sábado, 5 de agosto de 2017

VIAJE A TAILANDIA III

AVENTURAS NOCTURNAS

La verdadera vida de Bangkok eclosiona al ponerse el sol, cuando el calor empieza a ser un poquitín menos despachurrante. A esa hora abren  los numerosos mercados nocturnos, llenos de puestos en los que encontrar todos los productos de imitación imaginables. Una “milla de oro” para todos los públicos y bolsillos,  llena hasta los topes de Versaces, Louis Vuittones, Chaneles, Armanis y demás prestigiosas marcas. Hay, además, bronces, cerámicas y artículos de artesanía (casi siempre industriales). Una ley tailandesa prohíbe la exportación de cualquier representación de Buda, pero la verdad es que yo compré un par de ellas y pude salir del país sin contratiempo alguno; de todos modos es mejor tenerlo en cuenta para no tener problemas con los simpáticos aduaneros del país.




 Nosotros, finalizado nuestro agradable paseo en tuc-tuc ya descrito, nos dispusimos a disfrutar del ambiente local y a cenar. En Tailandia, como en otros muchos países asiáticos, no hay horas establecidas para la comida. La gente come simple y llanamente cuando tiene hambre, por lo que en medio de esa bacanal desenfrenada de consumismo puro y duro proliferan los puestos de comida. El tailandés lleva  a rajatabla eso de que el ser humano es omnivoro y, en consecuencia,  come todo lo que se mueve. Especialmente populares son los saltamontes fritos, que se venden en unos cucuruchos de papel, como los churros, y que se van comiendo por la calle  como si fuesen pipas; y la verdad es que la pinta no es nada repulsiva, aunque no tan poco como para decidirme a probarlos.Me ha sido dado a ver en algunos restaurantes a camareros portando unas bandejas enormes, llenas de escarabajos verdes de tamaño king-size y muy poco apetitosos a decir verdad. Es también muy apreciado el durian, un fruto de aspecto muy suculento pero con un olor singularmente repugnante. Tan repugnante y tan intenso es el aroma, que está prohibido servirlo en las líneas aéreas. Pasar sin mascarilla antigás por delante de un puesto de durian frito  es una experiencia inolvidable y absolutamente  poco recomendable. Huele ni más ni menos que a alcantarilla frita. Pero lo cierto y verdad es que, salvo esas excepciones y alguna otra que no recuerdo, la comida en Tailandia es buena, bonita y barata.




          Después de recorrer un par de veces el populosísimo mercado de Patpong  y sufrir el primer ataque de compras compulsivas, nos decidimos por cenar en un restaurante tailandés tradicional. Nada más entrar en un restaurante tailandés tradicional, tienes que descalzarte y dejar tu calzado en una especie de estantería abarrotada por los zapatos usados del resto de los  clientes, lo que no es precisamente la imagen más apropiada para estimular los jugos gástricos. Luego  pasas al salón y allí ya es todo muy refinado y muy de maderas de oriente, sedas exóticas y reverencias. Por desgracia, no hay sillas. Hay que arrodillarse sobre un cojín junto a una mesa baja,  que esa es la manera tradicional. Sin duda  el efecto estético es precioso, pero yo lo veo mejor para una foto que para lo que se dice una cena en si. Lo mas habitual para un europeo tradicionalmente acostumbrado a las sillas es que  los cinco minutos no sepa que hacer con las piernas, salvo amputárselas. Yo intenté hacerme el listo arrejuntando varios cojines para reclinarme de espaldas, en plan banquete romano, con el resultado de que los cojines de seda se desperdigaron en todas direcciones, mientras yo daba con mi cabeza  en el pulidísimo suelo de teca. Rojo como un tomate e intentando ignorar con la mayor dignidad posible el jolgorio generalizado, volví a arrodillarme como Buda manda, resignado a seguir cenando de rodillas y asumiendo el riesgo de pasarme con las piernas agarrotadas  el resto del viaje.



De la comida en sí, aparte de que estaba muy rica,  no tengo mucho más que decir, porque la gran mayoría de las veces no tenía ni idea de lo que estaba comiendo. Nos sirvieron una sopa con algo que parecían ojos y una especie de palos que parecían carne, y una sucesión de manjares más, todos tan adornados y desmenuzados que lo mismo podían ser carne, que pescado, que una mezcla de todo ello con verduras. Pudiera ser que hubiese escarabajos verdes y saltamontes, pero no me di cuenta. En lugar de pan te sirven arroz blanco, con un cuenco minúsculo de porcelana lleno de una salsa transparente y ligeramente verdusca para aderezarlo. Advierto de que una sola gota de ese líquido serviría para aliñar veinte litros de salsa brava, y saldría picante. Aquella salsa, junto con otra de chiles rojos que probé en Mexico, me dejó el paladar en estado comatoso de por vida. Los cuchillos no se usan y es de pésima educación llevarse el tenedor a la boca: hay que llenar la cuchara ayudándose con el tenedor, que puestos a ser extravagantes en la mesa, a los tailandeses pocos les ganan.

Todos los buenos bares y restaurantes tienen en el baño su correspondiente montón de toallitas de felpa húmeda y fría, que se agradecen mucho en aquel clima de calor tan empecinado. Lo malo es que llevan la famosa cortesía tailandesa a unos extremos que resultan bastante perturbadores para la mente occidental. El asunto es que mientras estás meando tan ricamente parte de los litros y litros de Shinga que te has pimplado, en los sitios buenos viene un encargado a ponerte en la nuca la toallita fría de marras. Que no digo yo que no se agradezca el frescor, pero desde luego la primera vez se te corta la meada. Luego ya te vas acostumbrando.



Como fin de fiesta determinamos acudir a uno de esos espectáculos de travestis y transformistas que tan populares son en toda Tailandia, y que en Patpong abundan como setas. Dentro del local que nos habían recomendado nos encontramos con la mayor concentración de gays que he visto en mi vida, que es mucho decir, y fuera, en una pequeña placa de bronce, un incongruente “GAY PEOPLE ARE NOT WELCOME” que todavía sigo sin explicarme. Tengo que decir que la reputación de calidad de esos espectáculos está bien merecida. Te sale al escenario una mujer preciosa, toda sofisticación y joyas falsas y despues del correspondiente proceso de transformaciones, te queda un estibador del puerto, de los de antes. Finalmente, ahítos de calor, comida exótica y travestismo volvimos al hotel, lo que no fue tarea fácil.


Resulta que los tuc-tucs que pululan por Patpong a esas horas de la madrugada, al menos todos los que nosotros encontramos, pedían una cantidad de dinero absurdamente alta por llevarnos. La costumbres es regatear, naturalmente, pero aquellos malvados tuctuceros no entraban al regateo. Su contraoferta era venderte droga y, si comprabas, entonces sí, te ajustaban el precio, pero si no comprabas pasaban de tí con despotismo oriental. Como comprar droga ni lo pedía la apetencia, ni lo recomendaba la prudencia en un país que condena a muerte a los traficantes y a carcel casi eterna a los compradores, optamos por un taxi. En los taxis puedes viajar ajustando el precio con el taxista o “a taxímetro”, y en una ciudad de caos circulatorio tan pertinaz con es Bangkok, uno nunca sabe como acertar. Aquella noche regateamos y ajustamos; si pudimos hacerlos fue  gracias a que el taxista, que solo hablaba tailandés, llevaba una calculadora para esos menesteres. La dirección se la dimos mediante una tarjeta escrita en inglés y tailandés que nos había proporcionado el hotel precisamente para utilizarla en esas ocasiones.


Cuando llevábamos veinte minutos circulando, para un trayecto que tendría que llevar como mucho diez, empezamos a hacer cábalas y suposiciones o, dicho de otra manera, a mosquearnos como monos. No podía ser que aquel buen señor (en el caso cada vez más dudoso para nosotros de que fuese verdaderamente un buen señor) quisiese alargar el trayecto para cobrar más, puesto que el precio estaba ajustado. Si estuviese haciendo eso sería tonto y no nos dio esa sensación en absoluto cuando regateábamos con él. La hipótesis de la violación quedaba también descartada por el hecho de que nosotros éramos tres y él uno, y uno por cierto bastante  escuchimizado y vejestorio. Podría darse el caso de que fuese un vejestorio escuchimizado extraordinariamente arrojado y lo bastante seguro de sí mismo como para intentarlo, pero, insisto, no parecía probable. Otra opción era que tuviese compinches agazapados en algún callejón oscuro y que el motivo de aquella tardanza en llegar a nuestro destino tuviese la finalidad de secuestrarnos para la trata de blancas y de blancos, siendo nuestro destino en ese caso pudrirnos en algún siniestro burdel de Kuala-Lumpur  o en un harén de Oriente Medio. Esta última hipótesis la descartamos porque, las cosas como son,  supondría un cierto engreimiento por nuestra parte considerarnos mercancía tan apetecible. Como suele suceder, la explicación era mucho más simple: ocurría que el taxista, por mucha tarjeta que le hubiésemos enseñado, no tenía ni la más ligera idea de donde estaba nuestro hotel.


Estar perdido a la cuatro de la mañana en medio de una ciudad tan laberíntica como aquella y acompañados, para mayor desgracia, de un nativo con el que  no podíamos entendernos, no era la situación más tranquilizadora posible. Empezamos a pensar que tendríamos que pasar los casi treinta días que nos quedaban hasta el vuelo de regreso metidos en aquel taxi, dando vueltas y revueltas por las calles de Bangkok,  previsiblemente sin poder ducharnos ni cambiarnos de ropa, con aquel calor. Y eso en el caso de que el hombre aquel conociese el camino del aeropuerto, asunto sobre el que, dadas las circunstancias, tampoco podíamos tener la menor seguridad. En esas estábamos cuando nos dimos de bruces con una calle cortada al tráfico por obras, obras vigiladas, no sabría decir la razón, por un grupo de cuatro o cinco policías. A ellos se dirigió el taxista, con la famosa tarjetita en la mano, en busca de amparo e información. Aquellos policías, haciendo gala de esa cortesía que ya habíamos tenido oportunidad de conocer al bajar del avión, se abalanzaron sobre nosotros a identificarnos, y preguntarnos y repreguntarnos y volvernos a identificar, siguiendo las simpáticas costumbres de las fuerzas de seguridad locales. Y así estuvieron cinco o diez minutos, hasta que se convencieron de que éramos turistas y nada más que turistas, cosa que por otra parte  hacía evidente nuestro avanzado grado de intoxicación etílica. Cuando consideraron que ya nos había fastidiado bastante, consintieron en informar a nuestro vejestorio escuchimizado  y, apenas cinco minutos después, llegábamos a nuestro hotel.

Para ser la primera noche, no estuvo mal.


                

No hay comentarios:

Publicar un comentario