sábado, 27 de febrero de 2016
SEMANAS SANTAS
Poco a poco, pasito a pasito, se va acercando el año litúrgico a unos de sus momentos estelares: la Semana Santa. La conmemoración de la muerte y resurrección de Jesucristo tiene enorme importancia para todos los cristianos, pero en España es casi, casi, una cuestión de estado. En todas las ciudades grandes y pequeñas se ven tomadas las calles por imágenes dolientes, señoras vestidas de negro con sus peinetas y mantillas correspondientes, curas, monaguillos y nazarenos. Ahora que cambiarlo todo se ha vuelto una cuestión de primera necesidad, está de moda quejarse de la Semana Santa. Desde determinadas posturas políticas e intelectuales se considera que esos desfiles son un intolerable ejercicio de publicidad católica, de imposición por la bravas a la ciudadanía de los ritos y liturgias de una confesión religiosa, cosa inaceptable, según parece, en un estado que, como el nuestro, es constitucionalmente aconfesional. En algunos lugares se ha intentado en estos últimos años entorpecer la salida de los pasos, boicotear las procesiones y secularizarlas haciendo parodias sacrílegas paralelas. Ya se sabe que la visión revolucionaria de la vida se suele basar en hacer borrón y cuenta nueva, en demoler todo para empezar a construir mundos mejores; y en España da la sensación algunas veces que aquellos que se han erigido en protagonistas del cambio, de ese cambio que anhelamos todos, desean en realidad una revolución. Revolución y transición son posiciones igualmente legítimas, pera yo prefiero la segunda. Creo que como personas somos esencialmente un amontonamiento más o menos ordenado de pasados, y lo mismo somos como sociedad. Negar el peso del catolicismo en nuestra cultura y tratar de borrarlo de un plumazo me parece, además de muy imprudente, esencialmente estúpido.
El caso es que yo no me encuentro entre aquellos a quiénes molesta la Semana Santa, a pesar de que cuando yo era niño era una cosa seria, pero seria de verdad. La Semana Santa de mi infancia lo cubría todo con el sufrimiento de Cristo. A la preceptiva comida de vigilia había que sumar la prohibición de bailar, de escuchar música, casi hasta de reírse. Cualquier manifestación de jolgorio y alegría estaban muy mal vista. Así era al menos en el ambiente archicatólico en el que me crié. Recuerdo los altares de la iglesia cubiertos de lienzos negros, creo que el día de Viernes Santo, que daban miedo a más no poder, los sermones lúgubres, la música religiosa a todas horas en la radio (Nacional)… Estoy seguro de que a poco empeño que pusiese me podría inventar un síndrome traumático de infanciasemanasantizada y solicitar una pensión del estado, que si se lo han dado al que siempre llega tarde ¿Por qué no a mí? Pero ponerme a ello me da una pereza horrorosa.
Como he dicho, la Semana Santa se celebra en todos los rincones de España, pero las grandes, las famosas, las espectaculares, han sido siempre las castellanas y las andaluzas, cada una en su estilo.
Líbreme la Macarena de menospreciar la Semana Santa Sevillana. En primer lugar porque los andaluces son muy suyos para sus cosas, casi tanto como los demás para las nuestras, y no quisiera yo ofenderles en un asunto que, junto con La Feria de Abril, es sagrado para ellos. Además es indudablemente cierto que la fiesta es digna de verse. Lo que ocurre es que ese desparrame de oro, plata y piedras preciosas, ese amontonamiento de mantos bordados con pedrería y jarrones dorados reventando de flores, esos millones de cirios y guirnaldas y, sobre todo, esa pasión tan impresionante y desatada que pone la gente al paso de los pasos, valga la redundancia, aturden un poco a los caracteres como el mío, que tienden más a lo británico que a lo andalusí. De hecho lo que más atractivo me resulta es el aspecto pagano de la celebración. Mucho debe el catolicismo a la religión del Antiguo Egipto, tanto en forma como en substancia, y ese exponer los dioses al pueblo una semana al año me trae aromas de la Fiesta de Opet, La Hermosa Fiesta del Valle, y otros festivales religiosos de la antigua Tebas.
Pero a mi dadme la Semana Santa de Castilla, austera, recia, solemne y dolorosa sin recato. Recuerdo un Jueves Santo que fui con mis amigos a tomar una copa a la Plaza Mayor. A la salida del bullicio y la música del bar, nos dimos de narices con la procesión de la Peregrinación del Silencio. Precedido por un grupo de cuatro o seis pífanos vestidos de negro, que de vez en vez dejaban oír una música dulce y tristísima, desfilaba un Cristo en la cruz rodeado de nazarenos con túnicas y capirotes de terciopelo purpura, todos en un silencio sepulcral roto solo por la música triste. Me impresionó tanto que obligue a mis amigos, pucelanos de toda la vida y atufados los pobres de tanta procesión, a seguir la comitiva hasta la catedral. Dejando a un lado las abrumadoras connotaciones religiosas, ví belleza allí y no está los tiempos para desperdiciar belleza.
Conozco también la Semana Santa de Zamora, que a la reciedumbre vallisoletana añade algún puntillo de la fiesta sevillana. Zamora es una ciudad pequeña y su centro tiene un aire muy decimonónico, pero con muchos toque de Edad Media pura y dura. De la catedral no diré que sea bonita, porque es un mamotreto tan sólido y rotundo que más parece asiento de la espada que de la cruz, pero está rematada por una preciosa cúpula románica de gallones de aire muy constantinopolitano. Es como si una princesa bizantina se hubiese encaramado por error en el tejado un cuartel prusiano. Pero con su situación dominando el Duero y ese entorno en el que no desentonaría el mismísimo Vellido Dolfos, hijo de Dolfos Vellido, resulta un monumento muy impactante. Todo el entorno de la catedral, y de hecho prácticamente toda Zamora, se inunda de Semana Santa. Las Calles se trufan de vírgenes dolorosas, borriquitos, los imprescindibles nazarenos y unas bandas de música muy aparentes. Unas gestiones en Santander me impidieron llegar el día de Miércoles Santo y ver, como me hubiese gustado, la procesión de la Hermandad de Penitencia del Santísimo Cristo del Amparo, más conocida como “de las capas pardas”. La capa parda es el traje regional más intimidatorio que conozco. Si hubiese, Dios me perdone, benedictinos zombis, yo me los imagino con esa capa puesta. Larga casi hasta los pies, del color pardo que le da nombre y con una capucha terminada en una especie de picurucho que cubre la cara casi completamente, la capa parda está hecha que ni pintiparada para una película de aquellas de Paul Naschy que tanto miedo daban en los años setenta. Debe ser digno de ver a medianoche ese desfile de gente encapotada, encapuchada, y llevando un farol por añadidura, pero por desgracia me lo perdí.
Lo que no me perdí fue el fiestorro, más sevillano, que se dan los hermanos cofrades entre desfile y desfile. Un día por la tarde salimos a dar lo que mi amigo Aldo llama “un paseo” por la ribera del Duero, para que luego digan que “nadie a acompañarte baja”. Lo que desde luego no hicimos fue detenernos “a oír tu eterna estrofa de agua”, porque a lo que mi amigo llama paseo lo llamaba maratón el barón de Coubertin. Veloces como gacelas nos recorrimos la ribera de arriba abajo, cruzamos un puente y volvimos a la casilla de salida en un pispas, mi amigo fresco como una lechuga y yo jadeando como un podenco. Volvimos al centro por la zona de la catedral, subiendo una cuestecita que a punto estuvo de costarme los pulmones, y nos encontramos allí una cuchipanda de alcohol y viandas que ríete de los festines de Lúculo. Todos aquellos cofrades y nazarenos que había visto desfilar tan serios y tan formales, todos los de los tambores y carracas, se estaban dando un atracón de padre y muy señor mío en actitud que calificaré de poco recogimiento, por no hacer sangre. A nuestra vez pasamos el resto de la tarde y parte de la noche comiendo y pimplando muy ricamente. Al cambiar de garito nos encontrábamos con que los cofrades, muy repuestos y animados con el guateque previo, desfilaban de nuevo por la ciudad.Eso, esa mezcla, es actualmente la Semana Santa.
Yo acepto, como no, que haya gente cuya sensibilidad laica se vea perturbada por ese frenesí de iconos religiosos paseando por las ciudades una semana entera, pero opino que se deberían aguantar. Semana Santa, como Navidad y alguna otra fecha, han dejado de ser patrimonio de la Iglesia para pasar a serlo de todos, mezclando en ellas lo cristiano y lo pagano, a Don Carnaval y a Doña Cuaresma. Que se cambie lo que los ciudadanos queremos que se cambie, pero que dejen que la sociedad evolucione como quiera. Más ideas y menos ideología.
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Me gustó leerte.Respeto, comprensión y algo de guasa he querido percibir en tu escrito; es lo mismo que yo siento y con lo que me identifico. El resto, veo que estás mas "viajao" pero mucho mas que yo (y mira que tengo años) y por eso disfruto con tus anecdotillas y vivencias. gracias chaval. ¡Oye¡ que bien redactau.....
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