miércoles, 21 de junio de 2017

ORGULLO GAY

Soy homosexual, pero no estoy orgulloso de serlo. Tampoco estaría orgulloso de ser heterosexual, blanco o ambidextro. Opino que el orgullo legítimo solo se siente ante los logros conseguidos por el propio esfuerzo, no por lo que somos por naturaleza o por el puro azar de haber nacido en un lugar u otro. Lo aclaro porque ya empiezan a tocarme los cojones todos esos necios graciosillos que, en vísperas de la celebración del Día del Orgullo Gay,  hacen bromitas sobre si habría que celebrar el día del orgullo hetero y gilipolleces por el estilo. Me interesa aclarar que los homosexuales no estamos orgullosos de serlo, sino de haber sobrevivido a serlo. Salvo, quizá, el pueblo judío, no hay colectivo que haya sido perseguido con más saña y persistencia a lo largo de siglos y siglos de cristianismo que nosotros, los homosexuales. Y sentimos el orgullo gay de haberlo superado.



No soy ateo, ni antirreligioso, ni me convencen los fríos punto de  vista de la ciencia sobre nuestro sentido en el mundo, pero soy, y de esto si estoy orgulloso, profundamente anticlerical. Mi condición de homosexual no tiene nada que ver en eso. Soy anticlerical porque sé que en todos los lugares en los que las religiones  “del Libro”, da igual cristianos, que judíos, que musulmanes, influye en la política, se cercenan libertades esenciales en nombre de Dios. Pero en mi condición de homosexual  ¿Qué tengo que agradecer a La Iglesia? Cientos y cientos de años de persecución, vejación, y asesinato. Cientos de años de ser un asqueroso sodomita, un practicante del vicio nefando, una sabandija digna únicamente del oprobio y de la hoguera. Y me da igual lo comprensivo que parezca el actual Papa, porque sé que, en cuanto puedan, volverán las oscuras golondrinas. Y a todo eso hemos sobrevivido, y sentimos el orgullo gay de haberlo conseguido.

Nací en 1960, cuando ser maricón era una de las peores cosas que te podían pasar. Eran años en los que ser homosexual era un delito que perseguía la Ley de Vagos y Maleante. He tenido una ración muy generosa de humillaciones, insultos, acosos, y demás sevicias propias de aquellos días, como por desgracia nos ocurría a casi todos. Todo aquello lo he superado y siento el orgullo gay de haberlo conseguido. Con cincuenta y siete años y muchos kilómetros de taconear aceras, poco me importa lo que digan,  juzguen  opinen y comenten sobre mí. No es que tenga hecho mucho callo, que sí, es que soy lo que soy y a quien no le guste, que no frecuente mi trato. Pero ¿Qué pasa con todos esos adolescentes solos y desamparados? Vejados, insultados, solos… Y solos con la soledad de saber que  su propia familia, aquellos que deberían darles cariño y protegerles, serían sus enemigos si supiesen lo que pasa. Queda mucho por hacer, y sentimos el orgullo gay de luchar por ello.

Tengo un carácter bastante intransigente e intratable, pero no soy rencoroso. De pocas personas, una o dos, podría yo decir que me parezcan verdaderamente odiosas. Pero me resultan insoportables, casi odiosos,  todos esos contertulios que se escudan detrás del “yo tengo muchos amigos gais” para soltar sapos y culebras de homofobia indiscriminada. Me resulta odioso oír decir que “no es para tanto”, que “eso de hablar de persecución es exagerado”, cuando saben que dan palizas a parejas gais por darse un beso en la calle. Son “hombres de verdad”, a la antigua, de esos para los que acosar al maricón en el colegio era tan natural como fumar el primer cigarrillo. Yo lucharé como pueda contra esa asquerosa frivolización del sufrimiento ajeno, y siento el orgullo gay de hacerlo.

Estoy soltero, pero si estuviese casado y mi marido y yo adoptásemos un niño o una niña, ese niño o esa niña tendría cariño, protección y todo lo que nuestras posibilidades pudiesen darle. Y tendría el amor y la protección del porrón de hermanos, hermanas, sobrinos y sobrinas, primos y primas que conforman mi familia. Y sería desgraciado o feliz, homosexual o heterosexual; sería lo que quisiera o lo que puediera, como todos. Tendría siempre un nido al que volver cuando  le rompiese la vida un ala. ¿Así atacamos a la familia? ¿Así rompemos los cimientos de la sociedad? Esos dolidos e indignados Foros de la Familia ¿A qué familias representan? ¿A qué gente? Les parece mejor que un niño se muera de hambre en un hospicio rumano, a que sufra la desgracia de ser acogido por dos hombres o dos mujeres que le quieren. ¿Que clase de familias son esas? ¿Que clase de gente?Yo siento el orgullo gay de despreciarles.

Y siento el orgullo gay de desdeñar a toda esa buena gente que nos insulta a todos diciendo que “yo no tengo  problemas con los gais, pero no soporto a las locas”. Y a todos los que ponen su moral por encima del cariño. A los que quieren “curar” la homosexualidad con la biblia en una mano y la represión en la otra.



Y el mayor de los reproches, lo imperdonable: hacerse ver. Vale, nos resignamos a que haya maricones pero, por Dios, que no se os vea. Celebramos el orgullo de haber luchado para conseguir lo que hemos conseguido con una fiesta de los sentidos, un carnaval alegre y loco en el que todo el mundo es bienvenido. Y resulta que ofendemos, que exageramos, que tratamos de imponernos. Dicen que damos mal ejemplo ¿De qué? ¿De la alegría de vivir? ¿De tolerancia? La rancia mujer de las peras y las manzanas y toda su cohorte de gente bien pensante se sienten humillados y ofendidos, víctimas de la presión del “Lobby gay”. Y resulta que me da la gana de  reírme en su puta cara y decirles: aquí estamos y aquí nos vamos a quedar. Con orgullo gay.

martes, 20 de junio de 2017

EXACTITUDES

    Mi sobrino Raúl ha cogido la manía de irse al Congo. En cuanto te despistas un momento, pumba,  resulta que se ha ido al Congo. Podría haberle dado por morderse las uñas, explotar las burbujas del plástico de embalar o buscar obsesivamente memes en internet, como todo el mundo, pero como mis sobrinos son todos muy excéntricos, pues le ha dado por irse al Congo. La cosa es que hace un par semanas estuvo aquí, en Renedo, pasando unos días. Como para irse al Congo la criatura tenía que coger un vuelo en Loiu el martes por la mañana, sus padres hicieron el plan de llevarle a Bilbao el lunes por la tarde, tomar con él unos pinchos por el Casco Viejo, dejarle aparcado en un hotel y volver a casa. Yo me apunté.

                Yo había pateado mucho Bilbao allá por los locos años ochenta, cuando la ciudad era un montón de caserotones sucios y destartalados y a quienes hablaban vascuence de copas en el Whisky Viejo, o cenando en Goiceko  Kabi, se les miraba por encima del hombro, por paletos. Eran otros tiempos. Desde entonces, salvo algún fugaz vete y ven para disfrutar de alguna exposición temporal en el Guggenheim, no había vuelto. Hay que decir que la ciudad ha dado un cambio espectacular desde que les dio por guggenheimizarla. Ahora son todo zonas peatonales, fachadas restauradas, cultura y esplendor.



              De mis años mozos recordaba yo una plaza, porticada ella, con uno o dos maravillosos bares de pinchos muy adecuados para nuestro propósito. Naturalmente entre mi sentido de la orientación, los cambios en la ciudad y el peso de los años en mis circuitos cerebrales, me vi incapaz de encontrar la susodicha plaza. Como preguntando se llega a Roma, aborde a una señora de mediana edad, cuyo carrito de la compra me hizo suponer, acertadamente, que era una genuina aborigen en aquel mar de guiris y turistas.
                Al tercer “discúlpeme” consintió en atenderme. Yo no conseguía recordar cómo coño se llamaba la plaza de marras, pero como está en el centro y tiene arcos, se me ocurrió preguntar por la Plaza Mayor. “SE LLAMA PLAZA NUEVA”, me espetó la aborigen con mucho respe. “Ya, bueno, no sé si será esa, buscamos una que es grande”, añadí yo. “ES PEQUEÑA”, me contestó con un inconfundible aire de desdén.  A esas alturas yo tenía claro que a la señora no le había caído simpático, pero de todos modos conseguí que nos indicase el camino. Llegados a LA PEQUEÑA PLAZA NUEVA, nos pusimos ciegos de sopa de queso idiazábal con huevos de codorniz, pollo sukiyaki en salsa indefinible y algunas otras delicias y exquisiteces, que era de lo que se trataba.

Pero como yo soy muy de reflexionar, salvo en los días muy calurosos, que me da pereza, de vuelta a casa me dio por buscar las posibles razones del enfado de la aborigen. Y me di cuenta de que había cometido tres errores imperdonables al hablar con ella. El primero fue tener el atrevimiento de no saber cómo se llama una plaza de BILBAO, la que sea, estando los bilbaínos, como están, convencidos de ser el centro del universo. El segundo fue hablar de “Plaza Mayor”, con las resonancias que tiene a la represora cultura castellana. El tercero, decir que la plaza “es grande” en una ciudad cuyos habitantes llamarían plazuela a la plaza de Tiananmen, caso de tenerla. No fui exacto.

Ayer tuve un pequeño percance en el cajero automático. Resulta que fui por la mañana a sacar dinero pero, cosas de la falta de riego, al terminar la operación (que “no tenía comisiones”), guardé mi tarjeta de crédito en la cartera, pero olvidé recoger el dinero. Me marché tan alegre y feliz y no me di cuenta del asunto hasta que en el estanco. Y eso, vuelta al banco con esta calorina que nos está matando y con la sofocación añadida por las propias circunstancias. Una vez relatada mi desgracia a la empleada de turno, esta me preguntó muy amablemente que cuanto tiempo había pasado desde el suceso, a lo que contesté, reconozco que algo a la ligera: “diez minutos”. Con esa, al parecer, valiosísima información en sus meninges, la empleada se puso e escrutar la pantalla del ordenador con tanta concentración como si estuviese buscando el origen del universo. Me pidió el DNI. Me pidió la tarjeta de crédito. Cuando yo estaba pensando que me iba a pedir un certificado de penales, se volvió hacia mí con una de esas sonrisas bancarias que tanto miedo dan y me dijo con bastante retintín : “No fue hace diez minutos. Fue hace veinte”. Estuve a punto de derrumbarme, porque con esa costumbrita que han cogido los bancos de cobrar intereses y comisiones hasta por estornudar en ventanilla, ya me vi pagando al 20% esos diez minutos de diferencia. Pero no. Solo se trataba de hacerme notar lo inexacto que yo había sido al dar información. Y a continuación me dijo que si tal y que si cual, que si el arqueo de caja y que, en definitiva, al día siguiente tendría reingresado el dinero en mi cuenta.

                Vamos a ver. Se comprende que para un amable empleado de banca que tenga  que comprobar los movimientos de un cajero automático que esté, por decir algo, en Manhattan Transfer, diez minutos de diferencia, incluso cinco, le puedan suponer  escrutar decenas, quizá cientos, de operaciones pero ¿En el cajero de al lado de la estación, en Renedo? Da igual, el caso es que fui inexacto.



                Otra cosa ocurre cuando es uno mismo quien necesita exactitudes. Mi hermana Verónica y yo hemos estado hoy en una notaría, para tratar de resolver una herencia que venimos arrastrando desde hace años y años.  Yo no sé lo que habrá tenido que hacer el duque de Alba para poner a su nombre todos esos tizianos y renoires, todos esos castillos y palacios, todas esas fincas y heredades, pero lo cierto es que a nosotros nos están volviendo locos para poder hacernos cargo, en el caso de Vero y mío, de una triste sexta parte, de un tercio, de un patrimonio muy escaso. Nada más sentarnos en el despacho del pasante, nos hemos dado cuenta, no hacía falta ser muy avispados, que el hombre no tenía su día más simpático. Así, de primeras, todo lo que llevábamos no valía; un poco después, cuando se ha dignado echar un vistazo al tocho de documentos, nos ha dicho que sí, que no y que todo lo contrario; que de lo que teníamos originales necesitaba copias, y que de las copias hacían falta originales. Nos ha pedido tres veces el testamento de nuestra madre, que no le hizo, y nos ha acribillado con un fuego graneado de petición de documentos, que aquello era como estar en las trincheras de Verdún en versión legal-administrativa. De momento parece que no hacen falta ni la Fe de Bautismo de la cuñada de mi tío-bisabuelo, ni un Certificado de Pureza de Sangre emitido por la Real  Chancillería de Valladolid (ambos originales) , pero nosotros los vamos a pedir, por si acaso.
                Todo esto nos lo ha informado en un tono tan displicente y desabrido que cuando nos ha dicho que “no quisiera ser grosero”, he tenido que morderme la lengua para no decir que, a mi parecer, estaba fracasando estrepitosamente en el intento. Mi pobre hermana y yo hemos salido de aquel despacho mil veces más confusos de lo que estábamos al entrar; y al borde mismo del colapso histérico-documental.

                Y es que todo el mundo nos exige exactitudes, pero  parece que nadie está dispuesto a arriesgarse a darlas.
               

                

SISSI

         Repasando hoy la guía de televisión, me he encontrado con la agradable sorpresa de ver programadas todas las películas de la saga de Sissí, una detrás de otra: “Sissí”, “Sissí emperatriz” y “El destino de Sissí”. Supongo que hoy en día muy pocos jóvenes y jóvenas sabrán de lo que estoy hablando, pero en los años cincuenta y sesenta no había perro ni gato que no hubiese oído hablar de las peripecias cinematográficas de la encantadora emperatriz de Austria y reina de Hungría. En mi afán por contribuir a la educación de los jóvenes y jovenas, quiero rendir aquí recuerdo y homenaje a aquellas maravillas del celuloide tan dolorosamente relegadas hoy al olvido y que tan justamente celebérrimas llegaron a ser.

         Llamar historia a lo que se cuenta en  las películas de Sissí sería tan absurdo como llamar literatura a lo que escribe Julia Navarro. Resultaría exagerado hasta denominarlo “aproximación histórica”, esa expresión que tanto gusta a los cineastas americanos actuales cuando quieren hacer con la historia lo que se les ponga en los mismísimos. Las películas de “aproximación histórica” se empecinan en hacernos ver la “realidad de la historia”, por lo general desde el punto de vista más oscuro y deprimente. Excepto los ingleses, que parecen ser los únicos europeos que todavía se atreven a mirar hacia atrás sin ira. Lo de Sissí era otra cosa, porque no solo no pretendían contar la verdad sobre nada, sino que querían, precisamente, todo lo contrario. Sissí fue el último gran cuento de hadas a la manera clásica. 


                   Estas películas relatan las grandes aventuras y pequeñas desventuras de la encantadora y dulce princesa Sissi, desde su idílico hogar en Possenhofen, en donde vivía rodeada de su adorable y cariñosa familia, en medio de verdes prados y nevadas cumbres, hasta las vertiginosas alturas doradas del trono de Austria-Hungría. Sissí tiene un padre llano, bonachón y una madre resignada y jovial que todo lo aguanta, como debe ser. Tiene hermanos y hermanas  sanotes y revoltosos, pero siempre obedientes, decorosos y vestidos con el traje típico de Baviera. Todo en Possenhofen, por resumir, era una desenfrenada apoteosis de lo cursi. Se sabe que esta idílica estampa no tiene el menor parecido con la realidad, pero así son las cosas en los cuentos de hadas.

         Aquella felicidad que parecía insuperable, aquel almíbar tan empalagoso y denso, se vio enriquecido con un nuevo cucharón de azúcar cuando el mismísimo emperador Francisco José se enamora de la niña y se la lleva con él, a disfrutar de los regios esplendores de la corte vienesa. La pizpireta y sencilla pastorcilla bávara se da allí de narices contra los rigores protocolarios de su aviesa suegra, la archiduquesa Sofía, “querida mamá” de Francisco José y que es ni más ni menos que la bruja del cuento. Pero nuestra heroína no cede al desaliento,y dedica el escaso tiempo libre que le deja la adoración total por su santo esposo, a bombardear con sonrisas y benignidades a cualquiera que se le ponga a tiro, consiguiendo enternecer hasta a los cortesanos más cartilaginosos, pasmados de que fuese posible tanta genuina sencillez en un personaje principesco. 



      Diréis que todo esto que os cuento tampoco es para tirar cohetes, pero es que hay que imaginarlo forrado de toneladas y más toneladas del más genuino boato imperial, todo dorados, rocallas y terciopelos. ¿Y los vestidos? Es que es imposible contemplar cosa más bonitísma que esos vestidos que me llevaba la chiquilla. Estaban de moda en aquellos días las voluminosas crinolinas, que si bien es verdad que daban a las mujeres el aspecto de una copa de champagne vuelta p’abajo, también es cierto que tenían espacio suficiente para ser atiborradas de volantes, encajes y demás favorecedores aparejos. Como las películas de Sissí eran de bajo presupuesto, los trajes de las damas de honor y demás figurantas sin frase daban la impresión de estar confeccionados con los forros de algún abrigo viejo, pero con ello se conseguía resaltar más, si cabe, la fastuosidad del vestuario de la protagonista. Para las escenas de tranquilidad campestre se tiraba de los trajes regionales bávaros y tiroleses, que siempre dan muy buen juego. Y es cosa maravillosa de ver a ese par de tórtolos imperiales, todo sonrisas y miradas cómplices (pero castas), arropados por la magnificencia del paisaje alpino. Al fondo, casi siempre, un carruaje algo destartalado y dos o tres edecanes contemplando la escena con arrobo. Que te digo yo que se le saltan a uno las lágrimas.



          Una de mis partes favoritas es cuando Sissi llega a Austria para casarse. Resulta que llega a Possenhofen un mensajero con una carta, dando instrucciones para el traslado de la ilusionada novia, desde casa de sus padres hasta el palacio de cuento de hadas de su futuro marido. La emocionada madre informa a la niña entre sonrisas y melindres que ¡¡¡ viajará durante cuatro días por el río !!! Para quienes piensen que es impropio de una familia principesca emocionarse tanto por un triste viaje en barco, hay que decir que la familia de Sissí era llana y sencilla, como los borbones, y que cualquier detalle, ya sea un viaje de cuatro días ya sea que te regalen el “Fortuna”, ellos lo agradecían siempre de corazón y les hacía cualquier fruslería una ilusión grandísima.


          En la escena siguiente aparece a pantalla completa una especie de gabarra de las de llevar carbón, pero toda ella llena de banderas y banderines, con un catafalco encima forrado del terciopelo más rojo que os podáis imaginar, rematado por plumas de avestruz (presumiblemente falsas) y coronas doradas y escudos del Sacro Imperio. En pie bajo el catafalco, ataviada con un virginal vestido blanco y una capa de terciopelo rojo, hecha casi con toda seguridad con los restos del imponente forro del baldaquín, avanza Sissi hacia sus futuros imperiales, toda ella sonrisas y majestades. Da gloria verla allí empingorotada, tan regia y hermosa que parece como si la mismísima Virgen de la Macarena estuviese de viaje organizado por los castillos del Rhin.



          Hay algo que la película no aclara y que deja al espectador algo angustiado. Vamos a ver, de la escena de la noticia del viaje, al viaje en si mismo, nadie nos explica nada. Le dicen a la chiquilla que le han tocado cuatro días de crucero y al segundo siguiente, sin solución de continuidad que diría un cursi, la vemos ya haciendo equilibrios para no caerse al agua, encima de la gabarra. Pensar que la pobre criatura haya tenido que aguantar toda esa pompa y circunstancia a pie firme, durante los previstos cuatro días de duración del viaje, se le hace a uno de una crueldad intolerable. Ya se sabe que el protocolo español que regía en la Corte de Viena era muy rigidísimo y muy lleno de tonterías, pero dudo yo que llegase hasta el extremo de obligar a las emperatrices en ciernes a llegar a su boda cojeando, con las varices como morcillas de Burgos y los juanetes en estado de rebeldía. Que podría ser, que los protocolos son muy puñeteros para las varices, pero no creo. Está además el hecho incuestionable de que la madre informó del viaje a Sissi con una alegría loca, eso se ve en la película divinamente. Muy hija de puta tendría que ser la señora para alegrarse a sabiendas de que su vastaga predilecta iba a tener que pasar cuatro días de pie en una gabarra, sin otra cosa que hacer que mirar las cabras de la orilla, con sus correspondientes cuatro noches chupando el relente del río. El caso es que nada se sabe fijo sobre el asunto, y eso provoca en el espectador una desazón cruel y sin sentido.


           A partir de ese momento, Sissi y Francisco José se lanzan a un frenesí tan enloquecido de bailes, desfiles y coronaciones que no tenemos más remedio que detenernos a reflexionar  sobre dos cosas: lo agotadora que era la vida de la realeza de aquellos tiempos y, last but no least, el buen resultado que le dio a Sissi la capa roja, que no se la apeaba un santo momento y seguía  igual de esplendorosa. A su debido tiempo llegan los hijos a colmar la felicidad dorada de la atractiva pareja. La sonrisa de Sissi resuelve todos los conflictos, desde las rebeliones húngaras hasta la batalla de Solferino. Cierto es que Francisco José, a su lado, acaba por resultar menos emperador que figurante, pero lleva los uniformes de gala con un donaire tan genuinamente Habsburgo (Lorena), que poco importa que parezca tonto de capirote. Son las ventajas de la realeza, que por muy lerdos que salgan, les forras de alamares y aderezos de diamantes y quedan siempre divinos en los cuadros de Winterhalter. La infame archiduquesa sigue erre que erre poniendo palos a la carreta, pero hasta ella termina por derretirse al calor de los fulgores de la pareja imperial. Ya he dicho que son unas películas bonitas a más no poder.


          Luego, cuando uno trata de informarse, resulta que esa Sissí de cuento era en realidad Elisabeth Amalie Eugenie, Herzogin in Bayern, Kaiserin von Österreich und Königin von Ungarn, una princesucha de una rama menor de la Casa Wittelsbach ( Herzogin “in” Bayern, no “von” Bayern”). Una mujer egoísta, neurótica, caprichosa y despilfarradora, obsesionada por su imagen y ajena a todo lo que no fuesen sus propios caprichos. Que al contrario de lo que vemos en las películas, sus padres no se soportaban el uno a la otra. Sabemos que Francisco José fue todo menos liberal, siempre más partidario de la represión que de la negociación. Parece que la archiduquesa (“el único hombre de la Familia Imperial” según sus contemporáneos) es la única que responde, más o menos, al retrato. Decidir si nos quedamos con Sissí o con Elisabeth Amalie Eugenie, Herzogin in Bayern, Kaiserin von Österreich und Königin von Ungarn es ya cuestión de cada uno. No es cuestión de verdades y mentiras, sino de simple preferencia. Lo único que digo es que la realidad suele molar menos que los cuentos de hadas.

domingo, 18 de junio de 2017

TÍOS Y TÍAS

         Mi infancia estuvo poblada por una extraordinaria legión de tíos y tías. Ignoro si le habrá ocurrido lo mismo a todo el mundo, porque suelo interesarme muy poco por los asuntos de familia de los demás, pero lo mío fue de un tierío de los más  exagerado. Está bien que las familias tengan su correspondiente ración de padres, madres, hermanos, hermanas, primos, primas, tíos y tías, pero sin desorbitarse, porque ya se sabe que cualquier exageración es de mal gusto. Qué ni digo yo que esté bien ni que este mal, que igual fue una suerte, pero por ser, eran una porrada de ellos.




          Mi abuela materna, por ejemplo, tenía a su disposición una cantidad de hermanas a todas luces innecesaria. Siempre me he preguntado cómo es posible que una mujer como ella, tan elegante, ahorradora y comedida, se diese tanto al derroche desenfrenado en el asunto de las hermanas, pero lo cierto es que aportó a mi niñez una apabullante e intimidatoria cantidad de tías-abuelas. No conocí a mi bisabuela, pero tengo serias sospechas de que en algún momento de su vida le dio por hacerse la pretenciosa. De otro modo no se explican los rimbombantes nombres de mis tías María Luisa, Anastasia y Federica, tan imperiales, regios y granducales que da la sensación de que en lugar de elegirlos en el santoral, como buena católica que era, tiraba sin mesura del Gothaischer Hofkalender. Luego entró en razón. Ella vivía en un pueblo pequeño y probablemente se dio cuenta de que tanta Anastasia y tanta Federica aportaban una carga demasiado pesada de grandezas, un toque de esnobismo regio totalmente fuera de lugar en ese entorno. La bisabuela debió ser también mujer de extremos, porque para compensar sus excesos principescos anteriores, les encasquetó a otras dos hijas los horrorosos nombres de Ignacia y Eufrasia, que resuenan más al martirologio. Mi abuela Eufrasia salió del paso inventándose ese “Pacha” por el que la conocía todo el mundo, pero a Ignacia, menos ingeniosa o más respetuosa con los deseos de su madre, no le dio por hacerse llamar Nacha, como hubiese hecho cualquier mujer sensata. Claro que debo decir que la sensatez no fue nunca su punto fuerte. Tía Ignacia tuvo siempre un carácter, digámoslo suavemente, molto particolare y estoy convencido de que sus excentricidades se debieron al rencor contra su madre por haberle puesto Ignacia y a su absurdo empecinamiento en no hacerse llamar Nacha. Por otro lado hubiese resultado absolutamente encantador en aquellos años de la Belle Epoque, encontrase con dos hermanas que se llamasen Nacha Y Pacha, no me digáis que no.




          Pero la cuestión verdaderamente importante desde mi punto de vista es que eran muchas y muy iguales por añadidura. Todas vestidas de negro, todas con moño, todas un poco intimidatorias. A Federica la distinguía mejor porque, por razones de proximidad geográfica, la veía mucho más a menudo que a las otras. Cuando  me daba cuenta que se me venía encima un alud de garras de astracán, sonrisas y ametrallamiento de besos en la mejilla, era tía Ica. Las demás, lamento tener que reconocerlo, me parecían todas la misma. Algunas aportaban su toque de misterio, como la que vivía en Toledo “en una mezquita”, o temas interesantes de conversación, como la pobre tía Amparo, la única persona que he conocido que realmente fue a Sevilla y perdió la silla.



         Estaban también tío Darío, tía Andrea, tío Ramón, tía Filina, tío Cayo… Que no te creas tú que no es una complicación tener un tío que se llame Cayo. A cualquier niño sano y normal tu le dices que va a venir tío Cayo, y entiende que va a venir tío callo; y si entiendes tío callo, te da la risa; y si te da la risa te pueden fulminar con  un “haz el favor de no reírte de tu tío”; y si te sigues riendo, pues eso, lo siguiente de entonces.



          Y tía Flor, tía Rosina, tía Aurelia, tía Fe… Tío Pepe tenía dos: Pepe Telas y Pepe el de Uca. Pepe “Telas” tenía un comercio de tejidos, que lo aclaro porque el nombre tiene resonancias como de matón del hampa, y la encantadora costumbre, de una excentricidad completamente británica que me chifla, de guardar los bollos suizos en la caja fuerte. ¿No es divino? Pepe “el de Uca” era el hombre más encantador, más bueno y más cariñoso que he conocido, siempre tan impecable con su traje, su corbata y su chaleco, siempre dispuesto a dar un abrazo.


          Y tío José Antonio y Tío David, que les asesinaron en la guerra pero estaban siempre presentes. Y tío Pichi, tío Chiqui y tía Uca (en el siglo Luis Ángel, Restituto y Silvina), estos más cercanos, mas de casa. Inolvidables y casi mágicas para un niño las torres de copas que mi tío Chiqui montaba en Navidad para servir el champán. Tenía además una tía monja, tía Aurea, con fama de santa y un  mítico tío Rafael, dilapidador de patrimonios y vividor de los años treinta.


          Y seguro que se me olvida alguno, que eran tantos…

jueves, 15 de junio de 2017

HERMOSA Y LIBRE

          No estoy muy seguro de tener derecho a escribir esto. Ocurre con frecuencia que nuestros sentimientos no son únicamente patrimonio nuestro. Si remuevo en otros cosas que preferirían mantener quietas, pido perdón.

          Los grandes embalses empiezan a reventar por pequeñas grietas. La pequeña grieta de hoy ha sido una conversación sobre cocina. Un amigo me explicaba su receta para las albóndigas, que siempre me salen fatal. Y yo pensé en lo que daría por poder volver a comer las albóndigas que hacía mi madre. La segadora de vidas arrastra consigo sabores, olores, caricias y sensaciones que nunca más volveremos a disfrutar. En fin, la vida es cambio.

          Más tarde, ya solo, se me ha venido a la cabeza uno de esos recuerdos que mantenemos apartados, seguramente por miedo. Mi hermana Azucena murió “como del rayo”, cortando en dos de un solo tajo su vida, la vida de todos. La vida. Zuzu solía preparar cosas de comer para que yo me las trajese a casa. Todo era siempre tan abundante que me comía una parte y congelaba el resto. Poco después de su muerte me di cuenta de que tenía en el congelador un “tupper” con esas albóndigas tan estupendas que ella cocinaba siguiendo la receta de mi madre. Parecerá una tontería, pero yo no sabía qué hacer con esas albóndigas: tirarlas me parecía un sacrilegio y comerlas lo veía como una frivolidad. En aquel ”tupper“ estaba la última oportunidad de saborear un guiso de mi hermana. Pasaron día y semanas y yo sin decidirme. Al final pensé que a Zuzu le habría molestado que aquello se desperdiciase y me decidí a comerlo. Descongelé las albóndigas, preparé unas patatas fritas y llevé todo a la mesa. Y allí estaba yo, delante de aquel plato tan suculento, dándome cuenta de que me era casi imposible comerlo. Pero lo comí. Soltando lágrimas como puños, parando cuando me ahogaba de llorar, pero me lo comí.

          No escribo esto para desahogarme, ni para regodearme en el dolor, ni para dar pena. Lo cuento porque me equivoqué. Nos empujan tanto al blanco o al negro, al sí o al no, a comerlo o tirarlo, que nunca vemos la opción tercera: no siempre estamos obligados a elegir. Si yo hubiese dejado las albóndigas en el congelador, si yo hubiese dejado ir a mi hermana, tendría ahora intacto el recuerdo de aquel sabor. Lo escribo para aconsejaros que, si os veis en el caso, dejeis las albóndigas congeladas.



         Creo que Zuzu no hubiese estado de acuerdo con esto que os he dicho, porque nació demasiado pasional como para parase en medianías. Zuzu solo era capaz de entender lo que es justo y esa fue, precisamente, la gran tragedia de su vida. Me hubiese dicho que me comiese las albóndigas, aunque quizás con la secreta esperanza de que yo las dejase en el congelador.

          Algunas veces nos da por hablar de cómo nos gustaría que fuesen nuestros funerales. Yo, por ejemplo, les tengo dicho a mis hermanos que, si quieren hacer algo para despedirme, monten en el Bourbon una juerga de gin-tonics. Lo único que quería Zuzu era que en su entierro sonase el “Canto a la libertad”, de José María Labordeta. Así se hizo. Y si queréis saber lo que mi hermana quería para todos, con escuchar la letra lo sabréis. Durante muchos años, después de su muerte, he sido incapaz de escuchar esa canción sin ponerme a llorar a lágrima viva. No negaré que todavía se me salta alguna lágrima, pero cada vez más, cada día un poco más, siento la alegría de saber que ella vive ahora en el alma de todos los que la queríamos, por fin hermosa y libre.



jueves, 8 de junio de 2017

ARANDANITIS

          Hace no tantos años en España lo único que sabíamos de los arándanos es que les chiflaban a los estadounidenses. En casi todas las películas de Hollywood aparecían americanos sonrientes y satisfechos, disfrutando de los arándanos en forma de tarta, zumo, mermelada o cualquier otra deliciosa variedad, pero aquí, lo que se dice aquí, no encontrabas la susodicha fruta ni en los delicatesen de El Corte Inglés. Bueno, pues la cosa ha cambiado. Hoy, tomando un café en La Cocinuca del Bourbon, una amiga me ha ofrecido a muy buen precio arándanos de la cosecha de su sobrina. Como yo sabía que mi hermana estaba interesada en comprar arándanos frescos, rápidamente la he llamado para ponerle al corriente de la oferta, pero ha resultado que a ella ya le había surtido de arándanos una conocida suya, cultivadora también. No habían pasado ni diez minutos cuando una amiga nuestra se ha parado a charlar un rato, y nos ha contado que está muy ocupada recogiendo su cosecha de arándanos. También nos ha informado detalladamente sobre los diversos cultivos de arándanos que, según parece, proliferan sin control por las tierras de Cantabria. Os juro que ha llegado un momento en el que me he sentido agobiado al pensar en todos esos miles de arándanos, ese auténtico tsunami arandánico, que avanzan cubriendo antiguos panojales, prados y huertas, como una plaga bíblica. De no haberlos comido nunca, han pasado a ser comida imprescindible en cualquier hogar que se precie de moderno y cumplidor de las normas de vida saludable.






          Algo parecido pasó con los kiwis en su momento. Los kiwis eran antes unos pájaros muy pequeños que ponían unos huevos muy grandes. Ahora es una fruta que hay que comer mañana, tarde y noche si queremos tener el tracto intestinal como un San Luis. Todos empezamos a comer kiwis como si no hubiera un mañana, como si nos hubiésemos pasado la eternidad esperando  bendecir a nuestro maltrecho triperío con la llegada del kiwi redentor.

          Yo me críe en una época en que las mermeladas eran de melocotón o de ciruela, y punto en boca. El azúcar era azúcar y la leche, leche. No digo yo que hayamos salido perfectos, pero tampoco estamos tan mal. Antes se consideraba una delicia el pescado fresco, y ahora conozco gente a la que las lubinas se le quedan en anchoas de tanto hurgar, limpiar y rebuscar en busca del malvado anisakis. ¿Y las galletas? Tostaducas, Marías, Napolitanas, Surtido Cuétara y Sanseacabó. Ir a la compra era sencillísimo. Ahora tienes que lidiar entre montones de arándanos, kiwis, mangos y papayas para poder encontrar un par de manzanas decentes. Caminas kilómetros y kilómetros rodeados de leche semi-entera, semi-desnatada, con omega 3, con oligoelementos, sin lactosa, con lactosa light… hasta que, por fin, encuentras un litro de leche normal y corriente. Y si no compras arándanos, o yogur griego natural desnatado con azúcar, o cualquier otra memez que se ponga de moda, te miran como si fueses un hombre (o mujer) de las cavernas.




          Dios quiera que los cultivadores de arándanos tengan en su empresa todo el éxito posible, pero yo, la verdad, estoy empezando a marearme de tantas novedades, tanta moda alimentaria y tanta pamplina saludable.


miércoles, 7 de junio de 2017

EN LA VEGA


          Hoy estaban cortando la hierba en La Vega. Naturalmente lo estaban haciendo con esos tractorones que son como un cortacésped que tuviese ínfulas de Brontosaurio: eficientes, rápidos y ruidosos, como todo en estos tiempos. Nada que ver con aquel “segar el verde” de antaño, con el rítmico “fiussssss, fiusssss” de los segadores y el hipnótico toc-toc de la piedra afilando el dalle. Con todo, el aire estaba impregnado de ese olor a hierba recién segada que revive a un muerto. Al olor de la sardina, ocho o diez milanos patrullaban a vuelo bajo con la esperanza, supongo, de que algún ratón de campo sorprendido por la siega se pusiese a tiro de sus garras. Pese a ser primera hora de la mañana, el sol pegaba con bastante fuerza. Por suerte “sopla un viento suave que baja del cielo azul y estremece a las plantas”, que diría Goethe. Poco a poco, a medida que me iba acercando al río, el estruendo de las segadoras se fue convirtiendo en un rumor lejano. En el tejado de un cobertizo, un gato se lame perezoso al calorcito del sol. Sol, brisa y un silencio interrumpido solo por el inquieto coc-coc de una gallina o el mugido lejano de una vaca. De tanto en tanto, un amable “buenos días”.
Mira que tienen ventajas las ciudades, pero cuanto me alegro de ser de pueblo.

martes, 6 de junio de 2017

CURRICULUM





“El cuento es muy sencillo
usted nace
contempla atribulado
el rojo azul del cielo
el pájaro que emigra
el torpe escarabajo
que su zapato aplastará
valiente.
Usted sufre
reclama por comida
y por costumbre
por obligación
llora limpio de culpas
extenuado
hasta que el sueño lo descalifica.
Usted ama
se transfigura y ama
por una eternidad tan provisoria
que hasta el orgullo se le vuelve tierno
y el corazón profético
se convierte en escombros.


Usted aprende
y usa lo aprendido
para volverse lentamente sabio
para saber que al fin el mundo es esto
en su mejor momento una nostalgia
en su peor momento un desamparo
y siempre siempre
un lío.
Entonces
usted muere."