Siempre he disfrutado mucho viajando. De todos los lugares que he visitado, que por desgracia no han sido muchos, he procurado sacar lo positivo. También es cierto que nunca he sufrido ningún percance grave, lo que verdaderamente es una suerte. Una vez me robaron la cartera en Berlín, con quinientos marcos enteritos dentro, pero fue por idiota; tuve también un percance en el aeropuerto de Gatwick a la vuelta de una estancia en Londres con mi familia, incidente que quizás cuente otro día con más detalle, cuando perdí mi bolsa de viaje con el pasaporte, el billete de avión y todo mi dinero. A punto estuve de quedarme allí para toda la vida, como Tom Hanks en “La Terminal”, pero la cosa acabó por solucionarse a mi entera satisfacción.
Todos los lugares tienen su encanto si uno sabe buscarlo. Solo de Singapur, por lo artificial, y de las islas Phi-Phi, por lo natural, he salido echando pestes y jurando que no volvería en toda mi vida. No soy, ni de lejos, de los que vienen de Roma entre decepcionados e indignados “porque está sucia”, o de aquellos que solo cuentan de Venecia aquello tan manido, e inexacto por lo que yo sé, de que “los canales huelen mal”. Claro está que en estas cuestiones del viajar hay mucho postureo; mucha gente se ve así como más cosmopolita si arruga la nariz y va quejándose de todo, no vaya a ser que les acusen de no tener criterio propio. No es mi caso, insisto. A riesgo de ser tachado de palurdo digo que me ha gustado todo. Pero hay tres sitios que recordaré siempre de un modo especialísimo y no por su particular belleza, que la tienen, sino porque viví en ellos experiencias únicas e irrepetibles, eso creo. Se trata de Delfos, Douz y Luxor.
Grecia es un país maravilloso por muchísimas razones, pero lo que más impresión me causo fue la belleza y la fuerza de la propia tierra. Hay en Grecia paisajes que quitan el aliento y esto es especialmente cierto en Delfos. Las ruinas del antiguo santuario están acostadas contra la falda de la montaña y el visitante va subiendo por la vía sacra, como antaño hicieron los peregrinos, desde los llamados “tesoros” hasta el estadio, pasando por los restos del templo de Apolo y el teatro. Tengo que decir que la gente con la que hacía el viaje, sin ser ni mucho menos desagradable, no era la más adecuada. Al contrario que a mí, para la mayoría de ellos la parte que podríamos llamar arqueológica del viaje era más un trámite que otra cosa. Quizás por eso hubo un momento en el que me apeteció separarme del grupo y deambular un poco a mi aire. Visité el pequeño museo adyacente a las ruinas, que atesora algunas piezas muy notables, como la escultura de Agias, la imponente y enigmática “Esfinge de los Naxos” y, sobre todo, el famoso auriga de bronce que yo tenía especial interés en ver porque de siempre ha sido una de mis esculturas favoritas. A la salida me senté a descansar en las gradas del teatro, desde donde se tiene una fastuosa vista del pequeño valle y las agrestes montañas que le rodean. Y allí, yo no sé que sentí. Fue como si saliese de mi mismo y me fundiese con el paisaje y con las ruinas; era una sensación de paz y de armonía totales que nunca he vuelto a sentir de manera tan plena. Más tarde he intentado razonarlo buscando explicaciones: la emoción de estar en Grecia, que tantas ganas tenía de conocer; la belleza que me rodeaba y la resonancia de los nombres antiguos; una forma benigna y complaciente del síndrome de Stendhal… Posiblemente fuese alguna de esas cosas, o todas, pero en el fondo de mi corazón sigo convencido de que alguna venerable Pitia despertó de su letargo milenario para exhalar sobre mi rostro su aliento sagrado.
Otro momento memorable lo viví cuando conocí el desierto. Las dos primeras veces que estuve en Túnez me había limitado a repanchingarme en Hammamet como un ceporro, moverme un poco por Monastir para hacer compras y tomar algo en Port El-Kantaui, y abrasarme el paladar con un té en el inevitable Café des Nattes de Sidi Bou Said. Cuando espoleado por la cercanía y los bajos precios volví unos años después, decidí que era ya hora de conocer el país un poco más a fondo. Visité Kairouan y su gran mezquita, El Djem y su gran anfiteatro y Tozeur y su gran palmeral.Todo ello de camino a Douz, La Puerta del Desierto, en donde tenía intención de pasar tres días. Los tunecinos presumen de que su país tiene tres desiertos: el de sal, el de piedra y el de arena. Cerca de Tozeur te encuentras con Chott El Jerid, una apabullante llanura de sal que te abrasa de sed solo de verla. Más adelante está Matmata, en el desierto de piedra, que no digo yo que esté mal, pero que no impresiona mucho a quien haya conocido el Páramo de Masa en Agosto. Además te ponen la cabeza como un tambor repitiendo una y otra vez que allí se rodó un episodio de “La Guerra de las Galaxias”. Finalmente llegué a Douz. Como después de haberme registrado e instalado en el hotel me quedaban un par de horas antes de la cena, decidí dar un paseo por los alrededores, a la fresca de la tarde. A escasos quinientos metros del hotel me di de bruces con el desierto de arena, el de verdad. Jamás he conocido un lugar tan sobrecogedor. Sorteando a los camelleros que me acosaban como tábanos, subí andando la primera duna y, al descender por el otro lado, me encontré de repente en un mundo sin tiempo, hecho de inmensidad y de silencio. El sol acababa de ponerse y lo que hasta hacía un momento era dorado, se volvió blanco a la luz de la luna. Blanco y frío. El ambiente era tan mágico que si hubiese aparecido un niño rubio pidiéndome que le pintase un cordero, me hubiera parecido lo más natural. Costaba pensar en volver al hotel. Cuando por fin me decidí a hacerlo tuve la suerte de encontrarme con un grupo de beduinos que se preparaban, ellos y a sus camellos, para pasar la noche junto a una hoguera. Sentarme con ellos a fumar un cigarrillo amortiguó el impacto de volver al barullo del hotel después de la paz absoluta del desierto.
Y para terminar, Luxor. Viajar a Egipto es una experiencia fabulosa, pero agotadora. Aunque yo fui a mediados de Octubre, cuando se supone que la temperatura es más suave, el calor a partir de las once de la mañana es casi insoportable. A consecuencia de ello tienes que pegarte unos madrugones infernales si quieres hacer excursiones sin correr peligro de deshidratación. Yo había pasado la mañana en el templo de Amón de Karnak, en el que lo colosal de la arquitectura egipcia se manifiesta sin pudor ni cortapisa. Pilonos enormes, columnas como casas y estatuas desmesuradas se van sucediendo sin solución de continuidad en aquel recinto inmenso. Tras la visita hice lo más razonable: ir al hotel a comer y a dormir la siesta arropado por el bendito aire acondicionado, esperando la llegada de la tarde. Cuando se pone el sol en Egipto es costumbre dar un paseo por la “Corniche”, que es el nombre que dan allí al paseo que bordea el río. A esa hora empieza a soplar una brisa muy agradable desde el Nilo y la temperatura es deliciosa. Paseando, paseando, llegué hasta el templo de Amón de Luxor. El plan establecido era visitar ese templo a la mañana siguiente, pero ya que estaba allí me decidí a echar un vistazo. Para entrar al templo de Luxor desde La Corniche ha que atravesar un pequeño paseo bordeado de palmeras, que ocultan la vista de las ruinas. Al terminar esa alameda apareció el templo en todo su esplendor. Los focos creaban un misterio de sombras y luz dorada en la inmensa fachada, guarnecida desde hace tres mil años por los cuatro formidables colosos de Ramsés II. Precisamente en ese instante desde todos los alminares de la ciudad los muecines empezaron a llamar a la oración de la tarde. Las noches en Egipto tienen un textura muy especial, que relaja las defensas y deja los sentidos muy a flor de piel. Seguramente por eso me impresionó tanto esa visión de la religión antigua arropada por el canto de la nueva, todo envuelto en la noche tibia y la luz dorada.
En cincuenta y seis años he vivido muchos momentos emocionantes, tristes, alegres y de todo tipo; pero estos tres los tengo guardados en un ricón especial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario