La ciudad extranjera que más veces he visitado, dejando aparte Toulouse y puede que Albi, ha sido Florencia. La conocí hace a treinta y cinco años en el transcurso de un viaje por el norte de Italia y el sur de Francia, de camping, del que mi hermana Verónica y yo guardamos muchos momentos verdaderamente memorables y mi cuñado Jota algunos menos. Después he vuelto solo, con amigos, a visitar a mi sobrina, con mi familia... Parafraseando a Heráclito diré que en la misma Florencia he estado y no he estado, porque la ciudad, como todo, siempre es la misma y siempre es distinta. De aquella primera vez recuerdo el sol, el calor, el bullicio de la gente y la animación de titiriteros, músicos y saltimbanquis en la piazza della Signoria, por la noche; la he conocido también recogida en el frío y la lluvia de noviembre, más serena, más tranquila y con su correspondiente toque de melancolía. He paseado por sus calles con la tranquilidad del dolce far niente y con las prisas del turista que quiere verlo todo. Cada vez una ciudad distinta, pero siempre con esa belleza imperturbable y altiva, tan diferente de los esplendores mas voluptuosos y carnales que se derrochan en Roma o el lujo bizantino y decadente de Venecia.
De entre sus mil museos y palacios mi favorito es el discreto Museo dell'Opera del Duomo, medio aplastado el pobre por la magnificencia de la vecina cúpula de Brunelleschi y casi ignorado por las masas de turistas que se amontonan en las puestas del Baptisterio, o en la entrada de la Academia. La “Piedad” de Miguel Ángel que allí se expone no tiene la delicadeza de su homónima de la Basílica de San Pedro del Vaticano, pero desprende una fuerza que te deja apabullado.
De las “piazze”, Santo Spirito. Sin llegar a ser una desconocida, guardar el incognito les está vedado a todos los rincones de Florencia, piazza Santo Spirito no suele estar incluida entre los “imprescindibles” de quienes visitan la ciudad. No es extraño porque Santo Spirito es discreta y guarda sus encantos para los perseverantes. Cercana al famosísimo Palazzo Pitti, la plaza es un pequeño rectángulo rodeado de edificios anodinos, por no decir feos, y presidida por la fachada encalada y austera de la iglesia que le da nombre. Tras esa fachada tan desaborida, la iglesia guarda su secreto: uno de los interiores más armoniosos y puros del genio de Brunelleschi. La piazza oculta el suyo tras la caída del sol. Fue mi sobrina Susana quien me inicio en los misterios de piazza Santo Spirito, que con la llegada de la tarde-noche se va llenando de gente de todos los tipos y colores. Estudiantes, viajeros de paso, mochileros y todo un caleidoscopio de gente riendo, charlando y tomando cerveza. Creo recordar que el primer día que fuimos estuvimos escuchando un concierto antes de hacer lo más tradicional, que es sentarse en las escaleras de la iglesia con una cervezona, en vaso de plástico, para disfrutar de una buena charla y mirar a la gente.
Ese tipo de lugares suelen atraer a lo que podríamos llamar “personajes pintorescos”; gente especial, extravagante y peculiar, del tipo que la sociedad suele mirar con recelo y que son en cierto modo adoptados por quienes frecuentas lugares del estilo de la plaza. Aquella noche en concreto andaba por allí un viejillo de melena canosa, muy delgado, con síntomas de borrachera bastante evidentes y el aspecto más sucio y destrastado posible. Creo que llevaba una guitarra, pero no estoy seguro.Todo el mundo parecía conocerle. Le saludaban, le daban palmadas en la espalda, cigarrillos y un poco de esa conversación entre cariñosa y condescendiente con la que solemos dirigirnos a ese tipo de personas. Poco a poco el viejecillo se fue acercando al escalón que ocupábamos Susana y yo, se sentó junto a nosotros y, ni corto ni perezoso, agarró mi vaso de cerveza y le dio un trago. Acto seguido me miró con una sonrisa algo desconcertada, apoyo su cabeza en mis piernas y allí se quedó dormidito. Tengo que confesar que se me pasaron por la cabeza toda clase de ideas referentes a piojos y cosas así, pero, que queréis, me daba ternura aquel viejecillo durmiendo en mi regazo y allí le deje el rato que él quiso, poniendo cara de circunstancias y con las carcajadas de mi sobrina animando la velada.
En el Santander de mi juventud, más relajado y más tranquilo, eran famosos tres o cuatro personajes de ese tipo. Yo me acuerdo mucho de La Peteta y de Aguapisas. Recuerdo a La Peteta baja, rechoncha y rebozada en pañuelos de colores y abalorios. Cuando te encontrabas con ella, te pedía “una peteta", la peteta que le daba nombre. Si se la dabas solía añadir un “¿me das otra?”, pero si decías que no, no insistía. Lo malo era que te pillase sin cambio y le dieses una moneda de dos pesetas o una de un duro. En esos casos La Peteta cogía el duro, rápidamente lo guardaba en el bolsillo y repetía “¿me das una peteta?”; si intentabas razonar que ya le habías dado cinco,perdías el tiempo; ella te decía que sí, que lo que tú quisieras, pero que ella te había pedido una peteta, no un duro, y que si se la dabas o no. Era como el cuento de la buena pipa, pero en peteta.
Aguapisas era un asunto más serio. Tenía la habilidad de aprenderse de memoria las noticias de radio nacional, eso se decía, y a cambio de un vermouth te “radiaba el parte”. Tenía ínfulas de gran señor y presumía de ser íntimo de la realeza (casa de Borbon-Anjou), por lo que siempre se despedía con un “si quiere algún recado para el Rey o el conde de Barcelona, no tiene más que decírmelo”. No sé si por esa insistencia en su intimidad con la Casa Real de España, o porque era verdad, o sencillamente porque sí, el caso es que corrían rumores de que era hijo bastardo de Alfonso XIII, lo cual no sería muy improbable, que ya se sabe que D. Alfonso era putero a más no poder. Esos humos suyos aristocráticos resultaban muy graciosos siempre y cuando no te cayesen encima como un chaparrón inesperado. Nunca se me olvidará el día que llegue a la cafetería “El Suizo” y, cuando todavía no me había dado tiempo ni a pedir café, Aguapisas me gritó a pleno pulmón desde el otro extremo de la barra: “Me ha dado muchos recuerdos para usted D. Sixto de Borbón-Parma”. La gente de Santander conocía de sobra las fantasías de Aguapisas, pero era pleno verano y estaba El Suizo lleno de turistas, que se me quedaron mirando como si se les hubiese aparecido un fantasma. La gente de mi edad recordará que D. Sixto de Borbón-Parma y Borbón-Bousset, que de esa manía de los borbones de casarse entre primos no puede salir nada bueno, representaba entonces lo más negro y más retrogrado del movimiento carlista, con lo que recibir “muchos recuerdos” de su parte suponía algo así como un certificado de fascistidad. Salí de allí pitando.
De la última vez que le vi hará unos siete u ocho años, también en una cafetería. Yo estaba tomando algo en la barra y él se sentó a mi lado. Pidió un vaso de agua, que el camarero le sirvió con desgana y aire de desprecio, lo que me molestó y me hizo pensar en lo que han cambiado las cosas ahora que somos tan europeos y tan modernos. El caso es que Aguapisas me miró, miró al vaso de agua y me dijo “la verdad es que con este frío vendría mejor un vaso de leche”. Me salió una sonrisa y, un poco por los viejos tiempos y un bastante por darle en las narices al camarero, le invité a un vaso de leche. Cuando se lo sirvieron, volvió al ataque: “esto así, sin una tostada…”. Aguantando la carcajada pedí una tostada con mantequilla y mermelada, la pagué y me marché pensando: “genio y figura hasta la sepultura”. Pensé también que de aquella sociedad más provinciana, más pobre y menos cosmopolita, a la que no querría volver, podríamos haber salvado algunas cosas, como el cariño a gente como La Peteta y Aguapisas.
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