martes, 12 de enero de 2016

ARTE URBANO

Esta mañana tenía que pasarme por el despacho de mi hermano, lo que me ha obligado a escalar hasta las alturas de Peña Herbosa, que desde luego Santander es muy bonito y muy todo lo que tú quieras, pero tiene unas cuestas p’arriba que le dejan a uno sin resuello. Hace años leí una novela, “Los que no nacieron”, en la que la humanidad de un remoto futuro había allanado completamente el paisaje de la tierra, dejándolo liso como una tabla. Siempre que me toca afrontar la subida de una de esas incivilizadas cuestas Santander me acuerdo de ella. Pienso en lo comodísima que sería la ciudad si la corporación municipal se dejase de bobadas y la allanase bien allanada.

Después de hablar con mi hermano, y de tomarme un cafelito en “Días de Sur”, me he acercado hasta el club náutico y, ya puesto, he decidido hacer caso a toda esa gente que no deja de repetirme lo buenísimo que es andar y he seguido caminando por el muelle de Calderón hasta ese amasijo de cemento, metal y porrazos que será algún día el Centro Cultural Botín. Lo será algún día, porque de momento parece como si el Halcón Milenario se hubiese despachurrado contra el muelle de Maura. Tengo que decir que llegaba del mar un ris que ajaba el cutis, que se diría en el Paseo Pereda, o, en versión del Barrio Pesquero, un vendaval que pelaba los cojones.


El Centro Botín está rodeado por todas partes menos por una por los Jardines de Pereda. Estos jardines han tenido siempre un encanto Belle Epoque muy decadente y muy atractivo, pero ahora resulta que los han ampliado y mejorado, con el resultado de una estepa desangelada, con unas cuantas palmeras colocadas como los cirios de un velatorio y unos caminos tan anchos como para organizar desfiles militares de ocho en fondo. Si a los burgaleses les diese por pintar de verde el Páramo de Masa les saldría algo muy parecido. En medio de toda esa desolación está el monumento a Pereda, que también ha sufrido, el mi pobre, los beneficios del progreso y la modernidad. Antes de la reforma estaba cubierto de hiedra, de la que sobresalían, como surgiendo del mismísimo corazón de Cantabria, tres o cuatro relieves de bronce representando escenas de las novelas de D. José María. Ahora, limpio de polvo y paja, se ve al autor de “Peñas Arriba” empingorotado arriba de la peña, que de verdad da una pena horrorosa verle allí arriba tan incomodo y tan solo. Y con el viento helador por añadidura.


Pero lo más desconcertante estaba por llegar. Resulta que en medio de un parterre de césped me he encontrado con algo que, a primera vista, me ha parecido un amasijo de mesas y sillas de terraza, arrumbados allí por el viento, el vandalismo o algún otro catastrófico fenómeno natural. Pero ha sido ver que eran sillas, y pensar que eran sillas, y venírseme a las meninges todas esas historias de señoras de la limpieza tirando a la basura “instalaciones” en galerías y museos de arte moderno. ¿Y si resulta que aquel montón de sillas era una “instalación”? ¿Y si era una “actuación urbana? ¿Y si, en definitiva, era una obra de arte? ¿Era aquello desidia o dadaísmo? ¿Debería yo presentar un escrito de queja a la concejalía de Parques y jardines, o una de felicitación a la de cultura? Lamento decir que no conseguí llegar a conclusión alguna.


Poco más adelante, estratégicamente colocado en una esquina, hallábase un cajón. Un cajón de tablas normal y corriente. Una cosa es encontrarse en los Jardines de Pereda unas sillas destarabincunticuladas y otra muy distinta encontrarse unas sillas y un cajón. Todo el mundo que esté medianamente informado sabe de sobra que Santander está ahora tan requetecuidada y tan bonitísima, que es imposible que en menos de cincuenta metros se encuentre uno con dos chismes más propios de un vertedero que de un jardín. No, aquello tenía que ser que los munícipes están convirtiendo los Jardines de Pereda en un museo al aire libre. En este caso rodee la pieza buscando, en vano, una cartela de metacrilato o una inscripción en granito, algo que dijese “Deconstrucción Geométrica de Madera de Pino IV”, o cosa similar, pero no había ni rastro. Deduje que lo que se pretende es que aprendamos a reconocer el arte por nosotros mismos, así sin pistas ni nada.


De camino a la estación hay que pasar por delante de ese "Monumento a la Víctimas del Incendio” que tan desarropada te deja el alma. En verano es otra cosa, porque siempre hay tres o cuatro turistas haciéndose fotos con alguna escultura cogida por la cintura, pero en pleno enero, con el cielo gris y un frío horroroso, aquellos zombis congelados en bronce dan un miedo que te cagas. Y ese mamotreto de mármol blanco que nunca se sabe desde que ángulo hay que mirarlo, que lo pintas naranja y te sale una decoración de Halloween de las de primer premio del concurso.


Finalmente, ya en la Plaza de las Estaciones, te encuentras con esos chirimbolos que algunas veces parecen una maqueta de los famosos alineamientos de Carnac y otras, con esa cadena tan fúnebre que les rodea, un cementerio de Nueva Inglaterra. Afortunadamente aquí si hay una pequeña inscripción aclaratoria que dice que la obra es de Adolfo Schlosser, que no sé si será pariente del modisto santanderino Ángel Schlesser, pero que seguro que es un artista, que lo he visto yo en internet. Viene también el título de la obra, “Steinbruch”, que curiosamente no significa ni alineamiento ni cementerio, sino “cantera”, lo que me ha llevado pensar que en asuntos de arte contemporáneo no tengo ni la más mínima sensibilidad. Ya puesto a usar el traductor de google he visto que Schlosser no quiere decir “artista”, sino “cerrajería”. Ahí lo dejo. También Ángel Schlesser se llamaba de joven, cuando yo le conocí tomando copas en El Sardinero, Ángel Ovejero. Son cosas del temperamento artístico.

1 comentario:

  1. Veremos lo que dura esa caja ahí ahora que se ha puesto tan de moda hacer muebles con palés. Y las sillas, ya verás, en cuanto las necesite un vecino para la cenita que celebra en casaaa...

    No sé, pero yo creía que mamarrachada y arte no tenían nada que ver.

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