viernes, 4 de marzo de 2016

LA CAJA DE HUESO



La función crea el órgano, así acostumbramos a resumir la llamada Primera Ley de Lamarck. Decía M. Jean-Baptiste Pierre Antoine de Monet, Chevalir de Lamarck y famoso naturalista francés de finales del S.XVIII y principios del XIX que: "en todo animal que no ha traspasado el término de sus desarrollos, el uso frecuente y sostenido de un órgano cualquiera lo fortifica poco a poco, dándole una potencia proporcionada a la duración de este uso, mientras que el desuso constante de tal órgano le debilita y hasta lo hace desaparecer”. Yo soy un firme convencido de la veracidad de dicha Ley, ya que cada día que pasa puedo constatar con tristeza como mi barriga va siendo cada vez más grande y mi pene más pequeño.


Reflexionando sobre este asunto me ha dado por pensar en lo que quedará dentro del cráneo humano, la perturbadora “Caja de hueso” de Antoinette Peské, dentro de cien o doscientos años. Se me dirá que es una penosa manera de perder el tiempo, ya que dentro de doscientos años es probable que nos haya llevado de regreso a la Edad de Piedra una superglaciación, se espachurre contra La tierra un meteorito que nos extinga como a los dinosaurios o se produzca, en fin, cualquier otra catástrofe de esas en cuya minuciosa descripción Hollywood se gasta tantísimos millones de dólares, abrasándonos los sentidos a fuerza de efectos especiales. Eso por no hablar del Apocalipsis de toda la vida, que es una cuestión que no se tiene lo suficientemente en cuenta y que puede acontecer cuando a Dios le dé la gana. Decía Rita Irasema el otro día por televisión que más nos vale espabilar e ir todos los días a misa, porque la cosa está al caer. Yo es que no quiero ni pensar en ese asunto; y no es por ser un descreído pertinaz, que de momento lo soy pero nunca se sabe, sino por ese espeluznante asunto de la resurrección de la carne, que me parece de un mal gusto intolerable.


Aun reconociendo que que todos esos cataclismos son posibles, se me debe admitir que también es factible que no ocurran hasta dentro de muchos miles de años, o nunca. Mientras tanto ¿Qué será de nuestro cráneo, sometido a la inexorable Ley de D. Jean-Baptiste? Cada día que pasa delegamos en las máquinas más y más funciones de las que antes se ocupaba nuestro cerebro. Es de suponer que las neuronas, aburridas con tanta inactividad, vayan desapareciendo una detrás de otra y que la masa cerebral disminuya poco a poco hasta quedar convertida en un guisante gris con circunvoluciones, rebotando como una canica del parietal al occipital. Yo estoy con los aristotélicos cuando decían aquello de que “la naturaleza aborrece el vacío” y es inquietante imaginar las consecuencias estéticas que podría derivarse de ese extremado horror vacui. La más probable es que se nos reduzca la cabeza al estilo de los jíbaros. Teniendo en cuenta que a la pereza intelectual se le ha unido un desaforado culto al cuerpo, no me parece muy aventurado conjeturar que los hombres y mujeres del siglo XXII serán una especie de superschwarzenegers con la cabeza del tamaño de Pulgarcito. Todos seremos como Julián Contreras, pero en más exagerado. Yo no digo nada porque no quiero que se me acuse de dogmático, pero estremecer pensar en una humanidad de semejantes características.


Otro síntoma alarmante de los derroteros por los que transita nuestra especie es la reducción del lenguaje a lo mínimo imprescindible. Ponían hace años en televisión un spot que anunciaba un método para aprender inglés, que se llamaba “El inglés en mil palabras”. ¡Mil palabras! Ay, si D. William levantara la cabeza. Bueno, pues cada vez hay más personas a las que para hablar el español les sobra con quinientas o menos. Con un “ya te digo”, un “qué fuerte”, y un “vale”, convenientemente sazonados con una blasfemia y dos o tres tacos resuelve sus conversaciones una cantidad creciente de personas. Esto va unido a esa neolengua telefónica que reduce las palabras a su mínima expresión, que convierte un hermoso “Mañana nos vemos. Te quiero mucho” en un rezongo del estilo “ns vms mñn tkm”. El caso es que articulamos nuestros pensamientos mediante palabras y cada palabra que se reduce, se pierde o se olvida es un matiz que desaparece de nuestras reflexiones.


Todo en la sociedad tecnológica, en lo físico como en lo intelectual, tiende a potenciar la Ley del Mínimo Esfuerzo. Hasta en esa “nueva” espiritualidad que está tan en boga se cantan sus glorias; Deepak Chopra, el gurú de moda, la incluye nada más y nada menos que en sus archidifundidas “ Siete Leyes Espirituales del Éxito”: “Para esta ley lo fácil es bueno, menos es mucho más y bien es suficiente”. Si tenemos en cuenta que toda esta oleada de espiritualidad “nueva” tiene su origen en el movimiento New Age, que nació en California, justo al ladito de Sillicon Valley, entenderemos esa curiosa coincidencia entre lo que ofrecen Deepak Chopra y Bill Gates: American way of life.


Cuando yo estudiaba griego me tocó traducir la “Anábasis”, de Jenofonte. La triste historia de La Retirada de los Diez Mil era un tocho tremendo y, así me lo parecía entonces, de un aburrimiento plúmbeo. Un avispado compañero de curso, probablemente un repetidor, se hizo con una versión bilingüe griego-castellano del mamotreto en cuestión; su idea nos pareció tan brillante a todos que poco después media clase tenía el mismo libro. La alegría nos duró poco porque la insólita similitud de nuestras traducciones llamó inmediatamente la atención del profesor quien, además de avispado, era un furibundo detractor de, precisamente, la Ley del Mínimo Esfuerzo. Cada vez que nos pillaba en algún truco para trabajar menos, nos endilgaba una perorata de diez minutos sobre los abismos de pobreza intelectual en los irremisiblemente caeríamos si insistíamos en aplicar la Ley del Mínimo Esfuerzo. Por supuesto todos los poseedores de la preciada obra bilingüe fuimos suspendidos sin apelación posible.


Eran otros tiempos y otros valores. Valores que, como a “los Doce Robles”, el viento se los llevó.










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