martes, 1 de agosto de 2017

VIAJE A TAILANDIA II

LLEGADA A BANGKOK

Tailandia es llamada por sus habitantes “El País de la Sonrisa”. Hay que decir que sus cuerpos de seguridad no tienen ni la más remota idea sobre ese asunto, porque cuando desembarqué en el aeropuerto de Suvarnabhumi, lo primero que me encontré fue una bofetada de calor húmedo y una serie de oficiales y agentes de aduanas que nos arreaban como a ganado y nos pedían documentaciones y explicaciones con una expresión francamente avinagrada, de esas que te ponen cuando llegas a deshora de visita. Reconozco que no me afectó mucho el asunto, porque mi idea obsesiva en esos momentos era en salir a la calle a fumar, pero el hecho cierto es que todos esos militares y policías no sonríen ni por descuido. Una vez fuera y tras haber fumado compulsivamente  tres o cuatro cigarrillos  empecé a pensar que era hora de  llegar al hotel y quitarme mi ropa de octubre en Cantabria, que resultaba extraordinariamente poco apropiada, y ridícula por añadidura,  para aquellos cuarenta grados de temperatura y aquel 98% de humedad.



La llegada a Bangkok resulta muy decepcionante. Lleva uno la cabeza llena de lujos asiáticos y maravillas orientales y se encuentra con un espanto de hormigones, carteles publicitarios, edificios destartalados y el tráfico más caótico y contaminante del planeta. No sé yo quien tendrá en Tailandia el monopolio de la fabricación del hormigón, pero debe ser un pez muy gordo, porque lo utilizan con una desmesura absolutamente insensata. Nunca he visto pasos elevados como aquellos, con unos pilares pensados (¿?) como para sostener el mundo y que sobrase sitio. Aquello es como esperar llegar al centro de Florencia y aparecer en el extrarradio de Baracaldo, con perdón.


Nuestro hotel era uno de esos que los folletos de viaje promocionan con un ambiguo y poco comprometedor “Categoría superior”, con profusión de fotos de amplios y lujosos salones, terrazas y vistas panorámicas. La realidad suele ser que esos esplendores tuvieron su apogeo diez años atrás, y que, sin estar ni mucho menos mal, lucen ahora un aire decadente y  están justo a puntito de destartalarse. Aparte de eso, las únicas cosas destacables eran la ingente cantidad de personal por metro cuadrado y la excelente situación, cerca de la zona de Patpong. Las maravillosas vistas de mi habitación, amplia e impecable por otra parte, eran las de un patio de luces tan atiborrado de conductos de aire y otros extraños elementos que casi no entraba la luz del día.


                Una vez duchado, fumado y convenientemente aligerado de ropa (y a la espera de que mis amigas terminasen de instalarse), me lance a explorar los alrededores. Una de las cosas que tenía que hacer era conseguir moneda tailandesa, bahts, para ir tirando los dos primeros días. La mala fortuna me llevó hasta la oficina de un cambista Chino. Los tailandeses se ríen mucho de los chinos; se podría decir que China es el Lepe  de Tailandia, pero  eso es porque los chinos son los dueños del cotarro financiero del país,  y siempre da mucha rabia que lleguen unos extranjeros a comerse la tostada así, sin más ni más. Total que allí llegué tan campante con mis flamantes billetes de cien dólares, los deslicé a través de la ranura de la ventanilla y me dispuse a recibir los bahts correspondientes. El chino cogió los billetes y los contó (eran seis o siete, no recuerdo bien); a continuación los pasó por una de esa máquinas de detectar billetes falsos; los volvió a contar, los miró uno por uno a contraluz, los volvió a contar y los volvió a pasar por la máquina. Repitió toda la operación. Él, cómodamente refrigerado dentro de su garito blindado; yo, a peno sol y a cuarenta grados. Cuando el chino, por tercera vez, empezó a mirar a contraluz los billetes, se me vino a la cabeza la historia de un arquitecto español, a quien su banco entregó por error (eso dijeron, que con los bancos uno nunca sabe) un billete falso de cien dólares. El pobre hombre, cuando intentó cambiarlo, fue detenido y llevaba ya cinco años de cárcel en Tailandia. El recuerdo de ese asunto consiguió que mi sudor caliente se transformase en frío, pero ese curiosos fenómeno, en lugar de refrigerarme (lo que hubiese sido de agradecer en mis circunstancias), provocó que empezasen a pasar por mi cabeza tremebundas y sobrecogedoras imágenes de cárceles tailandesas sin vistas panorámicas, ni salones, ni nada, y en las que probablemente  estuviese prohibido fumar. Mientras tanto aquel taimado chino contaba y recontaba, miraba y remiraba. Llegó un momento en el que dudé de si quería comprobar la autenticidad de los billetes, provocarme un ataque de nervios o matar el tiempo a costa de mi sufrimiento. Por las películas de Fu-Manchú ya se sabe que los chinos son astutos y crueles y daba toda la sensación de que me había tocado precisamente el arquetipo. Ya no sé cuantos recuentos y contraluces hizo el chino, pero juro que de seis no bajaron. Solo sé que mi gran preocupación, mi único pensamiento a esas alturas,  era mi total incapacidad para decir en tailandés el “Señor Juez, yo que sabía” que pensaba utilizar como sutil artimaña legal para mi defensa. Pero de pronto se acabó la pesadilla; sin saber ni cómo ni por qué, aquel repelente ser dio por terminados sus inquietantes malabarismos, me dio mi fajo de bahts y en eso quedó la cosa.





Es sabido que los estados de pánico terrorífico le dejan a uno completamente baldado, mucho más a cuarenta grados, por lo que no me quedó más remedio que derrumbarme en el primer garito que encontré a mano y tomar un reconstituyente en forma de botellón de Shinga, la fabulosa cerveza tailandesa de la que llegué a beber barriles y barriles a lo largo del viaje. Ya puesto me tomé dos, que el terror había sido mucho. La costumbre en Tailandia es servir la botella encasquetada en un cilindro de poliuretano, para tratar de que dure fría al menos dos minutos o tres. Esto obliga, vaya por Dios, a tener que tomarlas casi de trago.

Ya recompuesto volví al hotel, ha hacer planes para la noche. Lo mejor que se puede hacer la primera noche en Bangkok es ir a la zona de Patpong. Allí está el mercado nocturno, que es el más animado porque la temperatura es ligeramente más soportable. Todo está lleno de puestos de comida, ropa, zapatos, imitaciones de todas las marcas y demás parafernalia local. Allí lo mismo te encuentras un banco, que un prostíbulo, que una heladería, todo arrejuntado. Hay dos calles grandes, Patpong 1 y Patpong 2, conectadas entre ellas por una serie de callejones que en Tailandia llaman “Soi”: Soi 1, 2, 3… los que haya. Si quieres quedar con alguien por allí pues dices “En Patpong 1, Soi 3”, o “Patpong 2, Soi 5”, que parece que estás haciendo la quiniela de la liga tailandesa, pero no.


Siempre he sido de la opinión de que el cine ha sido muy perjudicial en mi vida y esa primera noche en Bangkok pude comprobarlo, una vez más. A la hora de vestirme para salir se me vinieron a las meninges esas películas de ingleses en países exóticos, siempre tan arreglados y tan impolutos ellos. Y esas imaginaciones se tradujeron en que me vestí de lino blanco de arriba abajo y me engominé el pelo a lo Rodolfo Valentino. Vamos, que iba hecho un primor.



Para moverse por Bangkok hay dos opciones principales: taxi o tuc-tuc. Los tuc-tuc son unos motocarros de tres ruedas, con un asiento detrás en el que caben cómodamente dos personas, tres algo apretujadas, y que tienen la ventaja de ser más baratos y más pintorescos. La desventaja es que van cubiertos solo por el techo, lo que es algo molesto en una ciudad con tanto tráfico y tanta contaminación. El caso es que nosotros tres decidimos apretujarnos en un  tuc-tuc . Apenas llevábamos dos minutos en marcha cuando empezó a llover. En Tailandia llover es lo que se dice llover, es un apocalipsis hídrico que se abalanza sobre la tierra como si quisiese vengarse de ella. Dura cinco minutos y lo inunda todo, pero cinco minutos después  ya está todo seco hasta la siguiente avalancha. La cosa es que aquel violento chaparrón  me empapó completamente todo el lado izquierdo, al  tiempo que mi níveo look iba quedando generosamente adornado de las salpicaduras pardas, marrones y negras con las que le ametrallaron todos los vehículos que pasaban por nuestro lado. No contenta la providencia con enviarme esa dolorosa e injusta prueba, empecé a notar en la cabeza una sucesión de extraños fenómenos. Mi gomina, esa fiel gomina que nunca me había fallado, empezaba a reblandecerse de manera decididamente alarmante a consecuencia de la irrazonable humedad relativa media. Pelo a pelo al principio, mechón tras mechón un poco después, mis cabellos empezaron a declararse en franca rebeldía, liberándose en todas direcciones de la forma más indecorosa.  El resultado final de aquel proceso sería dificil de describir y, afortunadamente, no hay fotos de ello. Lo que si puedo decir es que cuando llegamos a Patpong 1, Soi nosecuantos, mi aspecto recordaba a un dandy  inglés mas o menos lo mismo que Marty Feldman a Brad Pitt.

A partir de ahí todo mejoró y fue maravilloso, pero eso habrá que dejarlo para otro capítulo.




               

                

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