viernes, 29 de enero de 2016

LLÁMAME TITA

Yo nunca sé qué pensar de la baronesa Carmen Cervera Fernández de la Guerra von Thyssen-Bornemisza y Llámame-Tita. Su fotografía del pasado domingo en la contraportada de El País, por ejemplo, me ha traído a la mente la perturbadora imagen de un híbrido entre Krusty El Payaso y el Joker de Batman, con esa boca gigantesca y embadurnada de rouge forzando una sonrisa que le crispa la cara, los coloretes como de Maitresse-en-Titre de Luis XV y esos ojos de luchador de valetudo recién bajado del ring. Nadie en su sano juicio hubiese autorizado la publicación de semejante retrato, pero Doña Carmen es muy particular para sus cosas. Se podría suponer que las altas fama y fortuna de la señora le hacen sentir un olímpico desprecio por las cuestiones de la imagen, lo cual sería refrescante y muy de admirar, pero eso lo desmiente el hecho de que sí se ha maquillado, y muchísimo; pero lo ha hecho muy mal. Le ocurre a la baronesa lo que a muchas personas sobre las que ha caído una súbita, e inmensa, riqueza. Despilfarran en lo grande, en los yates, las mansiones y esas cosas, porque creen que ese gasto se lo deben a su nueva posición, pero son cicateros hasta la avaricia en lo pequeño, como el maquillaje, porque tienen demasiado metido dentro el recuerdo de los tiempos difíciles. Ya se sabe que una cosa es ser rico y otra muy distinta ser un pobre con dinero. A Tita le parece natural gastar miles y miles de euros en pasear en yate por el Mediterráneo, pero ni loca contrataría a una maquilladora, y a una peluquera ya que estamos, porque eso ya lo sabe hacer ella muy requetebién. Así al menos lo ha manifestado en más de una entrevista, cuando alguna inocente periodista experta en moda se ha atrevido a criticarle esa costumbre suya de no ir nunca bien peinada. Resultado de esa mezcla de esplendor y cicatería ha sido esa foto, que más parece una venganza que otra cosa.

Todo en Carmen Cervera Llámame-Tita es así de contradictorio; en todo lo suyo hay una sensación de casi-casi, de no llegar del todo, de querer y no poder y poder y no querer. Pero la verdad es que nadie llega desde Miss España a una baronía del reino de Hungría sin su pequeña carga de contradicciones. El propio título de baronesa ya resulta un poco de opereta. Cuando uno piensa en la aristocracia siempre se le vienen a la cabeza duques, condes, marqueses y, ya muy a desgana, algún que otro vizconde, pero muy raramente un barón. Los barones son cosas más de “La viuda alegre” y de esos reyes alemanes del acero a los que el káiser ennoblecía muy a desgana cada vez que fundían un cañón nuevo. Si a todo eso sumamos el hecho de que todos los títulos del Imperio Austro-Húngaro fueron abolidos tras la Gran Guerra, se comprenderá hasta qué punto es un casi-casi la nobleza de doña Carmen. Quizás por eso se despellejó los nudillos llamando a la puerta del Palacio de la Zarzuela, eso dicen, tratando de conseguir un marquesado del Reino de España, que de momento no está abolido.

Los fontaneros siempre han tenido la reputación de ser carísimos. Decía Miguel Mihura allá por los años cuarenta aquello de “Quisiera ser fontanero, para cubrirte de joyas”. Bueno, pues lo mismo debió de pensar el barón Heinrich von Thyssen-Bornemisza cuando cayó rendidamente enamorado ante los encantos de la pizpireta y alocada, en aquel entonces, viuda de Lex Barker, a la que sepultó bajo una auténtica cascada de esmeraldas, rubíes y diamantes. Tan enormes eran los pedruscos que solamente la certificada inmensidad de la fortuna Thyssen las libró de ser catalogadas en la categoría que mi madre llamaba “joyas de culo de vaso”. La llegada de la baronesa a cualquier fiesta, forrada de la cabeza a los pies con esos joyones de la Mil y Una Noches, dejaba a todo el mundo deslumbrado para dos o tres semanas, pero producía un efecto que estaba a 20.000 leguas de viaje submarino de la idea de elegancia. Aquellas apariciones dejaban a todo el mundo con la boca abierta, pero pensando si no se habrían equivocado y, en lugar de haber ido a una recepción de gala en el Hotel Palace, hubiesen ido a parar por error en una boda gitana.

Otro casi-casi de la señora baronesa vi yo en aquel famoso episodio de los árboles del Paseo del Prado. Ocurrió que la desbocada pasión por la obras públicas del alcalde Alberto Ruiz-Gallardón Jiménez, esa misma que ha dejado exhaustas las arcas municipales de Madrid, quiso posar sus garras en el Paseo del Prado. Es muy propio de los alcaldes españoles eso de convertir los lugares más añejos de las ciudades en descampados embaldosados con un aparcamiento debajo. Tanto se han empecinado en el asunto que los centros de todas las ciudades han terminado por ser tan iguales que da lo mismo estar en Zaragoza que en Valladolid. El proyecto de Albertito implicaba, como no, la desaparición de varios árboles vecinos al palacio de Villahermosa, feudo indiscutible de la señora baronesa quien, ni corta ni perezosa, organizo con desenfreno una campaña de salvamento que incluyó su propio encadenamiento al chopo que le pillaba más a mano. Si las cadenas eran o no de Cartier es un tema que todavía se debate. A esa apasionada defensa de la naturaleza, tan necesaria en nuestros días, le dio un sopapo la propia mismidad Thyssen-Bornemisza al aparecer poco después forrada de arriba abajo con un espectacular abrigo de visón. Me sorprendió tanto esa radical interpretación de la coincidentia oppositorum , y mucho más saber que Su Excelencia fuese seguidora de Nicolás de Cusa, que me dio por averiguar más sobre el asunto. Al final resultó ser que para la Señora Baronesa la cuestión no era de ética, sino de estética: la eliminación de los árboles afeaba, a su parecer, el entorno de su palacio. Así es Tita.


El triunfo indiscutible de Carmen Cervera ha sido el conseguir que la fabulosa colección de arte Thyssen-Bornemisza, una de las mejores del mundo, se haya quedado en España. Sinceramente creo que todos los españoles debemos estarle agradecidos por lograrlo. Obtuvo gracias a ello el reconocimiento oficial, excepto el ansiado marquesado, y también el popular, pero eso para ella no era suficiente. Al fin y al cabo la colección era de su marido y no de ella, por lo que en lugar de dedicarse a promocionar y engrandecer el Museo Thyssen-Bornemisza, que hubiese sido lo suyo, decidió hacerle la competencia al museo y al difunto barón creando el suyo propio. Se lanzó como una loca a gastar millones y millones de euros comprando al peso todos los cuadros de firma que pillaba. Del barón Llámale-Heini decía el ínclito marqués de Vilallonga, snob hasta la nausea, que era un ceporro con millones, pero que tenía olfato para comprar obras maestras a buen precio. Parece ser que su viuda heredó los millones pero no el olfato y hay historiadores de arte que consideran la flamante “Colección Carmen Thyssen” de calidad mediocre, pero eso ella se lo pasa por el arco de triunfo, porque tiene muchos cuadros, de hecho cientos de ellos, y todos son de firma. Su fina sensibilidad le ha llevado a abrir “delegaciones” de su museo particular en varias ciudades de España, así como quien abre McDonald’s, y ahora se pasa el día paseando su ¿maquillaje?, sus joyas y sus visones de inauguración en inauguración.

Hay personas que tienen elegancia y estilo suficientes para volar por las alturas y chapotear en el barro sin perder la distinción. La baronesa viuda von Thyssen-Bornemisza ha debido pensar que es una de ellas, porque lo mismo se pone muy digna y muy seria hablando de una exposición temporal de Sargent en Villahermosa, que se zambulle como una sirena en el mar de la prensa rosa destripando las turbulentas relaciones que mantiene con su hijo y con nuera. Ni que decir tiene que con una fortuna como la suya puede permitirse pasar olímpicamente de la opinión de los demás, pero mucho me temo que con cada una de esas extravagantes oscilaciones deja más pelo en la gatera del que ella cree. Porque la verdad es que a la baronesa nadie la toma demasiado en serio. Baronesa, un poco de mentirijillas pero baronesa al fin y al cabo, millonaria, poseedora de una enorme colección de arte, Suma Sacerdotisa de uno de los mejores museos de Europa… y nadie la toma totalmente en serio. ¿Será por ser mujer? No lo creo, porque hay muchas mujeres de su misma posición a las que todo el mundo respeta. ¿Por su pasado turbulento? Tampoco, que ahí tenemos a la princesa Mette-Marit de Noruega haciéndose hueco entre la realeza, tan pimpante. ¿Será tonta? Nadie llega a donde ha llegado Tita siendo tonto. ¿Qué será?



jueves, 21 de enero de 2016

EL HOMBRE DESOXIRRIBONUCLEICO

Es indudable que la ciencia nos ha simplificado la vida enormemente. La astronomía ha convertido a La Tierra en una insignificante mota de polvo en el cosmos, liberándonos de la pesada responsabilidad de ser el Centro del Universo. Toda aquella cháchara pitagórica de la harmonía tou kosmou y la música de las esferas, esas zarandajas, tan bellas a pesar de todo, de que el movimiento de los cuerpos celestes se regía según proporciones musicales y demás ideas enloquecidas, han pasado a mejor vida. Ni que decir tiene que horóscopos y zodiacos han quedado total y definitivamente desenmascarados, para bochorno perpetuo de Nostradamus, Tycho Brahe y compañía. Hasta el mismísimo Copérnico ha sido engullido por la revolución que desató, aunque esto último suele ser lo habitual. A cambio de todo ello la ciencia nos ha proporcionado, es verdad, imágenes del Universo de una belleza difícil de superar; y toda una serie de teorías, contrateorías, presunciones y supuestos que han pulverizado cualquier noción de estabilidad y permanencia que pudiese quedarnos en el cerebro. Todo cambia y todo debe cambiar.

La química y la biología han puesto también su granito de arena a nuestro confort y bienestar. Su reducción de la persona a sus funciones bioquímicas ha mandado al trastero de la superstición a todo lo que huela a espiritualidad y trascendencia. La religión ha sido debidamente reducida a su folklore. No hay milagro que resista el examen del microscopio, ni santos, faquires, lamas, místicos y ascetas contemplativos cuyas ideas no puedan ser clasificadas por la psiquiatría o el psicoanálisis. Somos materia y nada más que materia y solo lo material nos debe satisfacer. En eso debía estar pensando Henry Ford cuando invento la cadena de montaje pues ¿Qué puede haber mejor para la sociedad de consumo que una humanidad desoxirribonucleica? Si los suspiros son aire y van al aire, los humanos son materia y deben ir a lo material.

Gracias a la física sé que cuando truena no es que los angelitos estén jugando a los bolos y que los volcanes no son la manifestación de algún dios enfurecido. No hay palabras para ponderar el gran logro de la física, que ha sido ni más ni menos que convencernos de que los “cómo” son “por qué”. Si eso no es un auténtico milagro, que baje Dios y lo vea, con perdón de la expresión. La física nos dice que sabe por qué llueve y por qué entran los volcanes en erupción, para pasar a continuación a explicarnos cómo es el asunto. Cuando vemos un bizcocho apetitoso y queremos saber la receta no se nos ocurre decir ¿por qué se hace ese bizcocho? Preguntamos la receta, que es el cómo. Las razones para hacerlo, los por qué, pueden ser tan diferentes como las personas que se interesan. Pues bien, eso hace la física con todos los fenómenos naturales, darnos la receta y punto. Hay que reconocer, sin embargo, que es mucho más sencillo manipular a las personas que se conforman con el cómo, que a las que quieren saber el por qué, sobre todo en estos tiempos de masas.

La sociología nos dice por qué somos como somos y hacemos lo que hacemos, evitando así que caigamos en la fatigosa costumbre de reflexionar. Y están también todas las pequeñas hijas de las grandes ciencias, todas ellas dedicadas a darnos todo bien machacado y digerido, para que lo único que tengamos que pensar sea en que casilla de las que ellos nos dan prefabricadas preferimos nosotros instalarnos. Podría pasar horas y horas y años y años ponderando las enormes ventajas que el imperio de la ciencia, eso que cada vez más pensadores empiezan a llamar cientificismo, nos reporta, ha reportado y reportará.

¿Qué nos pide la ciencia a cambio de tantísimas bondades? Apenas nada, solo que hagamos el pequeño esfuerzo de convertir en religión lo que no debería ser más que una herramienta.

miércoles, 20 de enero de 2016

PALEODIETA

Hallábame ayer tranquilamente sentado en una terraza, aprovechando el precioso y escaso sol de invierno, como un lagarto. Reflexionaba sobre ese asunto de Carolina Bescansa y su niña en el Congreso que tanto está dando que hablar. Yo, así de primeras, soy bastante ultramontano y contrario a todo lo que me huela a modernidades de salón, pero intento escuchar lo que me dicen siempre y cuando sea inteligente; y se me ha dicho mucho últimamente que el gesto de la congresista Bescansa no pasa de ser una anécdota, que de lo que hay que hablar es de los graves problemas que tiene España y no de si una diputada lleva a su hija al Congreso. Se ha repetido tanto ese argumento que está corriendo grave riesgo de convertirse en un lugar común, cosa que también detesto; pero no dejo de reconocer que puede haber verdad en ello. Lo malo ha sido que cuando ya estaba casi convencido del asunto, me encuentro con que precisamente de las mismas filas que han enronquecido repitiéndolo, se me dice ahora que no, que no ha sido una cosa menor, que Carolina Bescansa y su hijita han sido las Agustinas de Aragón del cambio, las Emmelinas Pankhurst de la lucha contra el androcentrismo. Cuando estaba yo a punto de convencerme de que lo de la madre y la niña no tenía la importancia que yo le daba y que no era más que una anécdota , resulta que van y me dicen que no, que de anécdota nada y que estamos casi, casi, ante un hecho de trascendencia histórica. Se comprenderá que esté algo confundido.


De esas (¿inútiles?) reflexiones vino a sacarme un grupo de alegres ciclistas que, de vuelta de su excursión, habían decidido reponer con unas cañas y una ración de rabas las toxinas que pudiesen haber perdido por casualidad pedaleando. De entre toda su alegre cháchara llegó a mis oídos una palabra que despertó todas mis alertas: paleodieta. Ya más atento a la conversación me enteré de que estaban criticando a un compañero suyo, evidentemente ausente en ese momento, quien al parecer se ha hecho seguidor de la susodicha paleodieta. Uno de los ciclistas, claramente el más enterado del grupo, explicó entre rechiflas y carcajadas que la paleodieta consiste en comer solo lo que comían nuestros sufridos antepasados del Paleolítico. La novedad me ha dejado absolutamente estupefacto, porque no tenía yo ni idea que la fobia a la nouvelle cuisine, que comparto, pudiese ser llevada a semejantes extremos prehistóricos. Una cosa es preferir el cocido montañés a la “ninfa de algodón, mozarella casera con albahaca, tempura de salicomia al azafrán con emulsión de ostra y ostra con emulsión de jamón y su perla”, y otra muy distinta lanzarse en brazos de lo que podríamos llamar “carnivorismo antediluviano”.


Yo de pequeño pensaba que en la prehistoria se comían dinosaurios, porque lo vi en una película de Raquel Welch que se llamaba “Hace un millón de años”. Que yo recuerde la película consistía fundamentalmente en que a Raquel, muy picaronamente “vestida” con unos diminutos colgajos de cuero, se la querían zampar cada dos por tres uno bichos horrorosos de cartón-piedra, que no es que fuesen exactamente dinosaurios, pero que desde luego lo pretendían. Por suerte he sabido después que no, que para cuando nosotros empezamos a trastear por el planeta los dinosaurios estaban ya más muertos que Carracuca. Eso nos asegura la ciencia sin el más mínimo género de duda, al menos por el momento. El caso es que para nuestro ciclista es una suerte, porque no hay supermercado en el que quepa un dinosaurio bien refrigerado. De haber tenido la razón Raquel Welch y yo, ese pobre hombre se hubiese visto obligado a correr al menos una vez por semana detrás de, pongamos por caso, un apetitoso lufengosaurus para la cena, con el gravísimo riesgo de terminar corriendo delante de un tiranosaurio que hubiese tenido la misma idea.


Mamuts sí que comían, eso la ciencia lo sabe fijo de momento, pero conseguir unos buenos filetes de mamut tiene que ser dificilísimo a más no poder. Yo al menos no los he visto ni en la ofertas del DIA, ni en el “Delicatessen” del Corte Inglés, que son las grandes referencias gastronómicas españolas, la primera para los que no creemos a Rajoy cuando dice que estamos saliendo de la crisis y la segunda para los que sí. Sé que en Siberia han aparecido ejemplares de mamut enteritos sepultados en el hielo, pero es de suponer que por muy bien que se haya respetado la cadena de frío, esos mamuts estarán pasadísimos de fecha, máxime cuando los han sacado del hielo para llevarlos a un museo. En el mejor de los casos, si la carne fuese aún comestible, no dejaría de ser una pesadez tener que irse a Siberia a hacer la compra, con lo carísimo que dicen que está todo en Rusia. Y luego está lo mirados que son los rusos para sus cosas, que cualquier chisme que entre en sus museos no sale de allí ni aunque arda Troya. Díselo a los alemanes, que llevan setenta años pidiendo que les devuelvan, precisamente, los tesoros que encontró Schlieman en Troya, y lo que les queda. No, mamut tampoco podría comer ese chiquillo.


Cuando no sabía yo si preocuparme más por la neopolítica o por la pelodieta, el más enterado de los ciclistas aclaró que los hombres paleolíticos, así en general, comían carne, porque la cazaban, y fruta, porque la encontraban, que eso se sabe fijo fijísimo gracias a la ciencia, por lo menos hasta que se encuentre algo que lo desmienta definitivamente, pero de manera provisional. La paleodieta consistiría en esencia en no comer nada que esté cultivado, lo que deja fuera las legumbres, los cereales, las hortalizas y todas esas cosas. No es por desilusionar a los paleodietólogos, pero eso de no comer casi nada más que carne no es ninguna novedad, porque lleva años haciéndolo Homer Simpson sin darse tantos aires.


A la aclaración del enterado le siguieron unos cuantos ingeniosos comentarios de sus compañeros, quienes señalaron, con muchísima razón, que en el paleolítico no había bares, que tampoco lavadoras ni televisiones y que, dijo el más agudo de ellos con entonación de triunfo, tampoco había bicicletas, señalando así con contundencia lo esencialmente incongruente de ese intento de mezclar el ciclismo con el paleoliticismo. Con ese fino humor venían a decir que si el paleodietero quisiese ser consecuente con su dieta, debería vivir en una cueva, vestir con pieles, comer la carne a la brasa sin aceite ni nada y ser, en definitiva, un paleociclista como es debido. Es lo que tiene España, que no tenemos piedad con las falta de coherencia de las personas que no nos afectan y miramos para otro lado con las de quienes nos gobiernan.


No creo que sea necesario decir que la paleodieta me parece una memez como una casa. Es una forma más de ese “volver a lo primigenio” que se pone siempre de moda en las civilizaciones en decadencia. Pero tampoco descarto que alguien me argumente las excelencias de la ¿neopaleofilia? con argumentos sólidos y dignos de atención. Felizmente yo ya no me creo nada.

martes, 12 de enero de 2016

ARTE URBANO

Esta mañana tenía que pasarme por el despacho de mi hermano, lo que me ha obligado a escalar hasta las alturas de Peña Herbosa, que desde luego Santander es muy bonito y muy todo lo que tú quieras, pero tiene unas cuestas p’arriba que le dejan a uno sin resuello. Hace años leí una novela, “Los que no nacieron”, en la que la humanidad de un remoto futuro había allanado completamente el paisaje de la tierra, dejándolo liso como una tabla. Siempre que me toca afrontar la subida de una de esas incivilizadas cuestas Santander me acuerdo de ella. Pienso en lo comodísima que sería la ciudad si la corporación municipal se dejase de bobadas y la allanase bien allanada.

Después de hablar con mi hermano, y de tomarme un cafelito en “Días de Sur”, me he acercado hasta el club náutico y, ya puesto, he decidido hacer caso a toda esa gente que no deja de repetirme lo buenísimo que es andar y he seguido caminando por el muelle de Calderón hasta ese amasijo de cemento, metal y porrazos que será algún día el Centro Cultural Botín. Lo será algún día, porque de momento parece como si el Halcón Milenario se hubiese despachurrado contra el muelle de Maura. Tengo que decir que llegaba del mar un ris que ajaba el cutis, que se diría en el Paseo Pereda, o, en versión del Barrio Pesquero, un vendaval que pelaba los cojones.


El Centro Botín está rodeado por todas partes menos por una por los Jardines de Pereda. Estos jardines han tenido siempre un encanto Belle Epoque muy decadente y muy atractivo, pero ahora resulta que los han ampliado y mejorado, con el resultado de una estepa desangelada, con unas cuantas palmeras colocadas como los cirios de un velatorio y unos caminos tan anchos como para organizar desfiles militares de ocho en fondo. Si a los burgaleses les diese por pintar de verde el Páramo de Masa les saldría algo muy parecido. En medio de toda esa desolación está el monumento a Pereda, que también ha sufrido, el mi pobre, los beneficios del progreso y la modernidad. Antes de la reforma estaba cubierto de hiedra, de la que sobresalían, como surgiendo del mismísimo corazón de Cantabria, tres o cuatro relieves de bronce representando escenas de las novelas de D. José María. Ahora, limpio de polvo y paja, se ve al autor de “Peñas Arriba” empingorotado arriba de la peña, que de verdad da una pena horrorosa verle allí arriba tan incomodo y tan solo. Y con el viento helador por añadidura.


Pero lo más desconcertante estaba por llegar. Resulta que en medio de un parterre de césped me he encontrado con algo que, a primera vista, me ha parecido un amasijo de mesas y sillas de terraza, arrumbados allí por el viento, el vandalismo o algún otro catastrófico fenómeno natural. Pero ha sido ver que eran sillas, y pensar que eran sillas, y venírseme a las meninges todas esas historias de señoras de la limpieza tirando a la basura “instalaciones” en galerías y museos de arte moderno. ¿Y si resulta que aquel montón de sillas era una “instalación”? ¿Y si era una “actuación urbana? ¿Y si, en definitiva, era una obra de arte? ¿Era aquello desidia o dadaísmo? ¿Debería yo presentar un escrito de queja a la concejalía de Parques y jardines, o una de felicitación a la de cultura? Lamento decir que no conseguí llegar a conclusión alguna.


Poco más adelante, estratégicamente colocado en una esquina, hallábase un cajón. Un cajón de tablas normal y corriente. Una cosa es encontrarse en los Jardines de Pereda unas sillas destarabincunticuladas y otra muy distinta encontrarse unas sillas y un cajón. Todo el mundo que esté medianamente informado sabe de sobra que Santander está ahora tan requetecuidada y tan bonitísima, que es imposible que en menos de cincuenta metros se encuentre uno con dos chismes más propios de un vertedero que de un jardín. No, aquello tenía que ser que los munícipes están convirtiendo los Jardines de Pereda en un museo al aire libre. En este caso rodee la pieza buscando, en vano, una cartela de metacrilato o una inscripción en granito, algo que dijese “Deconstrucción Geométrica de Madera de Pino IV”, o cosa similar, pero no había ni rastro. Deduje que lo que se pretende es que aprendamos a reconocer el arte por nosotros mismos, así sin pistas ni nada.


De camino a la estación hay que pasar por delante de ese "Monumento a la Víctimas del Incendio” que tan desarropada te deja el alma. En verano es otra cosa, porque siempre hay tres o cuatro turistas haciéndose fotos con alguna escultura cogida por la cintura, pero en pleno enero, con el cielo gris y un frío horroroso, aquellos zombis congelados en bronce dan un miedo que te cagas. Y ese mamotreto de mármol blanco que nunca se sabe desde que ángulo hay que mirarlo, que lo pintas naranja y te sale una decoración de Halloween de las de primer premio del concurso.


Finalmente, ya en la Plaza de las Estaciones, te encuentras con esos chirimbolos que algunas veces parecen una maqueta de los famosos alineamientos de Carnac y otras, con esa cadena tan fúnebre que les rodea, un cementerio de Nueva Inglaterra. Afortunadamente aquí si hay una pequeña inscripción aclaratoria que dice que la obra es de Adolfo Schlosser, que no sé si será pariente del modisto santanderino Ángel Schlesser, pero que seguro que es un artista, que lo he visto yo en internet. Viene también el título de la obra, “Steinbruch”, que curiosamente no significa ni alineamiento ni cementerio, sino “cantera”, lo que me ha llevado pensar que en asuntos de arte contemporáneo no tengo ni la más mínima sensibilidad. Ya puesto a usar el traductor de google he visto que Schlosser no quiere decir “artista”, sino “cerrajería”. Ahí lo dejo. También Ángel Schlesser se llamaba de joven, cuando yo le conocí tomando copas en El Sardinero, Ángel Ovejero. Son cosas del temperamento artístico.

domingo, 10 de enero de 2016

GH VIP

Un conocido mío dice que hacemos mal negándonos a ver todos esos programas que se agrupan bajo en nombre genérico de telebasura. Cree que se deben ver al menos una vez si se quiere tener una idea clara de la sociedad en la que vivimos. No porque la telebasura refleje la realidad social de España, que también, sino por la gran audiencia que suelen tener. Imbuido de ese espíritu me dispuse el otro día a telespectadorear “Gran Hermano VIP”.

“Gran Hermano VIP” es la versión first class de ese experimento sociológico al que ha vendido su alma de forma tan desvergonzada la pizpireta Mercedes Milá. Desde mi punto de vista no consiste en otra cosa que rebajar a los seres humanos al nivel de los animales que se exhiben en los zoológicos, pero si una intelectual de la altura de la Milá proclama tan alto sus bondades y sus excelencias, será que estoy equivocado. En “Gran Hermano” a secas se supone que concursan personas normales y corrientes, gente como tú y como yo. Desde fuera da la sensación de que el casting no lo pasa quien no tenga alguna tara grave en su carácter, pero como la Milá dice que no, que son gente común, será que son rarezas mías. Lo que es más difícil de digerir es ese VIP de la versión que podríamos llamar “extraordinaria”.

Como todo el mundo sabe VIP son las iniciales de Very Important Person, denominación que se utiliza en hoteles, aeropuertos y otros lugares para dar trato preferente a las personalidades que los visitan. Es imposible aplicar ese “Very” a ese conjunto conformado por presentadores de capa caída, colaboradores de “Sálvame” y restos de serie de anteriores reality shows; difícilmente se les podría considerar “Importants” y en un par de casos se dudaría bastante hasta de llamarles “Person”. De hecho yo he tenido que tirar de internet para averiguar quienes eran la mayor parte de ellos, así de “important” son.

La escenografía de Gran Hermano es muy de relumbrón, con mucho plateado y dorado y brillo al estilo de los modernos barcos de crucero "de lujo", y mucho foco de luz bailando alrededor de puertas y escaleras por las que van apareciendo los “personajes” protagonistas de todo aquello. En medio de ese esplendor de pacotilla oficia como sumo sacerdote del culto a la falta de pudor el veterano Jordi González. Jordi presenta el concurso así como si no quisiese que le salpicase mucho la mierda que allí se orea, con una especie de displicencia que está a años luz de la entrega total a la causa de su compañera Milá, que ha hecho de Gran Hermano una filosofía de vida. Yo no estoy muy seguro de que lo consiga. Tras prometernos grandes sorpresa y novedades, Jordi va dando paso por fin a la colección de especímenes que van a ser encerrados en la jaula.

La gran estrella de la presente edición es el inefable Pequeño Nicolás, ese Lazarillo de Tormes pasado por la piedra del Barrio de Salamanca que tanto estuvo de moda hace un par de años. Que la famosa picaresca española campa por sus respetos entre la clase política española nunca ha sido ningún secreto, pero nuestro Nicolasito se las apañó para ponerla en evidencia en sus aspectos más disparatados. El caso es que ahora resulta que Nicolás no es Nicolás, que es y siempre ha sido “Fran”. Toda la gala de presentación se la pasó paseando su disfraz de persona mayor, y, que Dios me perdone, su cara de pavo, de concursante en concursante, aclarando una y otra vez que él no es el Pequeño Nicolás, que él se llama y siempre se ha llamado Fran. Eso y su eterna promesa de “contar cosas” son las grandes aportaciones de Nicolás-llamadme-Fran al morbo del programa. A sus veinte añitos quizás sería mucho pedir al pobre chaval que se dé cuenta de que es una caricatura de sí mismo, pero evidentemente los responsables del programa si lo saben.

Junto con Fran ha entrado en la casa la archifamosa, que no importante pese a su opinión, “Concejala de Chicago”. Doña Carmen está muy orgullosa de ser la única política “en activo”, eso dice, que ha entrado en un reality show. Compresiva y generosa como es, se da cuenta de que su participación en el concurso le hará objeto de críticas, pero lo justo de su causa le dará fuerzas para afrontarlas con la dignidad que siempre le ha caracterizado. La ex Miss Sevilla apareció en el plató muy rutilantemente vestida con un traje rojo como el de la Barbie princesa, que se arremangaba tanto al andar que yo llegué a pensar que el plató estaba lleno de charcos. Lamento decir que ese obsesivo arremangamiento, así como si llevase las bragas bajo palio, desdecía mucho sus indiscutibles elegancia y señorío. Pero no es cuestión ponerse a criticar a una mujer que tanto está sufriendo por su inquebrantable vocación de servicio al pueblo de Castilleja de la Cuesta. Los nervios le jugaron la mala pasada de convertir esas tres carreras de las que tan ufana presumía hace tres meses, en “estudios” de derecho, periodismo y arte dramático. Son las cosas del directo.

Los profesionales de la televisión están representados por Carlos Lozano, antigua estrella del medio que parece estar bastante de capa caída. Carlos nos explicó que ahora estaba trabajando en Perú, con clamoroso éxito de crítica y público. Esa letanía del de triunfo profesional en Sudamérica o en Miami estaba muy de moda hace unos años entre todas las viejas glorias y los juguetes rotos del show business español. Yola Berrocal sin ir más lejos no paraba de decirlo entre aumento de pecho y aumento de pecho, pero en estos tiempos en que tan sencillo resulta comprobarlo yo intentaría ser algo más prudente. Por otra parte cruje un poco eso de tener tantísimo trabajo en Perú y aceptar entrar en Gran Hermano, que quieras que no siempre te rebaja un poco la imagen. Lozano es un guaperas de libro, de esos que niegan su fama de Don Juan diciendo con la boca un “no es para tanto” que desmiente con la mirada y la sonrisa. Naturalmente siguió negándolo mientras saludaba a todas las concursantas con ese aire de “sé que soy irresistible” con la que tanto hace el ridículo Arturo Fernández. Su evidente afán de hacerse el profesional desenvuelto le llevó a protagonizar dos o tres meteduras de pata muy notables, pero ese tipo de cosas son, al fin y al cabo, las que les molan en Gran Hermano. Aparte de eso se limitó a decir y repetir que volvía a España para quedarse, demostrando con ello una cruel ingratitud hacía los telespectadores peruanos que tantísimo le aprecian.

Con el resto de participantes y participantas, la verdad, me pierdo. Es un grupo de gente de esa que sale en la tele porque sale en la tele. Hijos de famosos que se van buscando la vida a base de vender sus vergüenzas en “Sálvame”, Misses y Misteres, ex novios y ex novias de famosos, o de gente que sale en la tele porque sale en la tele… De entre ese grupo tan heterogéneo destacaba el adivino Rappel, que cada día tiene más cara de abuelita desengañada, pero solo por los destellos cegadores de la pedrería que adornaba su túnica. Y un tal “Sema”, de profesión amigo de hija de famosa presidiaria. Sema se presentó con un tutú de gasa adosado a una panza de esas bailonas, con abrigo de mouton falso y una actitud de mariquita liberada de esas que tanto favorecen la imagen de los homosexuales.

Mientras toda la colección de VIP iba entrando en la casa, en el plató se afilaban los dientes el grupo de defensores y colaboradores, saboreando por anticipado las peleas, los escándalos y las revelaciones escabrosas que sin duda protagonizaran los concursantes. Hay que decir que este programa suele ser líder de audiencia, lo cual pudiera ser que explicase en parte el modo en que los políticos se ríen de nosotros en nuestras mismísimas narices. No sé, puede que al final tenga razón la Milá al llamarlo experimento sociológico.

jueves, 7 de enero de 2016

REINA MAGA

Confieso que en el tema de la Cabalgata de Reyes me he `puesto de parte de los que podríamos llamar tradicionales. No acabo de entender eso de “modernizar las tradiciones”, que me suena mucho a contradicción. No entiendo que tenga que haber una Reina Maga, como tampoco entendería que en el Rocío sacasen a pasear a un “Blanco Palomo”. Pero una cosa es ser tradicional y otra muy diferente ser tradicionalista, como bien sabemos en España; y me da la fuerte sensación de que La Caverna está utilizando muy torticeramente el asunto de La Reina (Maga). Ese tuit de Cayetana Álvarez de Toledo, por poner el ejemplo más llamativo, me ha llegado al alma. Resulta que a su hijita se le ha chafado toda la ilusión de la Navidad porque el traje de los Reyes no le parecía “de verdad”. ¡Qué pena! ¡Qué modo tan cruel de jugar con los sentimientos de los niños! En fin, que manipulación tan burda la de Doña Cayetana.

Cuando yo era pequeño me fijé una vez en los zapatos de aspecto sospechosamente moderno que llevaba un rey Melchor. Recuerdo perfectamente aquellos zapatones negros que contrastaban tanto con todo el colorín colorao, el oropel y el armiño de aquel traje de Rey Mago “de verdad”. No recuerdo la explicación que me dieron mis padres, pero si sé que aquellos anacrónicos zapatos no me estropearon nada. Aquella noche yo puse mis propios zapatos en la puerta de mi habitación en la seguridad de que los Reyes Magos, llevasen el calzado que llevasen, me dejarían los tres juguetes y el libro de todos los años. Es verdad que los trajes que llevaban los Reyes en la Cabalgata de Madrid eran un poco como de Agatha Ruiz de la Prada ¿y qué? ¿Quién podría certificar la “veracidad” de los trajes de Rey Mago? Ay, ay Doña Cayetana, que se nos agarra usted a un clavo ardiendo.

No me ha gustado esa respuesta de Carmena, eso de modernizar las tradiciones, pero tampoco entiendo que toda esa gente tan indignada proteste tanto ahora y no lo haya hecho cuando en las cabalgatas han ido apareciendo Mickey Mouse, o los teleñecos, o cualquier otro personaje de dibujos animados. No sé ahora, pero en mi infancia no se sabía nada de que los Reyes fuesen a adorar al Niño acompañados de los tres cerditos, ni que Bugs Bunny se acercase al pesebre y le dijese a San José, así en plan coleguita, su famoso “¿Qué pasa, Doc?”. Y sin embargo todos esos personajes han ido apareciendo cada vez con más frecuencia en la Cabalgata sin que a los hijos de Doña Cayetana, ni a sus amiguitos, se les joda la ilusión ni nada.

Repito que me parece una mamarrachada eso de la Reina Maga, pero en honor a la verdad hay que decir que la única referencia a los Reyes Magos en los Evangelios Canónicos está en Mateo (2, 1), en la que no se dice si eran tres o trescientos. Lo que dice el evangelista es que “Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalén unos magos”. Ya sé que es rizar el rizo, pero ese “unos” puede incluir hombres y mujeres según las reglas gramaticales españolas. Yo opino que si la tradición centenaria en España es que los Reyes eran tres hombres, es absurdo modernizarla con una reina. Una cosa es una mujer vestida de Rey Mago, que se ha hecho mil veces, y otra muy distinta una Reina Maga. Pero no nos aferremos tanto a lo que “ha sido siempre” porque resulta que los Reyes son tres hombres solo porque lo decidió el Papa León I, y en algunas tradiciones católicas, como la Armenia, son ni más ni menos que doce.

Yo a Doña Cayetana le recomendaría que viniese el año que viene a ver la Cabalgata de Renedo, que esa sí que está modernizada desde hace años sin que nadie diga ni pío. Aquí sí que se curarían de espanto su hijita y ella. En Renedo desfilan unos camionones enormes, adornados con lo primero que se les pasa por la cabeza a los organizadores, pero todo o casi todo sin relación alguna no solo con los Reyes, sino con la Navidad en general. Restos del carnaval o de cualquier otra fiesta, bailarinas, hadas… lo que sea. Y todo ello con un estruendo de bocinas que deja a los niños tan aterrorizados, con tantas ganas de marcharse de allí pitando, que de lo que menos se acuerdan es de perder la ilusión por la Navidad. Y cuando no suenan las bocinas, suenan los últimos éxitos de la música ratonera y, todo hay que decirlo, algún villancico que otro. De ese modo ha venido respetando la tradición el Ayuntamiento de Piélagos mientras ha gobernado el PP, y así se sigue respetando ahora que gobierna el PSOE.

España es un país de trincheras y de banderas y en este asunto, como en todos, solo se permite decir blanco o negro. Los partidarios de Carmena no reconocerán ni locos lo inoportuno de sus modernizaciones, pero sus detractores no hablaran ni en sueños de una “tradición” que la alcaldesa no ha respetado: Ha eliminado las tribunas VIP y ha destinado el espacio a crear sitios accesibles para discapacitados.



domingo, 3 de enero de 2016

VERDADES Y CERTEZAS

No recuerdo ahora quien dijo que por mucho que una tontería fuese repetida por diez millones de personas, seguiría siendo una tontería. La frase es ingeniosa y se ha usado hasta la saciedad, pero resulta que la afirmación es cierta solo a medias. Si la memez la suelta alguien a quien se le concede argumento de autoridad, la cosa cambia. Constantemente estamos aceptando como verdades inconmovibles afirmaciones que, a poco que nos paremos a pensar, resultan ser puras y simples invenciones. Lo único que hace falta es que lo digan “las personas que saben de eso”. En el campo de la arqueología y la historia esto es especialmente cierto.

Pongamos por caso la Gran Pirámide de Gizeh. Los egiptólogos nos dicen que fue construida por el faraón Keops alrededor de 2570 a.C. para destinarla a ser su tumba, y que su construcción duró veinte años. Se basan en un texto de Heródoto, que es famoso como padre de la historia y por la gran cantidad de enloquecidas fantasías que incluía en sus “historias”. En el mismo texto en el que habla de la Gran Pirámide nos dice que “En la pirámide está anotado con letras egipcias cuánto se gastó en rábanos, en cebollas y en ajos para los obreros”. Resulta que en La Gran Pirámide no hay ninguna inscripción jeroglífica en absoluto, de modo y manera que los egiptólogos aceptan o rechazan de Heródoto lo que mejor les apaña. Ni más ni menos.

La Gran Pirámide no tiene ninguna inscripción jeroglífica en absoluto, ni por dentro ni por fuera, ni con el nombre de Keops, ni con ajos y cebollas, ni con nada. En su interior no se han encontrado ni la momia del faraón, ni una estatua que le represente, ni el más mínimo resto de su ajuar funerario, ni siquiera un miserable trozo de cerámica. Nada. En la llamada “cámara del rey” se encuentra un recipiente de granito que lo mismo puede ser la parte inferior de un sarcófago que cualquier otra cosa y que tampoco tiene inscripciones, lo cual es bastante insólito en el caso de un sarcófago real. Sabemos que es imposible datar con un mínimo razonable de exactitud un monumento de piedra sin inscripciones y la Gran Pirámide tampoco.

Se calcula que la pirámide fue construida con unos 2.700.000 bloques de piedra de entre dos toneladas y dos toneladas y media cada uno, más otros 27.000 bloques de caliza blanca pulida para el revestimiento. Que la construcción se llevase a cabo en veinte años significa, ni más ni menos, que los egipcios fueron capaces de colocar uno de esos inmensos bloques cada dos minutos. Uno cada dos minutos. Bloques que previamente tuvieron que ser tallados con una perfección que es difícil de conseguir hoy en día. No hace falta ser ingeniero para darse cuenta de lo absurdo del asunto.

No hay rastro de Keops en la pirámide, no es posible datarla, es imposible que se construyese en veinte años. ¿Cuál es la verdad aceptada sobre el tema? Que fue construida por el faraón Keops alrededor de 2570 a.C. para destinarla a ser su tumba, y que su construcción duró veinte años.

Pero no pensaba yo ponerme tan piramidal. El caso es que surgió en la cena de Nochevieja la cuestión del por qué el emperador Constantino adoptó el cristianismo como religión del Imperio. Se me decía que sencillamente el número de cristianos llegó a ser tan mayoritario que, digámoslo así, la cosa cayó por su propio peso. Ciertamente esa es la verdad aceptada, verdad que sin haber sido nunca abiertamente declarada se ha ido filtrando de forma subliminal en el subconsciente colectivo, hasta quedar muy firmemente asentada. Pero no es cierto.

Se calcula que el número toral de cristianos en el Imperio Romano en tiempos de Constantino suponía aproximadamente un 17% de la población total. En pugna con el cristianismo florecían los cultos a otros dioses sacrificados: Mitra, Atis, Orfeo y Osiris por poner solo algunos ejemplos. De entre todos ellos, los más populares hacia el año 300 eran los Mitra, Isis y Osiris y Jesucristo. Desde el reinado de Calígula no había ciudad romana que se preciase que no tuviese un templo de Isis y Osiris o un Mitraeum, o un oratorio cristiano. Se sabe que el emperador, adorador del Sol Invictus y que no se hizo bautizar hasta el momento mismo de su muerte, estuvo a punto de decidirse por Mitra por el gran predicamento que tenía entre el ejército, pero la organización en obispados de los cristianos le pareció más conveniente para sus fines, que no eran otros que un mejor control político de la población. Esa unión de altar y trono ha demostrado ser muy eficiente a la hora de manejar el cotarro del poder desde Clodoveo hasta el zar de Rusia, pasando por los Reyes Católicos. El cristianismo no se impuso porque su Verdad era clara y evidente, sino por mera elección de un emperador romano.

Vinieron después las apropiaciones cristianas de los antiguos mitos. La Anunciación es un calco casi exacto de la Teogamia Tebana de Hatsepsut, la iconografía de la Virgen y el Niño es idéntica a la de Isis con Horus Niño; el 25 de diciembre se celebraban en la antigüedad el nacimiento de Horus y de Mitra; en Alejandría la noche del 5 al 6 de enero, fechas de la Natividad para la Iglesia Ortodoxa, “se recordaba el nacimiento del Tiempo, Aion, con una procesión de antorchas hasta el templo de Korion. En la procesión se entonaba el siguiente canto "La virgen ha dado a luz, la luz aumenta, la Virgen ha dado a la Luz, el Aion". En las fechas en que se celebra la Semana Santa se celebraba en la antigüedad la muerte y resurrección de Atis. Ejemplos de santos y festividades que no son más que adaptaciones más o menos veladas de dioses y celebraciones paganas podrían darse hasta aburrir.

No se me pasa por la cabeza negar la muerte y resurrección de Cristo, ni la virginidad de María, ni el Misterio de la Santísima Trinidad. No tengo ninguna creencia religiosa, pero las respeto todas. Por otra parte supongo que para un cristiano no es lo importante saber si Cristo nació o no el 25 de diciembre, sino el hecho de que naciera. Pienso que lo esencial para los creyentes no es la forma sino la substancia, porque lo contrario sería pura y simple superstición. No estoy con quienes pretenden que la Navidad pase a llamarse “Fiesta del Solsticio”; creo que el hecho de que España sea un estado laico, o no confesional, es perfectamente compatible con el reconocimiento de una tradición cristiana milenaria. Lo único que pedimos los no creyentes es que no nos hagan comulgar con ruedas de molino, que no se pretenda que aceptemos como verdades indiscutibles cosas que no son más que un conjunto de mentirijillas repetidas durante mil setecientos años.