Es indudable que la ciencia nos ha simplificado la vida enormemente. La astronomía ha convertido a La Tierra en una insignificante mota de polvo en el cosmos, liberándonos de la pesada responsabilidad de ser el Centro del Universo. Toda aquella cháchara pitagórica de la harmonía tou kosmou y la música de las esferas, esas zarandajas, tan bellas a pesar de todo, de que el movimiento de los cuerpos celestes se regía según proporciones musicales y demás ideas enloquecidas, han pasado a mejor vida. Ni que decir tiene que horóscopos y zodiacos han quedado total y definitivamente desenmascarados, para bochorno perpetuo de Nostradamus, Tycho Brahe y compañía. Hasta el mismísimo Copérnico ha sido engullido por la revolución que desató, aunque esto último suele ser lo habitual. A cambio de todo ello la ciencia nos ha proporcionado, es verdad, imágenes del Universo de una belleza difícil de superar; y toda una serie de teorías, contrateorías, presunciones y supuestos que han pulverizado cualquier noción de estabilidad y permanencia que pudiese quedarnos en el cerebro. Todo cambia y todo debe cambiar.
La química y la biología han puesto también su granito de arena a nuestro confort y bienestar. Su reducción de la persona a sus funciones bioquímicas ha mandado al trastero de la superstición a todo lo que huela a espiritualidad y trascendencia. La religión ha sido debidamente reducida a su folklore. No hay milagro que resista el examen del microscopio, ni santos, faquires, lamas, místicos y ascetas contemplativos cuyas ideas no puedan ser clasificadas por la psiquiatría o el psicoanálisis. Somos materia y nada más que materia y solo lo material nos debe satisfacer. En eso debía estar pensando Henry Ford cuando invento la cadena de montaje pues ¿Qué puede haber mejor para la sociedad de consumo que una humanidad desoxirribonucleica? Si los suspiros son aire y van al aire, los humanos son materia y deben ir a lo material.
Gracias a la física sé que cuando truena no es que los angelitos estén jugando a los bolos y que los volcanes no son la manifestación de algún dios enfurecido. No hay palabras para ponderar el gran logro de la física, que ha sido ni más ni menos que convencernos de que los “cómo” son “por qué”. Si eso no es un auténtico milagro, que baje Dios y lo vea, con perdón de la expresión. La física nos dice que sabe por qué llueve y por qué entran los volcanes en erupción, para pasar a continuación a explicarnos cómo es el asunto. Cuando vemos un bizcocho apetitoso y queremos saber la receta no se nos ocurre decir ¿por qué se hace ese bizcocho? Preguntamos la receta, que es el cómo. Las razones para hacerlo, los por qué, pueden ser tan diferentes como las personas que se interesan. Pues bien, eso hace la física con todos los fenómenos naturales, darnos la receta y punto. Hay que reconocer, sin embargo, que es mucho más sencillo manipular a las personas que se conforman con el cómo, que a las que quieren saber el por qué, sobre todo en estos tiempos de masas.
La sociología nos dice por qué somos como somos y hacemos lo que hacemos, evitando así que caigamos en la fatigosa costumbre de reflexionar. Y están también todas las pequeñas hijas de las grandes ciencias, todas ellas dedicadas a darnos todo bien machacado y digerido, para que lo único que tengamos que pensar sea en que casilla de las que ellos nos dan prefabricadas preferimos nosotros instalarnos. Podría pasar horas y horas y años y años ponderando las enormes ventajas que el imperio de la ciencia, eso que cada vez más pensadores empiezan a llamar cientificismo, nos reporta, ha reportado y reportará.
¿Qué nos pide la ciencia a cambio de tantísimas bondades? Apenas nada, solo que hagamos el pequeño esfuerzo de convertir en religión lo que no debería ser más que una herramienta.
Pájaro, éste es de los mejores.
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