sábado, 13 de febrero de 2016

TARDE DE CABAÑA

Ayer se nos dijo que Cantabria estaba en “Alerta Naranja”, que en mi pueblo viene a ser “dicen que viene una gordísima”. Los meteorólogos, al igual que los políticos, los intelectuales y demás profesionales de lo difuso, tienen un lenguaje propio que les sirve para sentirse más poseedores de lo suyo y para marcar bien clarita la diferencia entre ellos y nosotros, los mortales de a pie. Cuando un artista amontona cuatro o cinco cachivaches en medio de un salón enorme, lo que cualquiera de nosotros llamaría una mamonada, va y lo llama “instalación" y lo rodea así de un aura de misterio creativo solo perceptible por los “entendidos en la materia”; a lo que nosotros llamamos plagio, los escritores lo llaman “transliteración”. Los científicos llaman “ondas gravitacionales” a la Música de las Esferas de toda la vida y Esperanza Aguirre, siempre tan original y pizpireta, a los gravísimos indicios de corrupción que la rodean, les llama “yo descubrí la trama “Gurtel”.

El caso es que ayer por la tarde la Alerta Naranja nos trajo una gordísima. Jarreaba agua como si no hubiese un mañana y yo diría que hacía un frío que pelaba pero, por contemporizar, diré que la sensación térmica era gélida. Era una tarde de esas “de cabaña” en la que lo que de verdad apetecía era quedarse en casa bien calentito, con ropa cómoda, leyendo un libro con Chispas despanzurrado en el sofá a mi lado, trastear un poco con el ordenador y ver la tele. Mis conocidos me llaman raro porque me gusta, también, el mal tiempo del invierno para disfrutar, precisamente, de esos pequeños placeres domésticos, pero es que últimamente parece como si los cantabros nos hubiésemos criado en Almería, de lo que nos quejamos en cuanto caen cuatro gotucas. Bueno, en esas estaba yo prometiéndomelas muy felices cuando, de pronto, saltó el automático y me quedé sin luz. Cuando yo era pequeño lo que saltaban eran “los plomos” y en esos casos se sacaban los susodichos de una cajita de porcelana blanca que había en el contador, se reponía el “plomo” correspondiente y asunto arreglado. Ahora cuando salta el automático el único arreglo que puedes hacer es volver a colocarlo en posición y esperar que se comporte como es debido. Eso es lo que yo hice, pero a los cinco minutos, catapum, el automático volvió a saltar. Ahí me entro miedo. Me explico.

Hace aproximadamente dos años estaba yo tan ricamente viendo la televisión en casa, a eso de la una de la madrugada, cuando, catapum, saltó el automático. Igual que ayer, lo coloqué en posición, pero el maldito saltaba inmediatamente. Pensé en una avería general y me puse a abrir las persianas para echar un vistazo a los edificios de alrededor, por mor de ver si estaban a oscuras. Y en esas estaba cuando en la cocina se produjo un estruendo tremebundo seguido de un inconfundible sonido de fluir de agua a raudales. Cuando entré aquello no era una cocina, era un Iguazú doméstico, unas cataratas Victoria de agua helada que inmediatamente me empapó de arriba abajo. Ya sé que resulta contradictorio, pero me quede al mismo tiempo completamente aturdido y desenfrenadamente histérico. Aquel aparentemente inexplicable cataclismo acuático que me había sobrevenido en medio de la oscuridad, me dejó tan poco operativo que para cuando conseguí cerrar la llave de paso, el agua me llegaba a los tobillos y se extendía como una maldición bíblica por toda la casa. Más tarde me explicó el operario del seguro que vino a declarar mi casa zona catastrófica, en un lenguaje comprensible, que había reventado una tubería mojando un enchufe que estaba encima del fregadero, lo que produjo un cortocircuito que hizo saltar el automático hasta que la presión del agua hizo saltar por los aires a su vez a un azulejo de la pared, para dar salida a toda aquella torrentera desbocada.

Todas esas imágenes dantescas se me vinieron a la cabeza en el mismísimo momento en el que el automático saltó por segunda vez. Lleno de aprensiones y recelos me acerqué a la cocina, me subí a la encimera y pegue la oreja a la pared, como una piel roja, tratando de distinguir algún gorgorito sospechoso, con el único resultado de un silencio de cementerio y un tirón en la espalda que me estoy tratando con paracetamol. De vuelta al salón me pareció escuchar en el rellano de la escalera un runrún de conversaciones vecinales. Al abrir la puerta me encontré un pequeño conciliábulo al que me uní y así enterarme de que varios de mis vecinos estaban en la misma situación que yo, y que la compañía eléctrica había sido debidamente informada de la incidencia y dado las correspondientes largas al asunto de cuanto tardarían en solventar el tema. Ya se sabe que mal de muchos, consuelo de tontos; y que era algo tonto debieron pensar mis vecinos al pispiar la evidente expresión de desahogo que me salió al rostro. Seguramente les pareció una extravagancia que saber que sufríamos una avería me produjese tanto alivio, pero ver mi casa liberada de la amenaza de catástrofe, catástrofe acuática al menos, era lo que más me importaba en aquel momento.Por otra parte, tener reputación de extravagante siempre me ha parecido de buen tono.

Nuestra sofisticada y confortable vida primermundista soporta mal los saltos de los automáticos. Algo tan simple como un corte de suministro eléctrico barre de un plumazo la mayor parte de nuestro ocio y nuestro confort. Este asunto de la esencial fragilidad de nuestro sistema de vida merecería quizás una reflexión más detenida, pero ahora mismo, la verdad, me da muchísima pereza ponerme a ello. El caso es que yo me quedé, literalmente, a dos velas. Las dos velas que tuve que encender para no esmorrarme contra los muebles y que, una vez encendidas, iluminaron con su luz mortecina y vacilante lo esencialmente aburrido de mi situación. Sentado en el sofá, con Chispas a mi lado mirando con cara de desconcierto, no se me ocurría absolutamente nada que hacer. Sin tele, sin música, sin ordenador, sin calefacción ni agua caliente… solo con dos velas y un gato que no habla más que cuando me quiere pedir algo. Pensé que lo mejor sería irme a tomar algo, para hacer tiempo.

Salvo en los casos en los que que lo tengo planeado con una cierta antelación, salir de casa a las nueve de la noche en invierno me suele dar una pereza tremebunda por lo que, con el cielo disuelto en agua y la temperatura bajando a todo galope, vestirme para salir me costó un enorme esfuerzo y un porrazo en la rodilla contra la esquina de un mueble, debido a la ya mencionada vacilante luz de una vela. El corto trecho entre mi casa y el Madigans fue más que suficiente para empaparme el sombrero y la gabardina como si me hubiese duchado con ellos puestos.

Una de las cosas buenas, y malas, de vivir en un pueblo es que en todas partes te encuentras gente conocida, por lo que no me faltó conversación mientras me tomada unos gin-tonics. Digo conversación, pero mejor sería decir cháchara, porque en la hora u hora y media que estuve fuera todo fueron variaciones sobre un mismo tema. No hubo perro ni gato que no me dijese un “joder, vaya nochecita” seguido de su correspondiente “bueno, ya tocaba” en todas sus diversas y tediosas variante. Esas conversaciones de fumadores a la puerta del bar, que tan deliciosamente suelen estar dedicadas al chismorreo o al chascarrillo, estuvieron obsesivamente centradas en hablar del tiempo que era, todo hay que decirlo, verdaderamente infernal. En uno de esos autoexilios nicotínicos vi pasar, para mi pasmo y estupefacción, a un jovenzuelo vestido con camiseta de manga corta y pantalón deportivo, rasgando la cortina de agua a paso de footing. Creo que tardaré en olvidar esa imagen tan surrealista del joven que corría en la noche de perros. Que mi sobrina Silvia me perdone, pero nunca me cansaré de insistir en el daño que está haciendo a nuestra sociedad ese furor por hacer deporte que nos ataca por tierra, mar y aire. Lo más seguro es que ese chiquillo haya vuelto a su casa con el tono muscular como un San Luis, pero la pulmonía doble no se la quita nadie. Eso por no hablar de la hipotermia y del ridículo que hizo.

Cuando consideré que ya había escuchado suficientes lugares comunes y que había, además, dado margen más que de sobra a los operarios de la compañía eléctrica para reparar todo lo reparable, regrese a casa con la esperanza de que la luz de la civilización la hubiese envuelto de nuevo en su brillo, lo que efectivamente había ocurrido. Allí estaba mi ordenador listo para ponerme en contacto con el mundo virtual, la televisión dispuesta a que me creyese su forma de enseñar el mundo y a Chispas dispuesto a que le sirviese la cena. Terminé la noche preguntándome que tiene nuestra vida de realidad y cuanta verdad hay en ella si el simple salto de un automático la pone tan en entredicho. Pero intentar contestar me dio pereza.


1 comentario:

  1. Nuestras vidas dependen por completo de la tiranía lumínica. En mi casa no puedo ni calentarme un café que la vitro tampoco funciona.

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