viernes, 29 de enero de 2016

LLÁMAME TITA

Yo nunca sé qué pensar de la baronesa Carmen Cervera Fernández de la Guerra von Thyssen-Bornemisza y Llámame-Tita. Su fotografía del pasado domingo en la contraportada de El País, por ejemplo, me ha traído a la mente la perturbadora imagen de un híbrido entre Krusty El Payaso y el Joker de Batman, con esa boca gigantesca y embadurnada de rouge forzando una sonrisa que le crispa la cara, los coloretes como de Maitresse-en-Titre de Luis XV y esos ojos de luchador de valetudo recién bajado del ring. Nadie en su sano juicio hubiese autorizado la publicación de semejante retrato, pero Doña Carmen es muy particular para sus cosas. Se podría suponer que las altas fama y fortuna de la señora le hacen sentir un olímpico desprecio por las cuestiones de la imagen, lo cual sería refrescante y muy de admirar, pero eso lo desmiente el hecho de que sí se ha maquillado, y muchísimo; pero lo ha hecho muy mal. Le ocurre a la baronesa lo que a muchas personas sobre las que ha caído una súbita, e inmensa, riqueza. Despilfarran en lo grande, en los yates, las mansiones y esas cosas, porque creen que ese gasto se lo deben a su nueva posición, pero son cicateros hasta la avaricia en lo pequeño, como el maquillaje, porque tienen demasiado metido dentro el recuerdo de los tiempos difíciles. Ya se sabe que una cosa es ser rico y otra muy distinta ser un pobre con dinero. A Tita le parece natural gastar miles y miles de euros en pasear en yate por el Mediterráneo, pero ni loca contrataría a una maquilladora, y a una peluquera ya que estamos, porque eso ya lo sabe hacer ella muy requetebién. Así al menos lo ha manifestado en más de una entrevista, cuando alguna inocente periodista experta en moda se ha atrevido a criticarle esa costumbre suya de no ir nunca bien peinada. Resultado de esa mezcla de esplendor y cicatería ha sido esa foto, que más parece una venganza que otra cosa.

Todo en Carmen Cervera Llámame-Tita es así de contradictorio; en todo lo suyo hay una sensación de casi-casi, de no llegar del todo, de querer y no poder y poder y no querer. Pero la verdad es que nadie llega desde Miss España a una baronía del reino de Hungría sin su pequeña carga de contradicciones. El propio título de baronesa ya resulta un poco de opereta. Cuando uno piensa en la aristocracia siempre se le vienen a la cabeza duques, condes, marqueses y, ya muy a desgana, algún que otro vizconde, pero muy raramente un barón. Los barones son cosas más de “La viuda alegre” y de esos reyes alemanes del acero a los que el káiser ennoblecía muy a desgana cada vez que fundían un cañón nuevo. Si a todo eso sumamos el hecho de que todos los títulos del Imperio Austro-Húngaro fueron abolidos tras la Gran Guerra, se comprenderá hasta qué punto es un casi-casi la nobleza de doña Carmen. Quizás por eso se despellejó los nudillos llamando a la puerta del Palacio de la Zarzuela, eso dicen, tratando de conseguir un marquesado del Reino de España, que de momento no está abolido.

Los fontaneros siempre han tenido la reputación de ser carísimos. Decía Miguel Mihura allá por los años cuarenta aquello de “Quisiera ser fontanero, para cubrirte de joyas”. Bueno, pues lo mismo debió de pensar el barón Heinrich von Thyssen-Bornemisza cuando cayó rendidamente enamorado ante los encantos de la pizpireta y alocada, en aquel entonces, viuda de Lex Barker, a la que sepultó bajo una auténtica cascada de esmeraldas, rubíes y diamantes. Tan enormes eran los pedruscos que solamente la certificada inmensidad de la fortuna Thyssen las libró de ser catalogadas en la categoría que mi madre llamaba “joyas de culo de vaso”. La llegada de la baronesa a cualquier fiesta, forrada de la cabeza a los pies con esos joyones de la Mil y Una Noches, dejaba a todo el mundo deslumbrado para dos o tres semanas, pero producía un efecto que estaba a 20.000 leguas de viaje submarino de la idea de elegancia. Aquellas apariciones dejaban a todo el mundo con la boca abierta, pero pensando si no se habrían equivocado y, en lugar de haber ido a una recepción de gala en el Hotel Palace, hubiesen ido a parar por error en una boda gitana.

Otro casi-casi de la señora baronesa vi yo en aquel famoso episodio de los árboles del Paseo del Prado. Ocurrió que la desbocada pasión por la obras públicas del alcalde Alberto Ruiz-Gallardón Jiménez, esa misma que ha dejado exhaustas las arcas municipales de Madrid, quiso posar sus garras en el Paseo del Prado. Es muy propio de los alcaldes españoles eso de convertir los lugares más añejos de las ciudades en descampados embaldosados con un aparcamiento debajo. Tanto se han empecinado en el asunto que los centros de todas las ciudades han terminado por ser tan iguales que da lo mismo estar en Zaragoza que en Valladolid. El proyecto de Albertito implicaba, como no, la desaparición de varios árboles vecinos al palacio de Villahermosa, feudo indiscutible de la señora baronesa quien, ni corta ni perezosa, organizo con desenfreno una campaña de salvamento que incluyó su propio encadenamiento al chopo que le pillaba más a mano. Si las cadenas eran o no de Cartier es un tema que todavía se debate. A esa apasionada defensa de la naturaleza, tan necesaria en nuestros días, le dio un sopapo la propia mismidad Thyssen-Bornemisza al aparecer poco después forrada de arriba abajo con un espectacular abrigo de visón. Me sorprendió tanto esa radical interpretación de la coincidentia oppositorum , y mucho más saber que Su Excelencia fuese seguidora de Nicolás de Cusa, que me dio por averiguar más sobre el asunto. Al final resultó ser que para la Señora Baronesa la cuestión no era de ética, sino de estética: la eliminación de los árboles afeaba, a su parecer, el entorno de su palacio. Así es Tita.


El triunfo indiscutible de Carmen Cervera ha sido el conseguir que la fabulosa colección de arte Thyssen-Bornemisza, una de las mejores del mundo, se haya quedado en España. Sinceramente creo que todos los españoles debemos estarle agradecidos por lograrlo. Obtuvo gracias a ello el reconocimiento oficial, excepto el ansiado marquesado, y también el popular, pero eso para ella no era suficiente. Al fin y al cabo la colección era de su marido y no de ella, por lo que en lugar de dedicarse a promocionar y engrandecer el Museo Thyssen-Bornemisza, que hubiese sido lo suyo, decidió hacerle la competencia al museo y al difunto barón creando el suyo propio. Se lanzó como una loca a gastar millones y millones de euros comprando al peso todos los cuadros de firma que pillaba. Del barón Llámale-Heini decía el ínclito marqués de Vilallonga, snob hasta la nausea, que era un ceporro con millones, pero que tenía olfato para comprar obras maestras a buen precio. Parece ser que su viuda heredó los millones pero no el olfato y hay historiadores de arte que consideran la flamante “Colección Carmen Thyssen” de calidad mediocre, pero eso ella se lo pasa por el arco de triunfo, porque tiene muchos cuadros, de hecho cientos de ellos, y todos son de firma. Su fina sensibilidad le ha llevado a abrir “delegaciones” de su museo particular en varias ciudades de España, así como quien abre McDonald’s, y ahora se pasa el día paseando su ¿maquillaje?, sus joyas y sus visones de inauguración en inauguración.

Hay personas que tienen elegancia y estilo suficientes para volar por las alturas y chapotear en el barro sin perder la distinción. La baronesa viuda von Thyssen-Bornemisza ha debido pensar que es una de ellas, porque lo mismo se pone muy digna y muy seria hablando de una exposición temporal de Sargent en Villahermosa, que se zambulle como una sirena en el mar de la prensa rosa destripando las turbulentas relaciones que mantiene con su hijo y con nuera. Ni que decir tiene que con una fortuna como la suya puede permitirse pasar olímpicamente de la opinión de los demás, pero mucho me temo que con cada una de esas extravagantes oscilaciones deja más pelo en la gatera del que ella cree. Porque la verdad es que a la baronesa nadie la toma demasiado en serio. Baronesa, un poco de mentirijillas pero baronesa al fin y al cabo, millonaria, poseedora de una enorme colección de arte, Suma Sacerdotisa de uno de los mejores museos de Europa… y nadie la toma totalmente en serio. ¿Será por ser mujer? No lo creo, porque hay muchas mujeres de su misma posición a las que todo el mundo respeta. ¿Por su pasado turbulento? Tampoco, que ahí tenemos a la princesa Mette-Marit de Noruega haciéndose hueco entre la realeza, tan pimpante. ¿Será tonta? Nadie llega a donde ha llegado Tita siendo tonto. ¿Qué será?



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