamos cuando nos dimos de bruces con una calle cortada al tráfico por obras, obras vigiladas, no sabría decir la razón, por un grupo de cuatro o cinco policías. A ellos se dirigió el taxista, con la famosa tarjetita en la mano, en busca de amparo e información. Aquellos policías, haciendo gala de esa cortesía que ya habíamos tenido oportunidad de conocer al bajar del avión, se abalanzaron sobre nosotros a identificarnos, y preguntarnos y repreguntarnos y volvernos a identificar, siguiendo las simpáticas costumbres de las fuerzas de seguridad locales. Y así estuvieron cinco o diez minutos, hasta que se convencieron de que éramos turistas y nada más que turistas, cosa que por otra parte  hacía evidente nuestro avanzado grado de intoxicación etílica. Cuando consideraron que ya nos había fastidiado bastante, consintieron en informar a nuestro vejestorio escuchimizado  y, apenas cinco minutos después, llegábamos a nuestro hotel.

Para ser la primera noche, no estuvo mal.


                

martes, 1 de agosto de 2017

VIAJE A TAILANDIA II

LLEGADA A BANGKOK

Tailandia es llamada por sus habitantes “El País de la Sonrisa”. Hay que decir que sus cuerpos de seguridad no tienen ni la más remota idea sobre ese asunto, porque cuando desembarqué en el aeropuerto de Suvarnabhumi, lo primero que me encontré fue una bofetada de calor húmedo y una serie de oficiales y agentes de aduanas que nos arreaban como a ganado y nos pedían documentaciones y explicaciones con una expresión francamente avinagrada, de esas que te ponen cuando llegas a deshora de visita. Reconozco que no me afectó mucho el asunto, porque mi idea obsesiva en esos momentos era en salir a la calle a fumar, pero el hecho cierto es que todos esos militares y policías no sonríen ni por descuido. Una vez fuera y tras haber fumado compulsivamente  tres o cuatro cigarrillos  empecé a pensar que era hora de  llegar al hotel y quitarme mi ropa de octubre en Cantabria, que resultaba extraordinariamente poco apropiada, y ridícula por añadidura,  para aquellos cuarenta grados de temperatura y aquel 98% de humedad.



La llegada a Bangkok resulta muy decepcionante. Lleva uno la cabeza llena de lujos asiáticos y maravillas orientales y se encuentra con un espanto de hormigones, carteles publicitarios, edificios destartalados y el tráfico más caótico y contaminante del planeta. No sé yo quien tendrá en Tailandia el monopolio de la fabricación del hormigón, pero debe ser un pez muy gordo, porque lo utilizan con una desmesura absolutamente insensata. Nunca he visto pasos elevados como aquellos, con unos pilares pensados (¿?) como para sostener el mundo y que sobrase sitio. Aquello es como esperar llegar al centro de Florencia y aparecer en el extrarradio de Baracaldo, con perdón.


Nuestro hotel era uno de esos que los folletos de viaje promocionan con un ambiguo y poco comprometedor “Categoría superior”, con profusión de fotos de amplios y lujosos salones, terrazas y vistas panorámicas. La realidad suele ser que esos esplendores tuvieron su apogeo diez años atrás, y que, sin estar ni mucho menos mal, lucen ahora un aire decadente y  están justo a puntito de destartalarse. Aparte de eso, las únicas cosas destacables eran la ingente cantidad de personal por metro cuadrado y la excelente situación, cerca de la zona de Patpong. Las maravillosas vistas de mi habitación, amplia e impecable por otra parte, eran las de un patio de luces tan atiborrado de conductos de aire y otros extraños elementos que casi no entraba la luz del día.


                Una vez duchado, fumado y convenientemente aligerado de ropa (y a la espera de que mis amigas terminasen de instalarse), me lance a explorar los alrededores. Una de las cosas que tenía que hacer era conseguir moneda tailandesa, bahts, para ir tirando los dos primeros días. La mala fortuna me llevó hasta la oficina de un cambista Chino. Los tailandeses se ríen mucho de los chinos; se podría decir que China es el Lepe  de Tailandia, pero  eso es porque los chinos son los dueños del cotarro financiero del país,  y siempre da mucha rabia que lleguen unos extranjeros a comerse la tostada así, sin más ni más. Total que allí llegué tan campante con mis flamantes billetes de cien dólares, los deslicé a través de la ranura de la ventanilla y me dispuse a recibir los bahts correspondientes. El chino cogió los billetes y los contó (eran seis o siete, no recuerdo bien); a continuación los pasó por una de esa máquinas de detectar billetes falsos; los volvió a contar, los miró uno por uno a contraluz, los volvió a contar y los volvió a pasar por la máquina. Repitió toda la operación. Él, cómodamente refrigerado dentro de su garito blindado; yo, a peno sol y a cuarenta grados. Cuando el chino, por tercera vez, empezó a mirar a contraluz los billetes, se me vino a la cabeza la historia de un arquitecto español, a quien su banco entregó por error (eso dijeron, que con los bancos uno nunca sabe) un billete falso de cien dólares. El pobre hombre, cuando intentó cambiarlo, fue detenido y llevaba ya cinco años de cárcel en Tailandia. El recuerdo de ese asunto consiguió que mi sudor caliente se transformase en frío, pero ese curiosos fenómeno, en lugar de refrigerarme (lo que hubiese sido de agradecer en mis circunstancias), provocó que empezasen a pasar por mi cabeza tremebundas y sobrecogedoras imágenes de cárceles tailandesas sin vistas panorámicas, ni salones, ni nada, y en las que probablemente  estuviese prohibido fumar. Mientras tanto aquel taimado chino contaba y recontaba, miraba y remiraba. Llegó un momento en el que dudé de si quería comprobar la autenticidad de los billetes, provocarme un ataque de nervios o matar el tiempo a costa de mi sufrimiento. Por las películas de Fu-Manchú ya se sabe que los chinos son astutos y crueles y daba toda la sensación de que me había tocado precisamente el arquetipo. Ya no sé cuantos recuentos y contraluces hizo el chino, pero juro que de seis no bajaron. Solo sé que mi gran preocupación, mi único pensamiento a esas alturas,  era mi total incapacidad para decir en tailandés el “Señor Juez, yo que sabía” que pensaba utilizar como sutil artimaña legal para mi defensa. Pero de pronto se acabó la pesadilla; sin saber ni cómo ni por qué, aquel repelente ser dio por terminados sus inquietantes malabarismos, me dio mi fajo de bahts y en eso quedó la cosa.





Es sabido que los estados de pánico terrorífico le dejan a uno completamente baldado, mucho más a cuarenta grados, por lo que no me quedó más remedio que derrumbarme en el primer garito que encontré a mano y tomar un reconstituyente en forma de botellón de Shinga, la fabulosa cerveza tailandesa de la que llegué a beber barriles y barriles a lo largo del viaje. Ya puesto me tomé dos, que el terror había sido mucho. La costumbre en Tailandia es servir la botella encasquetada en un cilindro de poliuretano, para tratar de que dure fría al menos dos minutos o tres. Esto obliga, vaya por Dios, a tener que tomarlas casi de trago.

Ya recompuesto volví al hotel, ha hacer planes para la noche. Lo mejor que se puede hacer la primera noche en Bangkok es ir a la zona de Patpong. Allí está el mercado nocturno, que es el más animado porque la temperatura es ligeramente más soportable. Todo está lleno de puestos de comida, ropa, zapatos, imitaciones de todas las marcas y demás parafernalia local. Allí lo mismo te encuentras un banco, que un prostíbulo, que una heladería, todo arrejuntado. Hay dos calles grandes, Patpong 1 y Patpong 2, conectadas entre ellas por una serie de callejones que en Tailandia llaman “Soi”: Soi 1, 2, 3… los que haya. Si quieres quedar con alguien por allí pues dices “En Patpong 1, Soi 3”, o “Patpong 2, Soi 5”, que parece que estás haciendo la quiniela de la liga tailandesa, pero no.


Siempre he sido de la opinión de que el cine ha sido muy perjudicial en mi vida y esa primera noche en Bangkok pude comprobarlo, una vez más. A la hora de vestirme para salir se me vinieron a las meninges esas películas de ingleses en países exóticos, siempre tan arreglados y tan impolutos ellos. Y esas imaginaciones se tradujeron en que me vestí de lino blanco de arriba abajo y me engominé el pelo a lo Rodolfo Valentino. Vamos, que iba hecho un primor.



Para moverse por Bangkok hay dos opciones principales: taxi o tuc-tuc. Los tuc-tuc son unos motocarros de tres ruedas, con un asiento detrás en el que caben cómodamente dos personas, tres algo apretujadas, y que tienen la ventaja de ser más baratos y más pintorescos. La desventaja es que van cubiertos solo por el techo, lo que es algo molesto en una ciudad con tanto tráfico y tanta contaminación. El caso es que nosotros tres decidimos apretujarnos en un  tuc-tuc . Apenas llevábamos dos minutos en marcha cuando empezó a llover. En Tailandia llover es lo que se dice llover, es un apocalipsis hídrico que se abalanza sobre la tierra como si quisiese vengarse de ella. Dura cinco minutos y lo inunda todo, pero cinco minutos después  ya está todo seco hasta la siguiente avalancha. La cosa es que aquel violento chaparrón  me empapó completamente todo el lado izquierdo, al  tiempo que mi níveo look iba quedando generosamente adornado de las salpicaduras pardas, marrones y negras con las que le ametrallaron todos los vehículos que pasaban por nuestro lado. No contenta la providencia con enviarme esa dolorosa e injusta prueba, empecé a notar en la cabeza una sucesión de extraños fenómenos. Mi gomina, esa fiel gomina que nunca me había fallado, empezaba a reblandecerse de manera decididamente alarmante a consecuencia de la irrazonable humedad relativa media. Pelo a pelo al principio, mechón tras mechón un poco después, mis cabellos empezaron a declararse en franca rebeldía, liberándose en todas direcciones de la forma más indecorosa.  El resultado final de aquel proceso sería dificil de describir y, afortunadamente, no hay fotos de ello. Lo que si puedo decir es que cuando llegamos a Patpong 1, Soi nosecuantos, mi aspecto recordaba a un dandy  inglés mas o menos lo mismo que Marty Feldman a Brad Pitt.

A partir de ahí todo mejoró y fue maravilloso, pero eso habrá que dejarlo para otro capítulo.