sábado, 27 de febrero de 2016
SEMANAS SANTAS
Poco a poco, pasito a pasito, se va acercando el año litúrgico a unos de sus momentos estelares: la Semana Santa. La conmemoración de la muerte y resurrección de Jesucristo tiene enorme importancia para todos los cristianos, pero en España es casi, casi, una cuestión de estado. En todas las ciudades grandes y pequeñas se ven tomadas las calles por imágenes dolientes, señoras vestidas de negro con sus peinetas y mantillas correspondientes, curas, monaguillos y nazarenos. Ahora que cambiarlo todo se ha vuelto una cuestión de primera necesidad, está de moda quejarse de la Semana Santa. Desde determinadas posturas políticas e intelectuales se considera que esos desfiles son un intolerable ejercicio de publicidad católica, de imposición por la bravas a la ciudadanía de los ritos y liturgias de una confesión religiosa, cosa inaceptable, según parece, en un estado que, como el nuestro, es constitucionalmente aconfesional. En algunos lugares se ha intentado en estos últimos años entorpecer la salida de los pasos, boicotear las procesiones y secularizarlas haciendo parodias sacrílegas paralelas. Ya se sabe que la visión revolucionaria de la vida se suele basar en hacer borrón y cuenta nueva, en demoler todo para empezar a construir mundos mejores; y en España da la sensación algunas veces que aquellos que se han erigido en protagonistas del cambio, de ese cambio que anhelamos todos, desean en realidad una revolución. Revolución y transición son posiciones igualmente legítimas, pera yo prefiero la segunda. Creo que como personas somos esencialmente un amontonamiento más o menos ordenado de pasados, y lo mismo somos como sociedad. Negar el peso del catolicismo en nuestra cultura y tratar de borrarlo de un plumazo me parece, además de muy imprudente, esencialmente estúpido.
El caso es que yo no me encuentro entre aquellos a quiénes molesta la Semana Santa, a pesar de que cuando yo era niño era una cosa seria, pero seria de verdad. La Semana Santa de mi infancia lo cubría todo con el sufrimiento de Cristo. A la preceptiva comida de vigilia había que sumar la prohibición de bailar, de escuchar música, casi hasta de reírse. Cualquier manifestación de jolgorio y alegría estaban muy mal vista. Así era al menos en el ambiente archicatólico en el que me crié. Recuerdo los altares de la iglesia cubiertos de lienzos negros, creo que el día de Viernes Santo, que daban miedo a más no poder, los sermones lúgubres, la música religiosa a todas horas en la radio (Nacional)… Estoy seguro de que a poco empeño que pusiese me podría inventar un síndrome traumático de infanciasemanasantizada y solicitar una pensión del estado, que si se lo han dado al que siempre llega tarde ¿Por qué no a mí? Pero ponerme a ello me da una pereza horrorosa.
Como he dicho, la Semana Santa se celebra en todos los rincones de España, pero las grandes, las famosas, las espectaculares, han sido siempre las castellanas y las andaluzas, cada una en su estilo.
Líbreme la Macarena de menospreciar la Semana Santa Sevillana. En primer lugar porque los andaluces son muy suyos para sus cosas, casi tanto como los demás para las nuestras, y no quisiera yo ofenderles en un asunto que, junto con La Feria de Abril, es sagrado para ellos. Además es indudablemente cierto que la fiesta es digna de verse. Lo que ocurre es que ese desparrame de oro, plata y piedras preciosas, ese amontonamiento de mantos bordados con pedrería y jarrones dorados reventando de flores, esos millones de cirios y guirnaldas y, sobre todo, esa pasión tan impresionante y desatada que pone la gente al paso de los pasos, valga la redundancia, aturden un poco a los caracteres como el mío, que tienden más a lo británico que a lo andalusí. De hecho lo que más atractivo me resulta es el aspecto pagano de la celebración. Mucho debe el catolicismo a la religión del Antiguo Egipto, tanto en forma como en substancia, y ese exponer los dioses al pueblo una semana al año me trae aromas de la Fiesta de Opet, La Hermosa Fiesta del Valle, y otros festivales religiosos de la antigua Tebas.
Pero a mi dadme la Semana Santa de Castilla, austera, recia, solemne y dolorosa sin recato. Recuerdo un Jueves Santo que fui con mis amigos a tomar una copa a la Plaza Mayor. A la salida del bullicio y la música del bar, nos dimos de narices con la procesión de la Peregrinación del Silencio. Precedido por un grupo de cuatro o seis pífanos vestidos de negro, que de vez en vez dejaban oír una música dulce y tristísima, desfilaba un Cristo en la cruz rodeado de nazarenos con túnicas y capirotes de terciopelo purpura, todos en un silencio sepulcral roto solo por la música triste. Me impresionó tanto que obligue a mis amigos, pucelanos de toda la vida y atufados los pobres de tanta procesión, a seguir la comitiva hasta la catedral. Dejando a un lado las abrumadoras connotaciones religiosas, ví belleza allí y no está los tiempos para desperdiciar belleza.
Conozco también la Semana Santa de Zamora, que a la reciedumbre vallisoletana añade algún puntillo de la fiesta sevillana. Zamora es una ciudad pequeña y su centro tiene un aire muy decimonónico, pero con muchos toque de Edad Media pura y dura. De la catedral no diré que sea bonita, porque es un mamotreto tan sólido y rotundo que más parece asiento de la espada que de la cruz, pero está rematada por una preciosa cúpula románica de gallones de aire muy constantinopolitano. Es como si una princesa bizantina se hubiese encaramado por error en el tejado un cuartel prusiano. Pero con su situación dominando el Duero y ese entorno en el que no desentonaría el mismísimo Vellido Dolfos, hijo de Dolfos Vellido, resulta un monumento muy impactante. Todo el entorno de la catedral, y de hecho prácticamente toda Zamora, se inunda de Semana Santa. Las Calles se trufan de vírgenes dolorosas, borriquitos, los imprescindibles nazarenos y unas bandas de música muy aparentes. Unas gestiones en Santander me impidieron llegar el día de Miércoles Santo y ver, como me hubiese gustado, la procesión de la Hermandad de Penitencia del Santísimo Cristo del Amparo, más conocida como “de las capas pardas”. La capa parda es el traje regional más intimidatorio que conozco. Si hubiese, Dios me perdone, benedictinos zombis, yo me los imagino con esa capa puesta. Larga casi hasta los pies, del color pardo que le da nombre y con una capucha terminada en una especie de picurucho que cubre la cara casi completamente, la capa parda está hecha que ni pintiparada para una película de aquellas de Paul Naschy que tanto miedo daban en los años setenta. Debe ser digno de ver a medianoche ese desfile de gente encapotada, encapuchada, y llevando un farol por añadidura, pero por desgracia me lo perdí.
Lo que no me perdí fue el fiestorro, más sevillano, que se dan los hermanos cofrades entre desfile y desfile. Un día por la tarde salimos a dar lo que mi amigo Aldo llama “un paseo” por la ribera del Duero, para que luego digan que “nadie a acompañarte baja”. Lo que desde luego no hicimos fue detenernos “a oír tu eterna estrofa de agua”, porque a lo que mi amigo llama paseo lo llamaba maratón el barón de Coubertin. Veloces como gacelas nos recorrimos la ribera de arriba abajo, cruzamos un puente y volvimos a la casilla de salida en un pispas, mi amigo fresco como una lechuga y yo jadeando como un podenco. Volvimos al centro por la zona de la catedral, subiendo una cuestecita que a punto estuvo de costarme los pulmones, y nos encontramos allí una cuchipanda de alcohol y viandas que ríete de los festines de Lúculo. Todos aquellos cofrades y nazarenos que había visto desfilar tan serios y tan formales, todos los de los tambores y carracas, se estaban dando un atracón de padre y muy señor mío en actitud que calificaré de poco recogimiento, por no hacer sangre. A nuestra vez pasamos el resto de la tarde y parte de la noche comiendo y pimplando muy ricamente. Al cambiar de garito nos encontrábamos con que los cofrades, muy repuestos y animados con el guateque previo, desfilaban de nuevo por la ciudad.Eso, esa mezcla, es actualmente la Semana Santa.
Yo acepto, como no, que haya gente cuya sensibilidad laica se vea perturbada por ese frenesí de iconos religiosos paseando por las ciudades una semana entera, pero opino que se deberían aguantar. Semana Santa, como Navidad y alguna otra fecha, han dejado de ser patrimonio de la Iglesia para pasar a serlo de todos, mezclando en ellas lo cristiano y lo pagano, a Don Carnaval y a Doña Cuaresma. Que se cambie lo que los ciudadanos queremos que se cambie, pero que dejen que la sociedad evolucione como quiera. Más ideas y menos ideología.
lunes, 22 de febrero de 2016
jueves, 18 de febrero de 2016
AVE MARÍA
Por muchas veces que lo he leído, no veo la blasfemia por ningún sitio en ese famoso “Ave, María” que tanta polvareda ha levantado estos días atrás. Yo solo veo mala poesía. Indudablemente es soez y algo vulgar, pero eso es porque sigue esa tendencia artística e intelectual que considera que la belleza es un síntoma intolerable de elitismo y que la creación solo debe mostrar la pura y dura realidad, en la forma más descarnada y atroz posible. Quizás ese “Madre nuestra que estás en el celo” podría ser forzado hasta el punto de ser visto como una negación de la pureza de María, que es dogma para la Iglesia, y ser por lo tanto considerado blasfemo por un católico, pero nada más. Es una cuestión de estética, pero no de moral. El problema es que llueve sobre mojado, porque con demasiada frecuencia se ha hecho escarnio de lo sagrado sin necesidad, por simple diversión la mayoría de las veces, por revancha o por esa estúpida forma de esnobismo que consiste en cagarse en todo establecido para hacerse el moderno y el progresista. Si la sociedad va avanzando poco a poco en el respeto a lo diferente y en la igualdad de derechos, si ahora se consideran intolerables actitudes y formas de expresión que pueden herir la sensibilidad de las mujeres, los homosexuales, los discapacitados o cualquier otro colectivo ¿Por qué no con los católicos? Una cosa es la crítica y otra el escarnio.
Por su parte muchos creyentes han abusado vergonzosamente de términos como blasfemia, persecución y catástrofe ética cada vez que la sociedad civil ha dado un paso en el sentido de recortar los privilegios de la Iglesia, bien pocos pasos en verdad, o ha ejercido su derecho a no verse regida por principios morales propios y exclusivos de una confesión religiosa en particular. Desde la Conferencia Episcopal se insiste y machaca una y otra vez en que no hay más camino que el de Cristo y que la sociedad que no le sigue es perversa por definición; las asociaciones familiares católicas, a su vez, se apropian con descaro de la representación de La Familia, como si los no creyentes no formásemos familias perfectamente funcionales. Los católicos piden respeto, que se les debe, al mismo tiempo que afirman que su verdad es La Verdad y que todos los demás nos equivocamos o somos sencillamente malos. ¿Qué respeto es ese?
Yo siempre he pensado que es imposible un verdadero diálogo entre alguien creyente y alguien que no lo es, cuando el tema de conversación es lo religioso o lo divino. La actitud nuclear del no creyente es la duda, mientras que la del creyente es la certeza. Yo no creo en Dios pero no le niego, porque la simple imposibilidad de probar su existencia no me parece argumento suficiente. Por el contrario un católico ve en la misma existencia una prueba del poder divino, con lo que seguramente se entendería mejor con un ateo militante, dado que ambos se consideran en posesión de la verdad absoluta. De cualquier forma esa creencia en la verdad debe ser respetada, por muy ajena que sea a nuestro modo de ver la vida. Al fin y al cabo verdad y duda no son más que dos aspectos de la misma cosa. Si cualquier crítica es molesta ¿Por qué llevarla hasta extremos tan desagradables?
En el fondo de ese “Ave María”, como en el de los titiriteros de Madrid, subyace la cuestión de los límites de la libertad de expresión. Mi punto de vista es que no debería tenerlos en absoluto y que todo el mundo pudiese decir lo que quisiese, pero me gustaría que todo aquello que hiere de forma gratuita los sentimientos más íntimos de las personas, no quisiese ser dicho por nadie. Quienes se han sentido heridos por ese “poema” cuentan con mi apoyo y mi simpatía más sinceros, pero si quieren dar el paso de prohibir ese tipo de expresión, o cualquier otro, me tendrán enfrente. Mientras tanto, que se aplique la ley.
domingo, 14 de febrero de 2016
AGUAPISAS
La ciudad extranjera que más veces he visitado, dejando aparte Toulouse y puede que Albi, ha sido Florencia. La conocí hace a treinta y cinco años en el transcurso de un viaje por el norte de Italia y el sur de Francia, de camping, del que mi hermana Verónica y yo guardamos muchos momentos verdaderamente memorables y mi cuñado Jota algunos menos. Después he vuelto solo, con amigos, a visitar a mi sobrina, con mi familia... Parafraseando a Heráclito diré que en la misma Florencia he estado y no he estado, porque la ciudad, como todo, siempre es la misma y siempre es distinta. De aquella primera vez recuerdo el sol, el calor, el bullicio de la gente y la animación de titiriteros, músicos y saltimbanquis en la piazza della Signoria, por la noche; la he conocido también recogida en el frío y la lluvia de noviembre, más serena, más tranquila y con su correspondiente toque de melancolía. He paseado por sus calles con la tranquilidad del dolce far niente y con las prisas del turista que quiere verlo todo. Cada vez una ciudad distinta, pero siempre con esa belleza imperturbable y altiva, tan diferente de los esplendores mas voluptuosos y carnales que se derrochan en Roma o el lujo bizantino y decadente de Venecia.
De entre sus mil museos y palacios mi favorito es el discreto Museo dell'Opera del Duomo, medio aplastado el pobre por la magnificencia de la vecina cúpula de Brunelleschi y casi ignorado por las masas de turistas que se amontonan en las puestas del Baptisterio, o en la entrada de la Academia. La “Piedad” de Miguel Ángel que allí se expone no tiene la delicadeza de su homónima de la Basílica de San Pedro del Vaticano, pero desprende una fuerza que te deja apabullado.
De las “piazze”, Santo Spirito. Sin llegar a ser una desconocida, guardar el incognito les está vedado a todos los rincones de Florencia, piazza Santo Spirito no suele estar incluida entre los “imprescindibles” de quienes visitan la ciudad. No es extraño porque Santo Spirito es discreta y guarda sus encantos para los perseverantes. Cercana al famosísimo Palazzo Pitti, la plaza es un pequeño rectángulo rodeado de edificios anodinos, por no decir feos, y presidida por la fachada encalada y austera de la iglesia que le da nombre. Tras esa fachada tan desaborida, la iglesia guarda su secreto: uno de los interiores más armoniosos y puros del genio de Brunelleschi. La piazza oculta el suyo tras la caída del sol. Fue mi sobrina Susana quien me inicio en los misterios de piazza Santo Spirito, que con la llegada de la tarde-noche se va llenando de gente de todos los tipos y colores. Estudiantes, viajeros de paso, mochileros y todo un caleidoscopio de gente riendo, charlando y tomando cerveza. Creo recordar que el primer día que fuimos estuvimos escuchando un concierto antes de hacer lo más tradicional, que es sentarse en las escaleras de la iglesia con una cervezona, en vaso de plástico, para disfrutar de una buena charla y mirar a la gente.
Ese tipo de lugares suelen atraer a lo que podríamos llamar “personajes pintorescos”; gente especial, extravagante y peculiar, del tipo que la sociedad suele mirar con recelo y que son en cierto modo adoptados por quienes frecuentas lugares del estilo de la plaza. Aquella noche en concreto andaba por allí un viejillo de melena canosa, muy delgado, con síntomas de borrachera bastante evidentes y el aspecto más sucio y destrastado posible. Creo que llevaba una guitarra, pero no estoy seguro.Todo el mundo parecía conocerle. Le saludaban, le daban palmadas en la espalda, cigarrillos y un poco de esa conversación entre cariñosa y condescendiente con la que solemos dirigirnos a ese tipo de personas. Poco a poco el viejecillo se fue acercando al escalón que ocupábamos Susana y yo, se sentó junto a nosotros y, ni corto ni perezoso, agarró mi vaso de cerveza y le dio un trago. Acto seguido me miró con una sonrisa algo desconcertada, apoyo su cabeza en mis piernas y allí se quedó dormidito. Tengo que confesar que se me pasaron por la cabeza toda clase de ideas referentes a piojos y cosas así, pero, que queréis, me daba ternura aquel viejecillo durmiendo en mi regazo y allí le deje el rato que él quiso, poniendo cara de circunstancias y con las carcajadas de mi sobrina animando la velada.
En el Santander de mi juventud, más relajado y más tranquilo, eran famosos tres o cuatro personajes de ese tipo. Yo me acuerdo mucho de La Peteta y de Aguapisas. Recuerdo a La Peteta baja, rechoncha y rebozada en pañuelos de colores y abalorios. Cuando te encontrabas con ella, te pedía “una peteta", la peteta que le daba nombre. Si se la dabas solía añadir un “¿me das otra?”, pero si decías que no, no insistía. Lo malo era que te pillase sin cambio y le dieses una moneda de dos pesetas o una de un duro. En esos casos La Peteta cogía el duro, rápidamente lo guardaba en el bolsillo y repetía “¿me das una peteta?”; si intentabas razonar que ya le habías dado cinco,perdías el tiempo; ella te decía que sí, que lo que tú quisieras, pero que ella te había pedido una peteta, no un duro, y que si se la dabas o no. Era como el cuento de la buena pipa, pero en peteta.
Aguapisas era un asunto más serio. Tenía la habilidad de aprenderse de memoria las noticias de radio nacional, eso se decía, y a cambio de un vermouth te “radiaba el parte”. Tenía ínfulas de gran señor y presumía de ser íntimo de la realeza (casa de Borbon-Anjou), por lo que siempre se despedía con un “si quiere algún recado para el Rey o el conde de Barcelona, no tiene más que decírmelo”. No sé si por esa insistencia en su intimidad con la Casa Real de España, o porque era verdad, o sencillamente porque sí, el caso es que corrían rumores de que era hijo bastardo de Alfonso XIII, lo cual no sería muy improbable, que ya se sabe que D. Alfonso era putero a más no poder. Esos humos suyos aristocráticos resultaban muy graciosos siempre y cuando no te cayesen encima como un chaparrón inesperado. Nunca se me olvidará el día que llegue a la cafetería “El Suizo” y, cuando todavía no me había dado tiempo ni a pedir café, Aguapisas me gritó a pleno pulmón desde el otro extremo de la barra: “Me ha dado muchos recuerdos para usted D. Sixto de Borbón-Parma”. La gente de Santander conocía de sobra las fantasías de Aguapisas, pero era pleno verano y estaba El Suizo lleno de turistas, que se me quedaron mirando como si se les hubiese aparecido un fantasma. La gente de mi edad recordará que D. Sixto de Borbón-Parma y Borbón-Bousset, que de esa manía de los borbones de casarse entre primos no puede salir nada bueno, representaba entonces lo más negro y más retrogrado del movimiento carlista, con lo que recibir “muchos recuerdos” de su parte suponía algo así como un certificado de fascistidad. Salí de allí pitando.
De la última vez que le vi hará unos siete u ocho años, también en una cafetería. Yo estaba tomando algo en la barra y él se sentó a mi lado. Pidió un vaso de agua, que el camarero le sirvió con desgana y aire de desprecio, lo que me molestó y me hizo pensar en lo que han cambiado las cosas ahora que somos tan europeos y tan modernos. El caso es que Aguapisas me miró, miró al vaso de agua y me dijo “la verdad es que con este frío vendría mejor un vaso de leche”. Me salió una sonrisa y, un poco por los viejos tiempos y un bastante por darle en las narices al camarero, le invité a un vaso de leche. Cuando se lo sirvieron, volvió al ataque: “esto así, sin una tostada…”. Aguantando la carcajada pedí una tostada con mantequilla y mermelada, la pagué y me marché pensando: “genio y figura hasta la sepultura”. Pensé también que de aquella sociedad más provinciana, más pobre y menos cosmopolita, a la que no querría volver, podríamos haber salvado algunas cosas, como el cariño a gente como La Peteta y Aguapisas.
De entre sus mil museos y palacios mi favorito es el discreto Museo dell'Opera del Duomo, medio aplastado el pobre por la magnificencia de la vecina cúpula de Brunelleschi y casi ignorado por las masas de turistas que se amontonan en las puestas del Baptisterio, o en la entrada de la Academia. La “Piedad” de Miguel Ángel que allí se expone no tiene la delicadeza de su homónima de la Basílica de San Pedro del Vaticano, pero desprende una fuerza que te deja apabullado.
De las “piazze”, Santo Spirito. Sin llegar a ser una desconocida, guardar el incognito les está vedado a todos los rincones de Florencia, piazza Santo Spirito no suele estar incluida entre los “imprescindibles” de quienes visitan la ciudad. No es extraño porque Santo Spirito es discreta y guarda sus encantos para los perseverantes. Cercana al famosísimo Palazzo Pitti, la plaza es un pequeño rectángulo rodeado de edificios anodinos, por no decir feos, y presidida por la fachada encalada y austera de la iglesia que le da nombre. Tras esa fachada tan desaborida, la iglesia guarda su secreto: uno de los interiores más armoniosos y puros del genio de Brunelleschi. La piazza oculta el suyo tras la caída del sol. Fue mi sobrina Susana quien me inicio en los misterios de piazza Santo Spirito, que con la llegada de la tarde-noche se va llenando de gente de todos los tipos y colores. Estudiantes, viajeros de paso, mochileros y todo un caleidoscopio de gente riendo, charlando y tomando cerveza. Creo recordar que el primer día que fuimos estuvimos escuchando un concierto antes de hacer lo más tradicional, que es sentarse en las escaleras de la iglesia con una cervezona, en vaso de plástico, para disfrutar de una buena charla y mirar a la gente.
Ese tipo de lugares suelen atraer a lo que podríamos llamar “personajes pintorescos”; gente especial, extravagante y peculiar, del tipo que la sociedad suele mirar con recelo y que son en cierto modo adoptados por quienes frecuentas lugares del estilo de la plaza. Aquella noche en concreto andaba por allí un viejillo de melena canosa, muy delgado, con síntomas de borrachera bastante evidentes y el aspecto más sucio y destrastado posible. Creo que llevaba una guitarra, pero no estoy seguro.Todo el mundo parecía conocerle. Le saludaban, le daban palmadas en la espalda, cigarrillos y un poco de esa conversación entre cariñosa y condescendiente con la que solemos dirigirnos a ese tipo de personas. Poco a poco el viejecillo se fue acercando al escalón que ocupábamos Susana y yo, se sentó junto a nosotros y, ni corto ni perezoso, agarró mi vaso de cerveza y le dio un trago. Acto seguido me miró con una sonrisa algo desconcertada, apoyo su cabeza en mis piernas y allí se quedó dormidito. Tengo que confesar que se me pasaron por la cabeza toda clase de ideas referentes a piojos y cosas así, pero, que queréis, me daba ternura aquel viejecillo durmiendo en mi regazo y allí le deje el rato que él quiso, poniendo cara de circunstancias y con las carcajadas de mi sobrina animando la velada.
En el Santander de mi juventud, más relajado y más tranquilo, eran famosos tres o cuatro personajes de ese tipo. Yo me acuerdo mucho de La Peteta y de Aguapisas. Recuerdo a La Peteta baja, rechoncha y rebozada en pañuelos de colores y abalorios. Cuando te encontrabas con ella, te pedía “una peteta", la peteta que le daba nombre. Si se la dabas solía añadir un “¿me das otra?”, pero si decías que no, no insistía. Lo malo era que te pillase sin cambio y le dieses una moneda de dos pesetas o una de un duro. En esos casos La Peteta cogía el duro, rápidamente lo guardaba en el bolsillo y repetía “¿me das una peteta?”; si intentabas razonar que ya le habías dado cinco,perdías el tiempo; ella te decía que sí, que lo que tú quisieras, pero que ella te había pedido una peteta, no un duro, y que si se la dabas o no. Era como el cuento de la buena pipa, pero en peteta.
Aguapisas era un asunto más serio. Tenía la habilidad de aprenderse de memoria las noticias de radio nacional, eso se decía, y a cambio de un vermouth te “radiaba el parte”. Tenía ínfulas de gran señor y presumía de ser íntimo de la realeza (casa de Borbon-Anjou), por lo que siempre se despedía con un “si quiere algún recado para el Rey o el conde de Barcelona, no tiene más que decírmelo”. No sé si por esa insistencia en su intimidad con la Casa Real de España, o porque era verdad, o sencillamente porque sí, el caso es que corrían rumores de que era hijo bastardo de Alfonso XIII, lo cual no sería muy improbable, que ya se sabe que D. Alfonso era putero a más no poder. Esos humos suyos aristocráticos resultaban muy graciosos siempre y cuando no te cayesen encima como un chaparrón inesperado. Nunca se me olvidará el día que llegue a la cafetería “El Suizo” y, cuando todavía no me había dado tiempo ni a pedir café, Aguapisas me gritó a pleno pulmón desde el otro extremo de la barra: “Me ha dado muchos recuerdos para usted D. Sixto de Borbón-Parma”. La gente de Santander conocía de sobra las fantasías de Aguapisas, pero era pleno verano y estaba El Suizo lleno de turistas, que se me quedaron mirando como si se les hubiese aparecido un fantasma. La gente de mi edad recordará que D. Sixto de Borbón-Parma y Borbón-Bousset, que de esa manía de los borbones de casarse entre primos no puede salir nada bueno, representaba entonces lo más negro y más retrogrado del movimiento carlista, con lo que recibir “muchos recuerdos” de su parte suponía algo así como un certificado de fascistidad. Salí de allí pitando.
De la última vez que le vi hará unos siete u ocho años, también en una cafetería. Yo estaba tomando algo en la barra y él se sentó a mi lado. Pidió un vaso de agua, que el camarero le sirvió con desgana y aire de desprecio, lo que me molestó y me hizo pensar en lo que han cambiado las cosas ahora que somos tan europeos y tan modernos. El caso es que Aguapisas me miró, miró al vaso de agua y me dijo “la verdad es que con este frío vendría mejor un vaso de leche”. Me salió una sonrisa y, un poco por los viejos tiempos y un bastante por darle en las narices al camarero, le invité a un vaso de leche. Cuando se lo sirvieron, volvió al ataque: “esto así, sin una tostada…”. Aguantando la carcajada pedí una tostada con mantequilla y mermelada, la pagué y me marché pensando: “genio y figura hasta la sepultura”. Pensé también que de aquella sociedad más provinciana, más pobre y menos cosmopolita, a la que no querría volver, podríamos haber salvado algunas cosas, como el cariño a gente como La Peteta y Aguapisas.
sábado, 13 de febrero de 2016
TARDE DE CABAÑA
Ayer se nos dijo que Cantabria estaba en “Alerta Naranja”, que en mi pueblo viene a ser “dicen que viene una gordísima”. Los meteorólogos, al igual que los políticos, los intelectuales y demás profesionales de lo difuso, tienen un lenguaje propio que les sirve para sentirse más poseedores de lo suyo y para marcar bien clarita la diferencia entre ellos y nosotros, los mortales de a pie. Cuando un artista amontona cuatro o cinco cachivaches en medio de un salón enorme, lo que cualquiera de nosotros llamaría una mamonada, va y lo llama “instalación" y lo rodea así de un aura de misterio creativo solo perceptible por los “entendidos en la materia”; a lo que nosotros llamamos plagio, los escritores lo llaman “transliteración”. Los científicos llaman “ondas gravitacionales” a la Música de las Esferas de toda la vida y Esperanza Aguirre, siempre tan original y pizpireta, a los gravísimos indicios de corrupción que la rodean, les llama “yo descubrí la trama “Gurtel”.
El caso es que ayer por la tarde la Alerta Naranja nos trajo una gordísima. Jarreaba agua como si no hubiese un mañana y yo diría que hacía un frío que pelaba pero, por contemporizar, diré que la sensación térmica era gélida. Era una tarde de esas “de cabaña” en la que lo que de verdad apetecía era quedarse en casa bien calentito, con ropa cómoda, leyendo un libro con Chispas despanzurrado en el sofá a mi lado, trastear un poco con el ordenador y ver la tele. Mis conocidos me llaman raro porque me gusta, también, el mal tiempo del invierno para disfrutar, precisamente, de esos pequeños placeres domésticos, pero es que últimamente parece como si los cantabros nos hubiésemos criado en Almería, de lo que nos quejamos en cuanto caen cuatro gotucas. Bueno, en esas estaba yo prometiéndomelas muy felices cuando, de pronto, saltó el automático y me quedé sin luz. Cuando yo era pequeño lo que saltaban eran “los plomos” y en esos casos se sacaban los susodichos de una cajita de porcelana blanca que había en el contador, se reponía el “plomo” correspondiente y asunto arreglado. Ahora cuando salta el automático el único arreglo que puedes hacer es volver a colocarlo en posición y esperar que se comporte como es debido. Eso es lo que yo hice, pero a los cinco minutos, catapum, el automático volvió a saltar. Ahí me entro miedo. Me explico.
Hace aproximadamente dos años estaba yo tan ricamente viendo la televisión en casa, a eso de la una de la madrugada, cuando, catapum, saltó el automático. Igual que ayer, lo coloqué en posición, pero el maldito saltaba inmediatamente. Pensé en una avería general y me puse a abrir las persianas para echar un vistazo a los edificios de alrededor, por mor de ver si estaban a oscuras. Y en esas estaba cuando en la cocina se produjo un estruendo tremebundo seguido de un inconfundible sonido de fluir de agua a raudales. Cuando entré aquello no era una cocina, era un Iguazú doméstico, unas cataratas Victoria de agua helada que inmediatamente me empapó de arriba abajo. Ya sé que resulta contradictorio, pero me quede al mismo tiempo completamente aturdido y desenfrenadamente histérico. Aquel aparentemente inexplicable cataclismo acuático que me había sobrevenido en medio de la oscuridad, me dejó tan poco operativo que para cuando conseguí cerrar la llave de paso, el agua me llegaba a los tobillos y se extendía como una maldición bíblica por toda la casa. Más tarde me explicó el operario del seguro que vino a declarar mi casa zona catastrófica, en un lenguaje comprensible, que había reventado una tubería mojando un enchufe que estaba encima del fregadero, lo que produjo un cortocircuito que hizo saltar el automático hasta que la presión del agua hizo saltar por los aires a su vez a un azulejo de la pared, para dar salida a toda aquella torrentera desbocada.
Todas esas imágenes dantescas se me vinieron a la cabeza en el mismísimo momento en el que el automático saltó por segunda vez. Lleno de aprensiones y recelos me acerqué a la cocina, me subí a la encimera y pegue la oreja a la pared, como una piel roja, tratando de distinguir algún gorgorito sospechoso, con el único resultado de un silencio de cementerio y un tirón en la espalda que me estoy tratando con paracetamol. De vuelta al salón me pareció escuchar en el rellano de la escalera un runrún de conversaciones vecinales. Al abrir la puerta me encontré un pequeño conciliábulo al que me uní y así enterarme de que varios de mis vecinos estaban en la misma situación que yo, y que la compañía eléctrica había sido debidamente informada de la incidencia y dado las correspondientes largas al asunto de cuanto tardarían en solventar el tema. Ya se sabe que mal de muchos, consuelo de tontos; y que era algo tonto debieron pensar mis vecinos al pispiar la evidente expresión de desahogo que me salió al rostro. Seguramente les pareció una extravagancia que saber que sufríamos una avería me produjese tanto alivio, pero ver mi casa liberada de la amenaza de catástrofe, catástrofe acuática al menos, era lo que más me importaba en aquel momento.Por otra parte, tener reputación de extravagante siempre me ha parecido de buen tono.
Nuestra sofisticada y confortable vida primermundista soporta mal los saltos de los automáticos. Algo tan simple como un corte de suministro eléctrico barre de un plumazo la mayor parte de nuestro ocio y nuestro confort. Este asunto de la esencial fragilidad de nuestro sistema de vida merecería quizás una reflexión más detenida, pero ahora mismo, la verdad, me da muchísima pereza ponerme a ello. El caso es que yo me quedé, literalmente, a dos velas. Las dos velas que tuve que encender para no esmorrarme contra los muebles y que, una vez encendidas, iluminaron con su luz mortecina y vacilante lo esencialmente aburrido de mi situación. Sentado en el sofá, con Chispas a mi lado mirando con cara de desconcierto, no se me ocurría absolutamente nada que hacer. Sin tele, sin música, sin ordenador, sin calefacción ni agua caliente… solo con dos velas y un gato que no habla más que cuando me quiere pedir algo. Pensé que lo mejor sería irme a tomar algo, para hacer tiempo.
Salvo en los casos en los que que lo tengo planeado con una cierta antelación, salir de casa a las nueve de la noche en invierno me suele dar una pereza tremebunda por lo que, con el cielo disuelto en agua y la temperatura bajando a todo galope, vestirme para salir me costó un enorme esfuerzo y un porrazo en la rodilla contra la esquina de un mueble, debido a la ya mencionada vacilante luz de una vela. El corto trecho entre mi casa y el Madigans fue más que suficiente para empaparme el sombrero y la gabardina como si me hubiese duchado con ellos puestos.
Una de las cosas buenas, y malas, de vivir en un pueblo es que en todas partes te encuentras gente conocida, por lo que no me faltó conversación mientras me tomada unos gin-tonics. Digo conversación, pero mejor sería decir cháchara, porque en la hora u hora y media que estuve fuera todo fueron variaciones sobre un mismo tema. No hubo perro ni gato que no me dijese un “joder, vaya nochecita” seguido de su correspondiente “bueno, ya tocaba” en todas sus diversas y tediosas variante. Esas conversaciones de fumadores a la puerta del bar, que tan deliciosamente suelen estar dedicadas al chismorreo o al chascarrillo, estuvieron obsesivamente centradas en hablar del tiempo que era, todo hay que decirlo, verdaderamente infernal. En uno de esos autoexilios nicotínicos vi pasar, para mi pasmo y estupefacción, a un jovenzuelo vestido con camiseta de manga corta y pantalón deportivo, rasgando la cortina de agua a paso de footing. Creo que tardaré en olvidar esa imagen tan surrealista del joven que corría en la noche de perros. Que mi sobrina Silvia me perdone, pero nunca me cansaré de insistir en el daño que está haciendo a nuestra sociedad ese furor por hacer deporte que nos ataca por tierra, mar y aire. Lo más seguro es que ese chiquillo haya vuelto a su casa con el tono muscular como un San Luis, pero la pulmonía doble no se la quita nadie. Eso por no hablar de la hipotermia y del ridículo que hizo.
Cuando consideré que ya había escuchado suficientes lugares comunes y que había, además, dado margen más que de sobra a los operarios de la compañía eléctrica para reparar todo lo reparable, regrese a casa con la esperanza de que la luz de la civilización la hubiese envuelto de nuevo en su brillo, lo que efectivamente había ocurrido. Allí estaba mi ordenador listo para ponerme en contacto con el mundo virtual, la televisión dispuesta a que me creyese su forma de enseñar el mundo y a Chispas dispuesto a que le sirviese la cena. Terminé la noche preguntándome que tiene nuestra vida de realidad y cuanta verdad hay en ella si el simple salto de un automático la pone tan en entredicho. Pero intentar contestar me dio pereza.
El caso es que ayer por la tarde la Alerta Naranja nos trajo una gordísima. Jarreaba agua como si no hubiese un mañana y yo diría que hacía un frío que pelaba pero, por contemporizar, diré que la sensación térmica era gélida. Era una tarde de esas “de cabaña” en la que lo que de verdad apetecía era quedarse en casa bien calentito, con ropa cómoda, leyendo un libro con Chispas despanzurrado en el sofá a mi lado, trastear un poco con el ordenador y ver la tele. Mis conocidos me llaman raro porque me gusta, también, el mal tiempo del invierno para disfrutar, precisamente, de esos pequeños placeres domésticos, pero es que últimamente parece como si los cantabros nos hubiésemos criado en Almería, de lo que nos quejamos en cuanto caen cuatro gotucas. Bueno, en esas estaba yo prometiéndomelas muy felices cuando, de pronto, saltó el automático y me quedé sin luz. Cuando yo era pequeño lo que saltaban eran “los plomos” y en esos casos se sacaban los susodichos de una cajita de porcelana blanca que había en el contador, se reponía el “plomo” correspondiente y asunto arreglado. Ahora cuando salta el automático el único arreglo que puedes hacer es volver a colocarlo en posición y esperar que se comporte como es debido. Eso es lo que yo hice, pero a los cinco minutos, catapum, el automático volvió a saltar. Ahí me entro miedo. Me explico.
Hace aproximadamente dos años estaba yo tan ricamente viendo la televisión en casa, a eso de la una de la madrugada, cuando, catapum, saltó el automático. Igual que ayer, lo coloqué en posición, pero el maldito saltaba inmediatamente. Pensé en una avería general y me puse a abrir las persianas para echar un vistazo a los edificios de alrededor, por mor de ver si estaban a oscuras. Y en esas estaba cuando en la cocina se produjo un estruendo tremebundo seguido de un inconfundible sonido de fluir de agua a raudales. Cuando entré aquello no era una cocina, era un Iguazú doméstico, unas cataratas Victoria de agua helada que inmediatamente me empapó de arriba abajo. Ya sé que resulta contradictorio, pero me quede al mismo tiempo completamente aturdido y desenfrenadamente histérico. Aquel aparentemente inexplicable cataclismo acuático que me había sobrevenido en medio de la oscuridad, me dejó tan poco operativo que para cuando conseguí cerrar la llave de paso, el agua me llegaba a los tobillos y se extendía como una maldición bíblica por toda la casa. Más tarde me explicó el operario del seguro que vino a declarar mi casa zona catastrófica, en un lenguaje comprensible, que había reventado una tubería mojando un enchufe que estaba encima del fregadero, lo que produjo un cortocircuito que hizo saltar el automático hasta que la presión del agua hizo saltar por los aires a su vez a un azulejo de la pared, para dar salida a toda aquella torrentera desbocada.
Todas esas imágenes dantescas se me vinieron a la cabeza en el mismísimo momento en el que el automático saltó por segunda vez. Lleno de aprensiones y recelos me acerqué a la cocina, me subí a la encimera y pegue la oreja a la pared, como una piel roja, tratando de distinguir algún gorgorito sospechoso, con el único resultado de un silencio de cementerio y un tirón en la espalda que me estoy tratando con paracetamol. De vuelta al salón me pareció escuchar en el rellano de la escalera un runrún de conversaciones vecinales. Al abrir la puerta me encontré un pequeño conciliábulo al que me uní y así enterarme de que varios de mis vecinos estaban en la misma situación que yo, y que la compañía eléctrica había sido debidamente informada de la incidencia y dado las correspondientes largas al asunto de cuanto tardarían en solventar el tema. Ya se sabe que mal de muchos, consuelo de tontos; y que era algo tonto debieron pensar mis vecinos al pispiar la evidente expresión de desahogo que me salió al rostro. Seguramente les pareció una extravagancia que saber que sufríamos una avería me produjese tanto alivio, pero ver mi casa liberada de la amenaza de catástrofe, catástrofe acuática al menos, era lo que más me importaba en aquel momento.Por otra parte, tener reputación de extravagante siempre me ha parecido de buen tono.
Nuestra sofisticada y confortable vida primermundista soporta mal los saltos de los automáticos. Algo tan simple como un corte de suministro eléctrico barre de un plumazo la mayor parte de nuestro ocio y nuestro confort. Este asunto de la esencial fragilidad de nuestro sistema de vida merecería quizás una reflexión más detenida, pero ahora mismo, la verdad, me da muchísima pereza ponerme a ello. El caso es que yo me quedé, literalmente, a dos velas. Las dos velas que tuve que encender para no esmorrarme contra los muebles y que, una vez encendidas, iluminaron con su luz mortecina y vacilante lo esencialmente aburrido de mi situación. Sentado en el sofá, con Chispas a mi lado mirando con cara de desconcierto, no se me ocurría absolutamente nada que hacer. Sin tele, sin música, sin ordenador, sin calefacción ni agua caliente… solo con dos velas y un gato que no habla más que cuando me quiere pedir algo. Pensé que lo mejor sería irme a tomar algo, para hacer tiempo.
Salvo en los casos en los que que lo tengo planeado con una cierta antelación, salir de casa a las nueve de la noche en invierno me suele dar una pereza tremebunda por lo que, con el cielo disuelto en agua y la temperatura bajando a todo galope, vestirme para salir me costó un enorme esfuerzo y un porrazo en la rodilla contra la esquina de un mueble, debido a la ya mencionada vacilante luz de una vela. El corto trecho entre mi casa y el Madigans fue más que suficiente para empaparme el sombrero y la gabardina como si me hubiese duchado con ellos puestos.
Una de las cosas buenas, y malas, de vivir en un pueblo es que en todas partes te encuentras gente conocida, por lo que no me faltó conversación mientras me tomada unos gin-tonics. Digo conversación, pero mejor sería decir cháchara, porque en la hora u hora y media que estuve fuera todo fueron variaciones sobre un mismo tema. No hubo perro ni gato que no me dijese un “joder, vaya nochecita” seguido de su correspondiente “bueno, ya tocaba” en todas sus diversas y tediosas variante. Esas conversaciones de fumadores a la puerta del bar, que tan deliciosamente suelen estar dedicadas al chismorreo o al chascarrillo, estuvieron obsesivamente centradas en hablar del tiempo que era, todo hay que decirlo, verdaderamente infernal. En uno de esos autoexilios nicotínicos vi pasar, para mi pasmo y estupefacción, a un jovenzuelo vestido con camiseta de manga corta y pantalón deportivo, rasgando la cortina de agua a paso de footing. Creo que tardaré en olvidar esa imagen tan surrealista del joven que corría en la noche de perros. Que mi sobrina Silvia me perdone, pero nunca me cansaré de insistir en el daño que está haciendo a nuestra sociedad ese furor por hacer deporte que nos ataca por tierra, mar y aire. Lo más seguro es que ese chiquillo haya vuelto a su casa con el tono muscular como un San Luis, pero la pulmonía doble no se la quita nadie. Eso por no hablar de la hipotermia y del ridículo que hizo.
Cuando consideré que ya había escuchado suficientes lugares comunes y que había, además, dado margen más que de sobra a los operarios de la compañía eléctrica para reparar todo lo reparable, regrese a casa con la esperanza de que la luz de la civilización la hubiese envuelto de nuevo en su brillo, lo que efectivamente había ocurrido. Allí estaba mi ordenador listo para ponerme en contacto con el mundo virtual, la televisión dispuesta a que me creyese su forma de enseñar el mundo y a Chispas dispuesto a que le sirviese la cena. Terminé la noche preguntándome que tiene nuestra vida de realidad y cuanta verdad hay en ella si el simple salto de un automático la pone tan en entredicho. Pero intentar contestar me dio pereza.
sábado, 6 de febrero de 2016
ARREGLANDO ESPAÑA, MECAGUENDIOS
Ayer por la mañana quedé con mi hermana en pasar a recogerla a la llegada de su tren desde Santander. Como llegué a la estación con casi quince minutos de antelación, me senté en la terraza de La Cantina a tomar un Martini, para hacer tiempo de la manera más agradable posible. Junto a mi había formado un grupito de unas tres o cuatro personas que comentaban acaloradamente la actualidad política del Reino. Lo hacían a ese volumen de voz tan español, que hace completamente imposible no solo no escuchar, sino abstraerse pensando en cualquier cosa. Una señora en especial lo hacía de forma tan vehemente y con tantísima pasión que más que en una terraza de Renedo me daba la sensación de estar el Hyde Park Corner. Utilizaba además un lenguaje tan trufado de juramentos y palabras malsonantes que me dejó absolutamente fascinado. Ya se sabe que la vulgaridad tiene un atractivo morboso que es, por poner un ejemplo, la clave del éxito de la mayor parte de la programación de Telecinco. Cuando yo llegué la cosa iba más o menos así:
.- Yo lo que hacía era fusilarlos a todos, por hijos de puta.
.- Ladrones, que son todos una pandilla de ladrones.
.- Que roben no me parece mal, pero a mí que no me jodan.
.- Todo viene desde el cambio (¿), que se pusieron todos a robar.
.- Oyes, que antes también se robaba. Lo que pasa que eran menos a robar.
.- ¿Tú qué crees? ¿Qué estos nuevos no van a robar?
.- Me caguendios, que yo no soy futuróloga. Habrá que ver lo que hacen, y si roban los echamos.
.- Y nos cobran los impuestos dos veces, que eso lo prohíbe la Constitución.
.- Si no hay quien los eche. Mira Mariano, que le ofrece el Rey la investidura y la rechaza, pero el cabrón de él no se marcha, que es lo que tenía que hacer.
.- Y nos cobran los impuestos dos veces, que lo prohíbe la Constitución.
.- ¡El Rey! Otro hijoputa ladrón. Si me dejasen a mí, mecaguendios…
.- En este país se han aprobado más de dos mil leyes votadas por delincuentes.
.- Fusilados, estaban bien fusilados. Que nos achicharran a impuestos para poder robar ellos, mecaguendios
.- Y nos cobran los impuestos dos veces, que está prohibido por la Constitución.
.- Claro que, si yo tengo 50 euros , escondo por lo menos 45.
.- ¡Nos ha jodido! Y yo.
.- Joder, y yo, que nos achicharran a impuestos para robar ellos. Que paguen ellos mecaguendios.
.- Coño, yo también escondo lo que puedo, que nos cobran los impuestos dos veces, que está prohibido por la Constitución.
Llegó el tren y fui a encontrarme con mi hermana. Allí les dejé fusilando, blasfemando, arreglando España y escondiendo al Tesoro Público todo lo que pueden, mecaguendios. ¿Así somos? Pues tenemos lo que nos merecemos.
.- Yo lo que hacía era fusilarlos a todos, por hijos de puta.
.- Ladrones, que son todos una pandilla de ladrones.
.- Que roben no me parece mal, pero a mí que no me jodan.
.- Todo viene desde el cambio (¿), que se pusieron todos a robar.
.- Oyes, que antes también se robaba. Lo que pasa que eran menos a robar.
.- ¿Tú qué crees? ¿Qué estos nuevos no van a robar?
.- Me caguendios, que yo no soy futuróloga. Habrá que ver lo que hacen, y si roban los echamos.
.- Y nos cobran los impuestos dos veces, que eso lo prohíbe la Constitución.
.- Si no hay quien los eche. Mira Mariano, que le ofrece el Rey la investidura y la rechaza, pero el cabrón de él no se marcha, que es lo que tenía que hacer.
.- Y nos cobran los impuestos dos veces, que lo prohíbe la Constitución.
.- ¡El Rey! Otro hijoputa ladrón. Si me dejasen a mí, mecaguendios…
.- En este país se han aprobado más de dos mil leyes votadas por delincuentes.
.- Fusilados, estaban bien fusilados. Que nos achicharran a impuestos para poder robar ellos, mecaguendios
.- Y nos cobran los impuestos dos veces, que está prohibido por la Constitución.
.- Claro que, si yo tengo 50 euros , escondo por lo menos 45.
.- ¡Nos ha jodido! Y yo.
.- Joder, y yo, que nos achicharran a impuestos para robar ellos. Que paguen ellos mecaguendios.
.- Coño, yo también escondo lo que puedo, que nos cobran los impuestos dos veces, que está prohibido por la Constitución.
Llegó el tren y fui a encontrarme con mi hermana. Allí les dejé fusilando, blasfemando, arreglando España y escondiendo al Tesoro Público todo lo que pueden, mecaguendios. ¿Así somos? Pues tenemos lo que nos merecemos.
lunes, 1 de febrero de 2016
ENIGMAS BIBLICOS
Esta mañana, como casi todos los lunes por la mañana, Raúl el estanquero me ha dicho que “se le estaba haciendo muy larga la semana”. Olga, mi kiosquera de cabecera, se quejaba con tristeza de lo duros que son los lunes y maldecía amargamente a nuestros primeros padres Adán y Eva, responsables de esa maldición divina llamada trabajo por esa memez suya de querer comer una manzana. A eso debemos el amargor del "ganarás el pan con el sudor de tu frente, a una manzana¡Una manzana! Vale que ante una docenita de ostras y una botella de Albariño, en especial si es Martín Codax, pueda decirse la famosa frase del rey francés Luis XV “apres moi, le déluge”, pero ¿Por una triste y aburrida manzana? Si no sonase demasiado irreverente yo diría que los Padres de la Humanidad fueron, además de un par de irresponsables, gente de muy poco mundo,;diría que lo que les pasaba era, como decía Wilde, que podían “resistirse a todo, menos a la tentación”, que tenían esa tara. Lo diría pero no lo digo, porque, al estar hechos a imagen y semejanza de Dios, acusarles de paletos insensatos sería achacar a Dios los mismos defectos y eso sería blasfemia. Pero es verdad que nadie en su sano juicio arriesgaría el usufructo eterno del Paraíso por una vulgar manzana; ni nadie con dos dedos de frente se aventuraría a coger fruta de un árbol del que esté colgada una serpiente, con el repelús que dan; nadie con un mínimo sentido del decoro se pasea en pelotas por su jardín, al menos nadie que yo conozca. Creo que eso es indiscutible.
Consecuencia de esa acción tan irreflexiva y temeraria fue la expulsión del Paraíso, que desde mi punto de vista es una sucesión de absurdos y sinsentidos. Resulta que “oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto”. ¿No resulta algo trivial ese Dios dando un paseíto mañanero y jugando con Adán y Eva al escondivirite? Y eso de “Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú?” ¿Cómo que donde estás tú? Que eso lo diga Rappel después de dos o tres tiradas de cartas tendría su lógica, pero que un Dios que todo lo sabe y todo lo ve no sea capaz de encontrar a dos pipiolos en un huerto… Yo lo veo todo muy traído por los pelos y me parece muy desorbitado que el corolario del tema haya sido ni más ni menos que el primer desahucio de la historia, cuando cualquier abogado del turno de oficio hubiese visto motivo de recurso en el hecho de que al estar Adán y Eva hechos, insisto, a imagen y semejanza de Dios, no hicieron nada que el mismo Dios no hubiese hecho. Unir al desalojo la cadena perpetua del Pecado Original es tan evidentemente injusto que no merece la pena comentarlo más extensamente.
Esa ventaja con la que juega Dios, según la Biblia, se pone también muy descaradamente de manifiesto en el nacimiento de su Hijo, Jesucristo, generando una enorme serie de dudas teológicas. Nos dice el “Acto de contrición”: Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero…” Nada tengo que objetar a lo de “Dios”, pero ¿Hombre verdadero? El hombre y la mujer verdaderos tienen que nacer, como descendientes de Adán y Eva, con Pecado Original de serie, pero resulta que María fue concebida sin pecado, y Jesucristo lo mismo. Aquí veo yo una espinosa incoherencia. Es como cuando nos dicen que todos los españoles, del Rey abajo, somos iguales ante la Ley, pero resulta que el Rey es jurídicamente irresponsable. ¿Estamos a setas o estamos a Rolex? Un ciudadano-ciudadano tiene que responder ante la ley igual que un hombre-hombre nace con pecado original. Si no llega a ser porque Constantino y Teodosio, que Dios confunda, resolvieron la cuestión a golpe de decretos imperiales lo mismo lo mismito SS El Papa hubiese sido sucesor de Arrio y no de Pedro.
Por todas estas graves dudas intelectuales envidio yo a la gente que lee La Biblia como un libro sagrado. Lo Sagrado es por definición indiscutible y no cabe aplicarle lógicas ni razonamientos. Las palabras de los dioses son inapelables y no tienen por qué verse sometidas al escrutinio de los sabios; tampoco deben ser necesariamente claras, comprensibles ni ajustadas a lo que a lo largo de los tiempos se vaya considerando creíble o increíble. Leer La Biblia siguiendo estos principios debe dar mucho gustito y mucha paz espiritual. Para los que no somos creyentes la cosa no resulta tan sencilla, porque nos tenemos que pasar el rato cuestionándolo todo, aguantándonos la risa o tratando de encontrarle lógica a cosas que, ya se ha dicho, no tienen por qué tenerla. Para quienes tiene fe resulta mucho más sencillo, porque lo único que tiene que hacer es creer. Si resulta que el texto es algo abstruso pues nada, es que Dios escribe derecho con líneas torcidas; si es absolutamente incomprensible, los caminos de Dios son inescrutables.
El colmo de los colmos es que los pobres descreídos, además, tenemos que aguantar que nos digan que hemos elegido el camino más fácil.
Consecuencia de esa acción tan irreflexiva y temeraria fue la expulsión del Paraíso, que desde mi punto de vista es una sucesión de absurdos y sinsentidos. Resulta que “oyeron la voz de Jehová Dios que se paseaba en el huerto, al aire del día; y el hombre y su mujer se escondieron de la presencia de Jehová Dios entre los árboles del huerto”. ¿No resulta algo trivial ese Dios dando un paseíto mañanero y jugando con Adán y Eva al escondivirite? Y eso de “Mas Jehová Dios llamó al hombre, y le dijo: ¿Dónde estás tú?” ¿Cómo que donde estás tú? Que eso lo diga Rappel después de dos o tres tiradas de cartas tendría su lógica, pero que un Dios que todo lo sabe y todo lo ve no sea capaz de encontrar a dos pipiolos en un huerto… Yo lo veo todo muy traído por los pelos y me parece muy desorbitado que el corolario del tema haya sido ni más ni menos que el primer desahucio de la historia, cuando cualquier abogado del turno de oficio hubiese visto motivo de recurso en el hecho de que al estar Adán y Eva hechos, insisto, a imagen y semejanza de Dios, no hicieron nada que el mismo Dios no hubiese hecho. Unir al desalojo la cadena perpetua del Pecado Original es tan evidentemente injusto que no merece la pena comentarlo más extensamente.
Esa ventaja con la que juega Dios, según la Biblia, se pone también muy descaradamente de manifiesto en el nacimiento de su Hijo, Jesucristo, generando una enorme serie de dudas teológicas. Nos dice el “Acto de contrición”: Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero…” Nada tengo que objetar a lo de “Dios”, pero ¿Hombre verdadero? El hombre y la mujer verdaderos tienen que nacer, como descendientes de Adán y Eva, con Pecado Original de serie, pero resulta que María fue concebida sin pecado, y Jesucristo lo mismo. Aquí veo yo una espinosa incoherencia. Es como cuando nos dicen que todos los españoles, del Rey abajo, somos iguales ante la Ley, pero resulta que el Rey es jurídicamente irresponsable. ¿Estamos a setas o estamos a Rolex? Un ciudadano-ciudadano tiene que responder ante la ley igual que un hombre-hombre nace con pecado original. Si no llega a ser porque Constantino y Teodosio, que Dios confunda, resolvieron la cuestión a golpe de decretos imperiales lo mismo lo mismito SS El Papa hubiese sido sucesor de Arrio y no de Pedro.
Por todas estas graves dudas intelectuales envidio yo a la gente que lee La Biblia como un libro sagrado. Lo Sagrado es por definición indiscutible y no cabe aplicarle lógicas ni razonamientos. Las palabras de los dioses son inapelables y no tienen por qué verse sometidas al escrutinio de los sabios; tampoco deben ser necesariamente claras, comprensibles ni ajustadas a lo que a lo largo de los tiempos se vaya considerando creíble o increíble. Leer La Biblia siguiendo estos principios debe dar mucho gustito y mucha paz espiritual. Para los que no somos creyentes la cosa no resulta tan sencilla, porque nos tenemos que pasar el rato cuestionándolo todo, aguantándonos la risa o tratando de encontrarle lógica a cosas que, ya se ha dicho, no tienen por qué tenerla. Para quienes tiene fe resulta mucho más sencillo, porque lo único que tiene que hacer es creer. Si resulta que el texto es algo abstruso pues nada, es que Dios escribe derecho con líneas torcidas; si es absolutamente incomprensible, los caminos de Dios son inescrutables.
El colmo de los colmos es que los pobres descreídos, además, tenemos que aguantar que nos digan que hemos elegido el camino más fácil.
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