lunes, 21 de agosto de 2017

VIAJE A TAILANDIA VI

         
AYUTTHAYA

Si viajáis a Tailandia tod el mundo te rcomienda dedicar un día a visitar la ciudad de Ayutthaya, a unos ochenta kilómetros al norte de Bangkok. Ayutthaya fue la capital del país hasta que  la conquistaron los birmanos en 1767, que yo no sé que les pasaba a los siameses con los birmanos, pero en cuanto podían se daban de tortas. La mejor opción para el viaje es tomar un tren en la estación de Hua Lamphong, un edificio del estilo occidental que impuso Rama V y que podría estar en cualquier ciudad europea sin llamar la atención. Ya en el gran hall de entrada, un enorme retrato de Rama V para que no se nos olvide la monarquía durante el viaje. De entre las diversas posibilidades que ofrece el servicio tailandés de ferrocarriles, elegimos “tren de segunda clase con ventilador”, que se encuentra entre los de primera con aire acondicionado y los de tercera sin nada de nada (incluso sin asiento en muchas ocasiones). No se yo lo que será viajar en tercera, pero en segunda con ventilador te meten en unos vagones bastante desvencijados, amueblados con unos asientos de eskay reventados por todas las esquinas, ideales para recocerte bien durante el trayecto y, eso sí, un ventilador en el techo que va removiendo perezosamente el aire recalentado; pero como el viaje de Bangkok a Ayutthaya dura algo menos de dos horas, tampoco vamos a hacer un drama de ese asunto.



              Cuando un turista está en Madrid y le proponen visitar la antigua capital de España, le llevan a Toledo, que es una ciudad muy pintoresca y muy apañada, pero Ayutthaya, la pobre, está rota a más no poder. Se nota que los birmanos deben de haber sido de la piel de Judas, porque hicieron un destrozo de padre y muy señor mío. Pero justo es reconocer que los restos que dejaron son de una belleza incomparable. Templos, palacios, prangs, chedis… todo ello en ruinas y formando un conjunto verdaderamente impresionante. Las estatuas de Buda están por todas partes, entre ellas un enorme Buda tumbado de enormes dimensiones y bastante cabezón, si se me permite la irreverencia. El desproporcionado tamaño de la cabeza respecto del cuerpo me recordó a ese horroroso monumento al cardenal Herrera Oria que tenemos en Santander, que es como si hubiesen puesto la cabeza del gigante Eurimedonte sobre el cuerpo de Danny DeVito. Y todas las estatuas, o la inmensa mayoría, están vestidas con unas túnicas de seda amarilla muy aparentes, que para los budistas Buda sigue siendo Buda por muy a la intemperie que esté. Hay en Ayutthaya una cantidad inmensa de chedis (estupas) cada uno de los cuales, según me dijeron, contiene una reliquia de Buda. Se dice que hay repartidos por la cristiandad tantos fragmentos de Lignum Crucis, que si se juntaran darían para reconstruir la cruz de Cristo y sobraría para hacer el Arca de Noé. Pues si cada chedi de Ayutthaya contiene una reliquia de Buda, a aquel hombre le debieron pasar por la túrmix (o su equivalente de aquellos tiempos remotísimos) cuando alcanzó el Nirvana. Otra explicación no veo para tanta profusión de chedis.Gran parte del recinto de la llamada "Ayutthaya histórica" sigue siendo considerado sagrado, por lo que hay que tener en cuenta las normas de vestuario para no andar ofendiendo a la gente a lo tonto.


          La moderna Ayutthaya no tiene nada de particular, la verdad. Así que después de comer en un restaurante junto al río una serie de alimentos imposibles de identificar, pero riquísimos, nos volvimos a Bangkok. No muy lejos se encuentra el Palacio Real de Bang Pa-In, que se puede visitar, pero nosotros con el Gran Palacio de Bangkok y el Recinto Dusit ya habíamos tenido suficiente ración de esplendores regios.


          Todas estas idas y venidas fueron sazonadas con un incesante afán de comprar cosas, lo que fuese, que nos acompañó a lo largo de toda la estancia. Por lo que me han comentado a la vuelta, este descontrolado ataque de consumismo es muy habitual entre los turistas que viajan a Tailandia. Hay quien dice que es debido al clima, otros que a la alimentación; los partidarios de las teorías de la conspiración sostienen que a los turistas nos echan algo en la bebida que nos excita las hormonas del compramiento, pero las autoridades tailandesas niegan esto último de manera categórica. El asunto es que siempre vuelves al hotel cargado con cuatro o cinco bolsas llenas de cosas que no necesitas: camisetas, pantalones cortos, polos de las marcas más prestigiosas, chismes de bronce, chismes que cuando los compraste parecían de bronce, pero que resultaron ser de latón del malo, relojes Cartier que solo funcionan dos o tres meses… cosas así. Una de mis amigas compraba ropa de seda a una escala tan desmesurada que daba la sensación de que, influida por el ambiente budista, quisiese tener fondo de armario (de seda) para todas sus futuras reencarnaciones.

          Prácticamente en todas las calles hay puestos que venden algo y en los que es preceptivo regatear. Como los tailandeses consideran de pésima educación mostrar enfado en público (mucho menos cólera o simple irritación), pues todo es muy sonriente y muy divertido. Te la meten doblada, eso por supuesto, pero con mucha simpatía y exquisita cortesía asiática. En cualquier caso, los precios son tan absolutamente asequibles para un europeo que de todos modos sales ganando. Otra opción para las compras son los centros comerciales, abundantes y mastodónticos, con plantas y plantas llenas de tiendas. A la vuelta al hotel cargado con los cachivaches adquiridos durante la jornada, es conveniente esquivar a los turistas españoles, porque nunca falla que haya un “Aminomeladanloschinosestos”, de los que echan una mirada a tus compras para preguntar cuanto has pagado por ellas y, acto seguido, asegurar que ellos han comprado exactamente lo mismo, pero mucho más barato. En mi hotel no había muchos, la verdad, pero siempre es más prudente estar alerta. Lo que si había era montones y montones de esos norteamericanos coloradotes y expansivos, que les sueltas un “thank you” macarrónico si te ceden el paso en el ascensor y te largan una parrafada en tejano de la que apenas entiendes nada; y cuando les explicas que “I speak english so little”, te contestan que “you speak english very well”, y te largan otra.



          Una vez completada la parte cultural y comercial del día, solo quedaba descansar un ratito, darse una ducha, vestirse (la experiencia de la primera noche me había enseñado que en el trópico es mucho mas práctico vestir “casual”) y salir a cenar y a tomar copas. La oferta en Bangkok es abrumadora; hay de todo y por todos los sitios. En los puestos de comida callejera, de los que hay millares, ofrecen platos que van de lo mas apetitoso a lo francamente repelente (ya he hablado de los saltamontes, el durian y los escarabajos), todo a precios muy económicos. Llamadme escrupuloso, pero yo no he probado a comer esas delicias. Mucha gente lo hace y no tiene ningún problema, pero siempre hay quien te cuenta historias de intoxicaciones y disenterías (nunca propias, siempre padecidas por “un amigo mío”, eso sí) que resultan bastante desalentadoras. Mi espíritu de aventura, que es más bien escaso, no llega hasta el extremo de arriesgarme a pasar el día sentado en el inodoro, evacuando sin parar flora intestinal rodeada de los restos licuados de un pollo al wok callejero.


         Lo habitual, de hecho, era que comiésemos y cenásemos en restaurantes de comida occidental, para mi disgusto. El problema era que uno de mis amigos no tolera el sabor de las especias y, claro está, la comida tailandesa no se concibe sin ellas. Tengo que decir que ni así tuvimos gran éxito. Probamos en un pub de estilo inglés, en restaurantes italianos, en cafeterías… pero nada. Todo le sabía “a tailandés”. Si sobrevivió en Bangkok fue gracias a las toneladas de chocolate que compró en Zurich. Yo, por el contrario, disfrutaba muchísimo con la gastronomía local, que se parece un poco a la de la India, pero más ligera, y a la de China, pero más sabrosa. El marisco está especialmente rico. Recuerdo una especie de cangrejones en salsa que comí en “The Royal Dragon”, que me supieron a gloria. “The Royal Dragon” fue en aquellos tiempos de esplendor el restaurante mas grande del mundo. Es de estilo más chinesco que tailandés y los camareros van sirviendo las comandas patinando y vestidos de mandarines y mandarinas. Hay, o había, espectáculos en vivo de danzas thai y todo ese tipo de cosas que tanta gracia nos suelen hacer a los turistas. Pese a todo ese despliegue de turisticidades, la comida era excelente.


        Tras la cena, copas hasta que el cuerpo aguantase. Debo decir que el mío tenía una tendencia irrefrenable a aguantar más que el de los demás, porque siempre era yo el último en llegar al hotel. Allí me esperaba, además del portero, un conserje de guardia que estaba siempre medio dormido o dormido entero, y que contestaba invariablemente a mi “good nigth” con un ¿sarcástico? “good morning”. Todas las noches excepto una en la que yo, adelantándome sagazmente a su broma, le salude con un “good morning” respondido, era de prever, con un adormilado “good night”.También es cierto que los demás tenían la costumbre de contratar alguna excursión todas las mañanas, cosa a la que yo me negaba rotundamente, porque suponían unos madrugones de aquí te espero.Lo más seguro es que me haya perdido cosas interesantísimas, como el mercado flotante y algunas otras del mismo estilo, pero hice mas vida social que nadie. Para gustos...


1 comentario:

  1. Otra gozada de "viaje" Entre lo bien que lo explicas y mi desbordada imaginación que hace el resto (salvo las comidas, que "puaf") disfruto y lo vivo como si estuviera allí, de cuerpo presente. Gracias por tus relatos. Ah, lo de "la piel de Judas" me trajo unos recuerdos...

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