domingo, 27 de marzo de 2016

La tecnología y el mito de Dionisio

La tecnología y el mito de Dionisio: En ocasiones los juguetes nos deslumbran, nos hipnotizan, nos enajenan. Un juguete brillante altera nuestro mundo de niños y se convierte en un oscuro objeto del deseo si no tenemos una disciplina y una serie de límites establecidos. Los juguetes, todos saben, pueden...

TEANNER CON NIÑOS


Ayer mi cuñado Félix nos invitó a un teanner en su casa. La convocatoria era a una merienda a las cinco y media, pero las meriendas en casa de mi cuñado, y en las de todos mis hermanos en general, son tan copiosas, duran tanto y están tan bien regados de alcoholes varios, que me he visto en la necesidad de inventar un neologismo para describirlas con propiedad. Se me ocurrió llamarlas “teanner” (tea time and dinner), porque si a los americanos se les pone en las narices inventarse el brunch, porque les viene bien, por qué no vamos a inventar los españoles un palabro nuevo que se adapte más a nuestras aficiones y costumbres. Ya tenía escrito casi un párrafo completo con el teanner en ristre, cuando me atacó el orgullo hispánico y me dije que a qué fin llamarlo a la inglesa, pudiéndolo llamar a la española. Los angloparlantes se inventan una palabra nueva cada diez minutos, y esa es la gran ventaja del inglés sobre el español. Aquí tenemos que esperar a que la Real Academia de la Lengua de su visto bueno, pero está tan ocupada en permitir que se puedan decir mal las palabras antiguas, que no tiene tiempo para ver la conveniencia de crear otras nuevas. Así me he visto en el triste trance de tener que soportar que el diccionario de la RAE contenga el vulgarísimo “almóndiga”, y “cocreta” dentro de nada”, y no contemple “mercena”, combinado de merienda y cena, con lo evidentísimamente necesario que es. En este país mío se considera de buen tono democrático oficializar lo vulgar, pero no lo nuevo.

Estaba casi decidido a incorporar “mercena” a mi vocabulario, y a hacer campaña para conseguir su difusión y asentamiento, cuando su sonoridad me hizo reflexionar un poco más sobre el asunto. Hay que admitir que “mercena” no suena muy elegante. Ser invitado a una “mercena” supondría ser invitado a "mercenar", infinitivo de tan evidente homofonía con mercenario que sugiere más una actividad política que gastronómica. Tú le dices a un amigo “te invito a mercenar” y lo mismo se cree que le estas proponiendo que se afilie al PP de Valencia, o similar. Intenté probar otras variantes. Podría ser “Cenamer”, y su subsecuente “cenamerar”, pero resulta que me ha dicho Google que existe un cierto “Cenamer Control” en Tegucigalpa, que tiene que ver con la Corporación Centroamericana de Servicios de Navegación Aérea, sea eso lo que sea. Se da la circunstancia de que uno de mis cuñados está felizmente retirado de su trabajo de ingeniero aeronáutico, por lo que invitarle a un “Cenamer” podría suponerle un innecesario sobresalto. “Mericena” tiene el inconveniente de parecerse mucho a Maizena y no sería muy agradable pasarse el día en la cocina para que al final la gente no vaya, pensando que les has preparado una triste y vulgar papilla. Creo, además, que en spanglish resultaría demasiado categórico: “Mary, cena” recuerda demasiado al famoso “Andreíta, cómete el pollo” que inmortalizó la gran Belén Esteban.

Todas estas prolijas explicaciones las doy para que no se piense que al final me haya decidido por el neobarbarismo “teanner” así, sin más ni más, sin tener en consideración todas las opciones posibles en nuestra lengua materna y paterna. Recurrir al clásico “merienda-cena” de toda la vida no me parece una alternativa viable, porque va contra la tendencia moderna a reducir el lenguaje a su mínima expresión y no quiero que mi amiga Almudena me acuse de ser un carcamal antediluviano.

Reconozco humildemente que esta primera incursión mía en el apasionante mundo de los neologismos en español no ha sido un éxito. Lo reconozco porque no me queda más remedio y lo hago humildemente por estar un poco a tono con la Semana Santa, a cuyas procesiones y misterios reconozco no haber hecho demasiado caso. Pero tampoco tuvo éxito el primer ser marino que, allá en las remotas antigüedades prehistóricas, asomó el hocico fuera del agua. Fue la perseverancia, suya y de sus congéneres, la que consiguió conquistar esta superficie planetaria que tan alegremente nos estamos cargando ahora. Por eso os exhorto, queridos hermanos en Cristo y demás divinidades y ateísmos, para que os lancéis con frenesí a la tarea de crear nuevas palabras españolas adaptadas a nuestros nuevos usos y costumbres, hasta que consigamos, gracias al esfuerzo de todos, arrebatar al pérfido albionés su hasta ahora incuestionable supremacía.


Pero en realidad yo quería hablar de la propia mismidad del teanner de Félix en sí mismo. De las viandas solo diré que eran apetitosas y abundantes, y que incluían un guacamole fenomenal del que mi sobrina Verónica no ha querido soltar ni a tiros el ingrediente secreto. De lo demás, que Mara Superstar fue la protagonista indiscutible. Mara es la más pequeña de mis sobrino nietos y nos tiene a todos trastornados. El segundo puesto en el top-ten se lo llevaron sus primos Manuela, Luis y Lara. Resulta que Manuela, Luis y Lara son niños felices, y guapísimos dicho sea de paso, que juegan y alborotan como es normal a su edad pero que, extravagancia máxima, obedecen a sus padres y saben que aunque sean los reyes de la casa, los adultos tenemos nuestro sitio y ellos el suyo. Son, lo digo sin acritud pero lo digo, niños bien educados. Habrá quien piense que estoy presumiendo incontrolablemente de sobrinos-nietos (¿”sobrietos”?), pero nada más lejos de mi intención. Mi propósito al decirlo es informar a los padres modernos que se pueden tener hijos felices que además hacen lo que deben cuando toca; que educar a los niños en libertad no consiste en dejar que se pasen todo el santo día brincando como monos y gritando como cacatúas enloquecidas; que no vale decir “es que son niños” cuando lo que en realidad ocurre es que a ellos les da pereza ejercer de padres. Así mismito lo digo, sin anestesia ni nada.
En resumidas cuentas, que el teanner de Félix resultó un éxito.


lunes, 14 de marzo de 2016

RELIGION CIVIL



Ayer me fui a tomar el aperitivo al Bourbon, con mis hermanos. Mi familia y yo siempre vamos al Bourbon un ratito, “a tomar un par de cervezas y a casa”, pero luego siempre resulta que de tres o cuatro horas no baja la cosa. Que si unas rabas, que si unas croquetas, que si habrá que pedir otra ronda… la cosa se va alargando y siempre termina en un “bueno, ya, total, le decimos a Juan que nos saque algo y comemos” (o “cenamos”, según la hora). Como Juan tiene la habilidad de hacerte sentir en su casa como en la tuya, y como con mis hermanos se lo pasa uno bien, la cosa no tiene mayor importancia. Tanto tiempo da para muchos temas de conversación, como fácilmente se podrá comprender. Tenemos todos caracteres tan interesantes e inquietudes tan diversas que bien podríamos llenar las horas hablando de nosotros mismos, pero como también somos generosos, dedicamos parte del tiempo a hablar de asuntos de interés general. En esas estábamos precisamente ayer cuando me llegó la noticia de que el Ayuntamiento de Piélagos va a ser el primero de Cantabria en establecer los llamados “bautismos civiles”.


Resulta que el concejal de Izquierda Unida propuso, y la Corporación aceptó, la reglamentación de una ceremonia de acogida a la sociedad civil para los hijos de las familias que podríamos llamar “no confesionales”. Debe ser que se aprecia agravio comparativo en el hecho de que las familias católicas bauticen a sus hijos y aprovechen para organizar una cuchipandi de tomo y lomo, mientras que las no confesionales tienen que hacerse cargo de sus hijos así, a palo seco. Reconozco que ayer me lancé como un poseso a carcajearme del asunto, al que de manera muy precipitada, ahora lo veo, califiqué de memez sin paliativos. Por suerte tengo la costumbre de reflexionar las cosas, sobre todo cuando no tomo cerveza, lo que me ha permitido ver la indudable justicia de la medida. Ahora solo hace falta que la corporación municipal ponga en la organización y reglamentación de esos bautizos la dedicación que se merecen. Yo propondría que los padrinos y madrinas civiles recitasen la Constitución a turnos, al tiempo que los padres sostienen sobre la cabeza del rorro, acostado dentro de una urna electoral, sendos ejemplares del Código Civil. Los invitados, mientras tanto, podrían silbar a coro el Himno Nacional, o el de Riego si se le quiere dar a la civilización del nene un tono más revolucionario, que podría ser. Habrá que diseñar para el alcalde o el concejal que oficie la ceremonia un traje de sacerdote civil que dé a la ceremonia la debida solemnidad y buscar la manera de hacerse con un monaguillo civil, que siempre adornan mucho. Y luego ya pueden irse todos de jolgorio al restaurante que es, en resumidas cuentas, de lo que se trata.Es evidente que todas estas novedades generaran ese gasto que tan ansiosamente necesita la economía nacionalpara reactivarse.Ciertamente reconforta, en estos tiempos tan duros, comprobar que nuestro representantes tienen tan clara su escala de prioridades.



Lo único que yo reprocharía al Sr. concejal que ha presentado la propuesta es una cierta falta de visión general y a largo plazo. ¿Por qué quedarse en el bautizo? Ya lanzados al apasionante mundo de civilizar ceremonias yo hubiese sugerido la Primera Comunión civil, que ahí si que se organizan fiestorros por todo lo alto, y ¿por qué no? la Confirmación civil. Quizás el concejal es tímido y no se ha atrevido a presentar el gran Plan General de Civilizaciones que es a todas luces tan necesario y cuya falta, dicho sea de paso, tan escandalizada tiene a la sociedad.



Claro está que si se concede por fin a los ciudadanos no confesionales la posibilidad de civilizar las ceremonias religiosa, es justo que los sí confesionales pidan a su vez que se religionicen las ceremonias civiles. Habrá que establecer graduaciones religiosas, matrimonios civiles religiosos, sesiones de investidura religiosas; al lado del Cuartel de la Guardia Civil habrá que poner otro de la Guardia Religiosa… yo que sé, si ya no entiendo nada. Lo mejor es hacer lo de los monos: no ver nada, no ir nada, no decir nada.



domingo, 13 de marzo de 2016

ELOGIO DEL VICIO

A mí me gusta el pin piri rin pin pin de la bota empinar, pararan pan pan. No llego al extremo de pensar que a quien no le guste el vino es un animal, pan para ran pan pan, pero eso que se pierden. Si salgo a mediodía, me apetece una cerveza, un vino blanco o un Martini; por la tarde me gusta una cerveza o un gin-tonic, y por la noche un gin- tonic o un gin-tonic. Nunca bebo en casa, pero si salgo pimplo. No soy de esos que a las doce de la noche se toman un café, un botellín de agua o, vade retro, un zumo de frutas. Los Orígenes de esta afición mía al pimplamiento son sociales, culturales y familiares.

En Cantabria se hace mucha vida social en los bares y toda la vida se ha salido “a tomar el blanco”, si puede ser acompañado de unas buenas rabas, mucho mejor. También se suele decir “a tomar el vermú”, pero lo que desde luego no se dice es “a tomar la cerveza sin alcohol”, “a tomar el zumo de piña” ni cualquier otra bobada por el estilo. Se salía a pimplar un poco antes de comer y punto. La primera borrachera solía pillarse alrededor de los catorce o quince años y estaba considerada una especie de rito de iniciación a la edad adulta. Los Massai, los Zulúes y demás tribus africanas van a cazar un león o cualquier otra bestia feroz para ser considerados adultos; en Cantabria íbamos a pillar una buena kurda, lo que es sin lugar a dudas mucho menos épico, pero bastante menos arriesgado y, de no ser por la resaca, notablemente más cómodo.


En casa no era costumbre tomar alcohol en las comidas de diario, pero siempre aparecía en las celebraciones. Uno de mis recuerdos de infancia es la mesa del comedor, en casa de mis abuelos, con una montaña de copas en el centro sobre las que vertía mi tío Chiqui todo el champagne que podía. A los niños pequeños nos solían encasquetar sidra El Gaitero, aunque no era raro escuchar un “deja al niño que lo pruebe” cuando nos pillaban pimplando champagne. Se consideraba también muy aceptable que mojásemos una galleta de vainilla en una copa de moscatel, cuando venían visitas. Luego estaban los famosos ponches reconstituyentes. Yo era uno de esos repelentes niños a los que no les gusta nada más que la yema del huevo frito y a pesar de la estricta norma del comedor de mi casa (“hasta que lo termines no te levantas”), mis comidas debían ser lamentables. Para tratar de compensar los desequilibrios de mi dieta, de vez en cuando me enchufaban el famoso ponche, que consistía en una yema de huevo muy azucarada, leche caliente y un buen chorro de “Quina Santa Catalina”, o vino dulce “Sansón” en su defecto.


Se comprenderá con facilidad que, criado en ese ambiente, tomar alcohol me haya parecido siempre de lo más natural. No negaré el haber venido al mundo con una especial tendencia a la bebida. Solo digo que de haber nacido, por poner un ejemplo, en Arabia Saudita o algún otro áspero estado whabita, esa tendencia no hubiese tenido posibilidad de desarrollarse. Todos somos en gran parte reflejo de nuestro entorno y yo he crecido viendo como el cura, máximo exponente de las cosas “comme il faut” en aquella sociedad de entonces, se trasegaba todos los domingo su buena copa de vino. Si se me hubiese hecho entender en condiciones el misterio de la transubstantación quizás la cosa hubiera sido diferente, pero el catecismo me lo tuve que aprender de memoria, sin razonarlo ni nada, por lo que la consagración, que Dios me perdone, para mí no era más que una forma algo enrevesada de tomarse un chato.


Por si beber fuera poco, resulta que también fumo. No sé lo que ocurrirá en otros lugares, pero en esta Europa nuestra tan políticamente correcta, fumar se ha convertido en el vicio nefando. Imagino que esto habrá ocurrido con gran disgusto de la Iglesia, que tenía el apelativo asignado al asunto de la mariconería, que con tan hermosas hogueras adornó las plazas del continente con gran éxito de crítica y público. Es triste, pero todos debemos adaptarnos a los tiempos, nos guste o no. El caso es que fumar es delito de lesa humanidad. En esto, como en tantas otras cosas, el sacrosanto principio de los derechos colectivos está dejando los individuales tan famélicos que no creo que tarden mucho en desaparecer. No pretendo yo que sean las cosas como antes, que se podía fumar en cualquier sitio, pero de ahí a la franca y descarada persecución de la que ahora somos objeto los fumadores creo yo que hay un buen trecho. Hubo una temporada en que, en las películas de Hollywood, si alguien salía escuchando música clásica en una biblioteca, podías estar seguro de que era el malvado psicópata cruel y despiadado. Baste recordar a Hannibal Lecter y sus adoradas “Variaciones Goldberg”. Bueno, pues ahora pasa lo mismo, pero cambiando la cultura por la nicotina. Si hay alguien que fuma, fijo fijísimo que no es trigo limpio.

La caza del fumador no cesa. Como ya han conseguido que no podamos fumar en absolutamente ningún local cerrado,como si queremos fumar un cigarrillo debemos soportar frío y agua en las puertas de lo garitos, como, en definitiva, ya no nos pueden acusar de asesinos andantes y humeantes, resulta que el problema no es ya la salud del otro, sino la propia. Cualquier gilipollas se cree en el derecho, y la obligación, de decir que “te estás matando”. Malo es que te lo diga alguien con aspecto saludable, pero cuando te lo casca gente que rebosa colesterol a todas luces, a la impertinencia se une la incoherencia. El caso es que desde EEUU se nos dice que podemos estar gordos como cerdos, bien trufados de fast-food, que eso total no es tan malo, pero ¿fumar? Eso si que no.



El caso es que yo fumo y yo bebo, y a mucha honra. También me gusta leer, escribir, ver películas antiguas… No soy tan simple como para no darme cuenta que el paradigma de estos tiempos es Apolo, tan razonable y brillante. Bien, yo le doy a Apolo lo que es de Apolo, pero también le doy lo suyo a Dioniso. Reivindico EL Lado Oscuro como algo tan necesario como la luz; no como algo que existe, que se le va a hacer, sino como algo que existe porque así debe ser. Excepto Dios, todo es por contraste: bien, mal, luz, oscuridad, belleza, feadad… Y quien no lo tenga en cuenta estará ignorando una de sus dos mitades.

No están los tiempos para el triunfo de Baco. Todo los oscuro se niega o se esconde. La propia muerta ha pasado de ser un imperativo más de la vida, a la consideración casi, casi, de injusticia intolerable.Castigarse un poco el hígado y los pulmones es salirse de ese carril de positividad que terminará por ahogarnos porque, que no se nos olvide, solo existe verdadera armonía cuando se tiene todo en consideración. Horus y Seth, Apolo y Dioniso, Shiva y Kali. Hasta el cistianismo y demás monoteismos no han tenido más remedio que crear un Satanás que oponer a sus dioses infinitamente buenos. No es cuestión de ponerse a oficiar misas negras como locos, pero si seguimos desechando a Dioniso por sistema, acabará por cabrearse y devorarnos.

viernes, 11 de marzo de 2016

ALARMA





No he visto cosa más molesta que esos dispositivos que suenan cuando entras en una tienda, para avisar del que un cliente ha llegado. “El que tenga tienda, que la atienda” se decía antiguamente, pero en estos tiempos de explotación laboral es casi siempre la misma persona la tiene que atender el mostrador, el almacén y lo que haga falta; en consecuencia se ha sustituido al chico del mostrador de toda la vida por una alarma. Renedo, siempre al último grito de la moda, tiene, que yo sepa, dos establecimientos provistos de esos diabólicos artilugios. Curiosamente los dos son panaderías, que lo digo porque pudiera ser que el gremio de panaderos e industrias afines recomendase a sus asociados la instalación de esos repelentes avisadores, por alguna maligna razón que se me escapa. También tienen en común el hecho de ser unas tiendecitas minúsculas, de esas en las que no caben más de dos o tres personas juntas, lo que hace de esas alarmas algo innecesario a mi modo de ver, porque con un “hola” dicho en voz baja se te oye más que de sobra. Decía Nancy Mitford que el cambio de las ineficaces chimeneas a la bendita calefacción central, en las grandes casas de campo inglesas, era el signo más evidente del paso de la cultura del lujo a la del confort. Pues bien, en ese sentido esas alarmas son de un lujo absolutamente versallesco: se notan mucho, causan graves molestias y no sirven para nada.


Cada establecimiento ha elegido un estilo distinto para sus ¿alarmas de cliente a la vista? Una de ellas tiene un sonido que me recuerda mucho a las de los submarinos, de los submarinos que se veían en las películas antiguas quiero decir, pero en más corto y conciso. Suena una vez cuando entras y dos cuando sales. Si que suene al entrar me parece una memez, que suene al salir lo ya veo un tocar los cojones por tocarlos, coño, que te está viendo marchar la panadera. El caso es que vas tan tranquilo a comprar tu gallofa y sales de allí, después escuchar tres veces el alarmante bruuuhuhuuuu, con ganas de gritar “inmersión, inmersión” y salir pitando para que no te caigan encima dos o tres cargas de profundidad. La otra ha elegido una melodía que yo llamaría “sones celestiales del Todo a Cien”. Es como un repiquetear de campanas angélicas, pero de lata. Vamos, que es al sonido de campanas lo que José Luis Cobos a la música clásica. En este caso la tienda es tan pequeña que a poco que te muevas interfieres con la célula fotoeléctrica, o lo que coños sea que haga saltar la alarma. Están además las señoras y señores que no terminan nunca de marcharse, que salen y se acuerdan de no sé qué y vuelven a entrar, o que se quedan en la puerta a dar palique. Y mientras tanto el puñetero campanilleo dale que dale, sonando sin parar, destrozándote los tímpanos y, ya de paso, el sistema nervioso central.


Ya sé que soy un cascarrabias y un chapado a la antigua, que siempre estoy diciendo que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero el caso es que el progreso casi siempre avanza por donde menos nos conviene a los ciudadanos normales y corrientes. Cualquier tiempo pasado fue mejor y peor, según como se mire, ya lo sé; pero si ya era algo molesta aquella campanilla que sonaba al chocar contra ella la puerta ¿Por qué “mejorarla” con esos enloquecedores sonsonetes automáticos? ¿No sería más avanzado contratar dos personas, en lugar de una?


El ser humano, que es muy perspicaz y muy ladino, siempre tiende a utilizar el “lado B” de los avances. Primero nos seducen por la parte de la comodidad, que a todos nos tienta, y luego “zas”, sartenazo en la cabeza. La modernidad de los cajeros automáticos nos pareció el colmo de la maravillas, hasta que los banqueros empezaron a echar gente, gente conocida, gente amiga, y a poner carteles de “reintegros de menos de 200 euros solo en el cajero”; la tiranía y el asalto a la intimidad que han supuesto los teléfonos móviles es tan evidente que no merece la pena comentarlo… y así con todo. Nos convencen de que lo moderno es mucho más mejor, con perdón de la expresión, y a continuación, por la noche, tiran a la basura todo lo bueno que había en lo antiguo. Sabemos de sobra que ahora las cosas se hacen para no durar, pero en lugar de indignarnos estamos babeando por comprar el modelo nuevo de lo que sea.

Bueno, que me ponen enfermo esas alarmas.

lunes, 7 de marzo de 2016

RECUERDOS DE VIAJERO

          Siempre he disfrutado mucho viajando. De todos los lugares que he visitado, que por desgracia no han sido muchos, he procurado sacar lo positivo. También es cierto que nunca he sufrido ningún percance grave, lo que verdaderamente es una suerte. Una vez me robaron la cartera en Berlín, con quinientos marcos enteritos dentro, pero fue por idiota; tuve también un percance en el aeropuerto de Gatwick a la vuelta de una estancia en Londres con mi familia, incidente que quizás cuente otro día con más detalle, cuando perdí mi bolsa de viaje con el pasaporte, el billete de avión y todo mi dinero. A punto estuve de quedarme allí para toda la vida, como Tom Hanks en “La Terminal”, pero la cosa acabó por solucionarse a mi entera satisfacción.


          Todos los lugares tienen su encanto si uno sabe buscarlo. Solo de Singapur, por lo artificial, y de las islas Phi-Phi, por lo natural, he salido echando pestes y jurando que no volvería en toda mi vida. No soy, ni de lejos, de los que vienen de Roma entre decepcionados e indignados “porque está sucia”, o de aquellos que solo cuentan de Venecia aquello tan manido, e inexacto por lo que yo sé, de que “los canales huelen mal”. Claro está que en estas cuestiones del viajar hay mucho postureo; mucha gente se ve así como más cosmopolita si arruga la nariz y va quejándose de todo, no vaya a ser que les acusen de no tener criterio propio. No es mi caso, insisto. A riesgo de ser tachado de palurdo digo que me ha gustado todo. Pero hay tres sitios que recordaré siempre de un modo especialísimo y no por su particular belleza, que la tienen, sino porque viví en ellos experiencias únicas e irrepetibles, eso creo. Se trata de Delfos, Douz y Luxor.



Grecia es un país maravilloso por muchísimas razones, pero lo que más impresión me causo fue la belleza y la fuerza de la propia tierra. Hay en Grecia paisajes que quitan el aliento y esto es especialmente cierto en Delfos. Las ruinas del antiguo santuario están acostadas contra la falda de la montaña y el visitante va subiendo por la vía sacra, como antaño hicieron los peregrinos, desde los llamados “tesoros” hasta el estadio, pasando por los restos del templo de Apolo y el teatro. Tengo que decir que la gente con la que hacía el viaje, sin ser ni mucho menos desagradable, no era la más adecuada. Al contrario que a mí, para la mayoría de ellos la parte que podríamos llamar arqueológica del viaje era más un trámite que otra cosa. Quizás por eso hubo un momento en el que me apeteció separarme del grupo y deambular un poco a mi aire. Visité el pequeño museo adyacente a las ruinas, que atesora algunas piezas muy notables, como la escultura de Agias, la imponente y enigmática “Esfinge de los Naxos” y, sobre todo, el famoso auriga de bronce que yo tenía especial interés en ver porque de siempre ha sido una de mis esculturas favoritas. A la salida me senté a descansar en las gradas del teatro, desde donde se tiene una fastuosa vista del pequeño valle y las agrestes montañas que le rodean. Y allí, yo no sé que sentí. Fue como si saliese de mi mismo y me fundiese con el paisaje y con las ruinas; era una sensación de paz y de armonía totales que nunca he vuelto a sentir de manera tan plena. Más tarde he intentado razonarlo buscando explicaciones: la emoción de estar en Grecia, que tantas ganas tenía de conocer; la belleza que me rodeaba y la resonancia de los nombres antiguos; una forma benigna y complaciente del síndrome de Stendhal… Posiblemente fuese alguna de esas cosas, o todas, pero en el fondo de mi corazón sigo convencido de que alguna venerable Pitia despertó de su letargo milenario para exhalar sobre mi rostro su aliento sagrado.

Otro momento memorable lo viví cuando conocí el desierto. Las dos primeras veces que estuve en Túnez me había limitado a repanchingarme en Hammamet como un ceporro, moverme un poco por Monastir para hacer compras y tomar algo en Port El-Kantaui, y abrasarme el paladar con un té en el inevitable Café des Nattes de Sidi Bou Said. Cuando espoleado por la cercanía y los bajos precios volví unos años después, decidí que era ya hora de conocer el país un poco más a fondo. Visité Kairouan y su gran mezquita, El Djem y su gran anfiteatro y Tozeur y su gran palmeral.Todo ello de camino a Douz, La Puerta del Desierto, en donde tenía intención de pasar tres días. Los tunecinos presumen de que su país tiene tres desiertos: el de sal, el de piedra y el de arena. Cerca de Tozeur te encuentras con Chott El Jerid, una apabullante llanura de sal que te abrasa de sed solo de verla. Más adelante está Matmata, en el desierto de piedra, que no digo yo que esté mal, pero que no impresiona mucho a quien haya conocido el Páramo de Masa en Agosto. Además te ponen la cabeza como un tambor repitiendo una y otra vez que allí se rodó un episodio de “La Guerra de las Galaxias”. Finalmente llegué a Douz. Como después de haberme registrado e instalado en el hotel me quedaban un par de horas antes de la cena, decidí dar un paseo por los alrededores, a la fresca de la tarde. A escasos quinientos metros del hotel me di de bruces con el desierto de arena, el de verdad. Jamás he conocido un lugar tan sobrecogedor. Sorteando a los camelleros que me acosaban como tábanos, subí andando la primera duna y, al descender por el otro lado, me encontré de repente en un mundo sin tiempo, hecho de inmensidad y de silencio. El sol acababa de ponerse y lo que hasta hacía un momento era dorado, se volvió blanco a la luz de la luna. Blanco y frío. El ambiente era tan mágico que si hubiese aparecido un niño rubio pidiéndome que le pintase un cordero, me hubiera parecido lo más natural. Costaba pensar en volver al hotel. Cuando por fin me decidí a hacerlo tuve la suerte de encontrarme con un grupo de beduinos que se preparaban, ellos y a sus camellos, para pasar la noche junto a una hoguera. Sentarme con ellos a fumar un cigarrillo amortiguó el impacto de volver al barullo del hotel después de la paz absoluta del desierto.


Y para terminar, Luxor. Viajar a Egipto es una experiencia fabulosa, pero agotadora. Aunque yo fui a mediados de Octubre, cuando se supone que la temperatura es más suave, el calor a partir de las once de la mañana es casi insoportable. A consecuencia de ello tienes que pegarte unos madrugones infernales si quieres hacer excursiones sin correr peligro de deshidratación. Yo había pasado la mañana en el templo de Amón de Karnak, en el que lo colosal de la arquitectura egipcia se manifiesta sin pudor ni cortapisa. Pilonos enormes, columnas como casas y estatuas desmesuradas se van sucediendo sin solución de continuidad en aquel recinto inmenso. Tras la visita hice lo más razonable: ir al hotel a comer y a dormir la siesta arropado por el bendito aire acondicionado, esperando la llegada de la tarde. Cuando se pone el sol en Egipto es costumbre dar un paseo por la “Corniche”, que es el nombre que dan allí al paseo que bordea el río. A esa hora empieza a soplar una brisa muy agradable desde el Nilo y la temperatura es deliciosa. Paseando, paseando, llegué hasta el templo de Amón de Luxor. El plan establecido era visitar ese templo a la mañana siguiente, pero ya que estaba allí me decidí a echar un vistazo. Para entrar al templo de Luxor desde La Corniche ha que atravesar un pequeño paseo bordeado de palmeras, que ocultan la vista de las ruinas. Al terminar esa alameda apareció el templo en todo su esplendor. Los focos creaban un misterio de sombras y luz dorada en la inmensa fachada, guarnecida desde hace tres mil años por los cuatro formidables colosos de Ramsés II. Precisamente en ese instante desde todos los alminares de la ciudad los muecines empezaron a llamar a la oración de la tarde. Las noches en Egipto tienen un textura muy especial, que relaja las defensas y deja los sentidos muy a flor de piel. Seguramente por eso me impresionó tanto esa visión de la religión antigua arropada por el canto de la nueva, todo envuelto en la noche tibia y la luz dorada.



En cincuenta y seis años he vivido muchos momentos emocionantes, tristes, alegres y de todo tipo; pero estos tres los tengo guardados en un ricón especial.





viernes, 4 de marzo de 2016

LA CAJA DE HUESO



La función crea el órgano, así acostumbramos a resumir la llamada Primera Ley de Lamarck. Decía M. Jean-Baptiste Pierre Antoine de Monet, Chevalir de Lamarck y famoso naturalista francés de finales del S.XVIII y principios del XIX que: "en todo animal que no ha traspasado el término de sus desarrollos, el uso frecuente y sostenido de un órgano cualquiera lo fortifica poco a poco, dándole una potencia proporcionada a la duración de este uso, mientras que el desuso constante de tal órgano le debilita y hasta lo hace desaparecer”. Yo soy un firme convencido de la veracidad de dicha Ley, ya que cada día que pasa puedo constatar con tristeza como mi barriga va siendo cada vez más grande y mi pene más pequeño.


Reflexionando sobre este asunto me ha dado por pensar en lo que quedará dentro del cráneo humano, la perturbadora “Caja de hueso” de Antoinette Peské, dentro de cien o doscientos años. Se me dirá que es una penosa manera de perder el tiempo, ya que dentro de doscientos años es probable que nos haya llevado de regreso a la Edad de Piedra una superglaciación, se espachurre contra La tierra un meteorito que nos extinga como a los dinosaurios o se produzca, en fin, cualquier otra catástrofe de esas en cuya minuciosa descripción Hollywood se gasta tantísimos millones de dólares, abrasándonos los sentidos a fuerza de efectos especiales. Eso por no hablar del Apocalipsis de toda la vida, que es una cuestión que no se tiene lo suficientemente en cuenta y que puede acontecer cuando a Dios le dé la gana. Decía Rita Irasema el otro día por televisión que más nos vale espabilar e ir todos los días a misa, porque la cosa está al caer. Yo es que no quiero ni pensar en ese asunto; y no es por ser un descreído pertinaz, que de momento lo soy pero nunca se sabe, sino por ese espeluznante asunto de la resurrección de la carne, que me parece de un mal gusto intolerable.


Aun reconociendo que que todos esos cataclismos son posibles, se me debe admitir que también es factible que no ocurran hasta dentro de muchos miles de años, o nunca. Mientras tanto ¿Qué será de nuestro cráneo, sometido a la inexorable Ley de D. Jean-Baptiste? Cada día que pasa delegamos en las máquinas más y más funciones de las que antes se ocupaba nuestro cerebro. Es de suponer que las neuronas, aburridas con tanta inactividad, vayan desapareciendo una detrás de otra y que la masa cerebral disminuya poco a poco hasta quedar convertida en un guisante gris con circunvoluciones, rebotando como una canica del parietal al occipital. Yo estoy con los aristotélicos cuando decían aquello de que “la naturaleza aborrece el vacío” y es inquietante imaginar las consecuencias estéticas que podría derivarse de ese extremado horror vacui. La más probable es que se nos reduzca la cabeza al estilo de los jíbaros. Teniendo en cuenta que a la pereza intelectual se le ha unido un desaforado culto al cuerpo, no me parece muy aventurado conjeturar que los hombres y mujeres del siglo XXII serán una especie de superschwarzenegers con la cabeza del tamaño de Pulgarcito. Todos seremos como Julián Contreras, pero en más exagerado. Yo no digo nada porque no quiero que se me acuse de dogmático, pero estremecer pensar en una humanidad de semejantes características.


Otro síntoma alarmante de los derroteros por los que transita nuestra especie es la reducción del lenguaje a lo mínimo imprescindible. Ponían hace años en televisión un spot que anunciaba un método para aprender inglés, que se llamaba “El inglés en mil palabras”. ¡Mil palabras! Ay, si D. William levantara la cabeza. Bueno, pues cada vez hay más personas a las que para hablar el español les sobra con quinientas o menos. Con un “ya te digo”, un “qué fuerte”, y un “vale”, convenientemente sazonados con una blasfemia y dos o tres tacos resuelve sus conversaciones una cantidad creciente de personas. Esto va unido a esa neolengua telefónica que reduce las palabras a su mínima expresión, que convierte un hermoso “Mañana nos vemos. Te quiero mucho” en un rezongo del estilo “ns vms mñn tkm”. El caso es que articulamos nuestros pensamientos mediante palabras y cada palabra que se reduce, se pierde o se olvida es un matiz que desaparece de nuestras reflexiones.


Todo en la sociedad tecnológica, en lo físico como en lo intelectual, tiende a potenciar la Ley del Mínimo Esfuerzo. Hasta en esa “nueva” espiritualidad que está tan en boga se cantan sus glorias; Deepak Chopra, el gurú de moda, la incluye nada más y nada menos que en sus archidifundidas “ Siete Leyes Espirituales del Éxito”: “Para esta ley lo fácil es bueno, menos es mucho más y bien es suficiente”. Si tenemos en cuenta que toda esta oleada de espiritualidad “nueva” tiene su origen en el movimiento New Age, que nació en California, justo al ladito de Sillicon Valley, entenderemos esa curiosa coincidencia entre lo que ofrecen Deepak Chopra y Bill Gates: American way of life.


Cuando yo estudiaba griego me tocó traducir la “Anábasis”, de Jenofonte. La triste historia de La Retirada de los Diez Mil era un tocho tremendo y, así me lo parecía entonces, de un aburrimiento plúmbeo. Un avispado compañero de curso, probablemente un repetidor, se hizo con una versión bilingüe griego-castellano del mamotreto en cuestión; su idea nos pareció tan brillante a todos que poco después media clase tenía el mismo libro. La alegría nos duró poco porque la insólita similitud de nuestras traducciones llamó inmediatamente la atención del profesor quien, además de avispado, era un furibundo detractor de, precisamente, la Ley del Mínimo Esfuerzo. Cada vez que nos pillaba en algún truco para trabajar menos, nos endilgaba una perorata de diez minutos sobre los abismos de pobreza intelectual en los irremisiblemente caeríamos si insistíamos en aplicar la Ley del Mínimo Esfuerzo. Por supuesto todos los poseedores de la preciada obra bilingüe fuimos suspendidos sin apelación posible.


Eran otros tiempos y otros valores. Valores que, como a “los Doce Robles”, el viento se los llevó.