martes, 20 de junio de 2017

SISSI

         Repasando hoy la guía de televisión, me he encontrado con la agradable sorpresa de ver programadas todas las películas de la saga de Sissí, una detrás de otra: “Sissí”, “Sissí emperatriz” y “El destino de Sissí”. Supongo que hoy en día muy pocos jóvenes y jóvenas sabrán de lo que estoy hablando, pero en los años cincuenta y sesenta no había perro ni gato que no hubiese oído hablar de las peripecias cinematográficas de la encantadora emperatriz de Austria y reina de Hungría. En mi afán por contribuir a la educación de los jóvenes y jovenas, quiero rendir aquí recuerdo y homenaje a aquellas maravillas del celuloide tan dolorosamente relegadas hoy al olvido y que tan justamente celebérrimas llegaron a ser.

         Llamar historia a lo que se cuenta en  las películas de Sissí sería tan absurdo como llamar literatura a lo que escribe Julia Navarro. Resultaría exagerado hasta denominarlo “aproximación histórica”, esa expresión que tanto gusta a los cineastas americanos actuales cuando quieren hacer con la historia lo que se les ponga en los mismísimos. Las películas de “aproximación histórica” se empecinan en hacernos ver la “realidad de la historia”, por lo general desde el punto de vista más oscuro y deprimente. Excepto los ingleses, que parecen ser los únicos europeos que todavía se atreven a mirar hacia atrás sin ira. Lo de Sissí era otra cosa, porque no solo no pretendían contar la verdad sobre nada, sino que querían, precisamente, todo lo contrario. Sissí fue el último gran cuento de hadas a la manera clásica. 


                   Estas películas relatan las grandes aventuras y pequeñas desventuras de la encantadora y dulce princesa Sissi, desde su idílico hogar en Possenhofen, en donde vivía rodeada de su adorable y cariñosa familia, en medio de verdes prados y nevadas cumbres, hasta las vertiginosas alturas doradas del trono de Austria-Hungría. Sissí tiene un padre llano, bonachón y una madre resignada y jovial que todo lo aguanta, como debe ser. Tiene hermanos y hermanas  sanotes y revoltosos, pero siempre obedientes, decorosos y vestidos con el traje típico de Baviera. Todo en Possenhofen, por resumir, era una desenfrenada apoteosis de lo cursi. Se sabe que esta idílica estampa no tiene el menor parecido con la realidad, pero así son las cosas en los cuentos de hadas.

         Aquella felicidad que parecía insuperable, aquel almíbar tan empalagoso y denso, se vio enriquecido con un nuevo cucharón de azúcar cuando el mismísimo emperador Francisco José se enamora de la niña y se la lleva con él, a disfrutar de los regios esplendores de la corte vienesa. La pizpireta y sencilla pastorcilla bávara se da allí de narices contra los rigores protocolarios de su aviesa suegra, la archiduquesa Sofía, “querida mamá” de Francisco José y que es ni más ni menos que la bruja del cuento. Pero nuestra heroína no cede al desaliento,y dedica el escaso tiempo libre que le deja la adoración total por su santo esposo, a bombardear con sonrisas y benignidades a cualquiera que se le ponga a tiro, consiguiendo enternecer hasta a los cortesanos más cartilaginosos, pasmados de que fuese posible tanta genuina sencillez en un personaje principesco. 



      Diréis que todo esto que os cuento tampoco es para tirar cohetes, pero es que hay que imaginarlo forrado de toneladas y más toneladas del más genuino boato imperial, todo dorados, rocallas y terciopelos. ¿Y los vestidos? Es que es imposible contemplar cosa más bonitísma que esos vestidos que me llevaba la chiquilla. Estaban de moda en aquellos días las voluminosas crinolinas, que si bien es verdad que daban a las mujeres el aspecto de una copa de champagne vuelta p’abajo, también es cierto que tenían espacio suficiente para ser atiborradas de volantes, encajes y demás favorecedores aparejos. Como las películas de Sissí eran de bajo presupuesto, los trajes de las damas de honor y demás figurantas sin frase daban la impresión de estar confeccionados con los forros de algún abrigo viejo, pero con ello se conseguía resaltar más, si cabe, la fastuosidad del vestuario de la protagonista. Para las escenas de tranquilidad campestre se tiraba de los trajes regionales bávaros y tiroleses, que siempre dan muy buen juego. Y es cosa maravillosa de ver a ese par de tórtolos imperiales, todo sonrisas y miradas cómplices (pero castas), arropados por la magnificencia del paisaje alpino. Al fondo, casi siempre, un carruaje algo destartalado y dos o tres edecanes contemplando la escena con arrobo. Que te digo yo que se le saltan a uno las lágrimas.



          Una de mis partes favoritas es cuando Sissi llega a Austria para casarse. Resulta que llega a Possenhofen un mensajero con una carta, dando instrucciones para el traslado de la ilusionada novia, desde casa de sus padres hasta el palacio de cuento de hadas de su futuro marido. La emocionada madre informa a la niña entre sonrisas y melindres que ¡¡¡ viajará durante cuatro días por el río !!! Para quienes piensen que es impropio de una familia principesca emocionarse tanto por un triste viaje en barco, hay que decir que la familia de Sissí era llana y sencilla, como los borbones, y que cualquier detalle, ya sea un viaje de cuatro días ya sea que te regalen el “Fortuna”, ellos lo agradecían siempre de corazón y les hacía cualquier fruslería una ilusión grandísima.


          En la escena siguiente aparece a pantalla completa una especie de gabarra de las de llevar carbón, pero toda ella llena de banderas y banderines, con un catafalco encima forrado del terciopelo más rojo que os podáis imaginar, rematado por plumas de avestruz (presumiblemente falsas) y coronas doradas y escudos del Sacro Imperio. En pie bajo el catafalco, ataviada con un virginal vestido blanco y una capa de terciopelo rojo, hecha casi con toda seguridad con los restos del imponente forro del baldaquín, avanza Sissi hacia sus futuros imperiales, toda ella sonrisas y majestades. Da gloria verla allí empingorotada, tan regia y hermosa que parece como si la mismísima Virgen de la Macarena estuviese de viaje organizado por los castillos del Rhin.



          Hay algo que la película no aclara y que deja al espectador algo angustiado. Vamos a ver, de la escena de la noticia del viaje, al viaje en si mismo, nadie nos explica nada. Le dicen a la chiquilla que le han tocado cuatro días de crucero y al segundo siguiente, sin solución de continuidad que diría un cursi, la vemos ya haciendo equilibrios para no caerse al agua, encima de la gabarra. Pensar que la pobre criatura haya tenido que aguantar toda esa pompa y circunstancia a pie firme, durante los previstos cuatro días de duración del viaje, se le hace a uno de una crueldad intolerable. Ya se sabe que el protocolo español que regía en la Corte de Viena era muy rigidísimo y muy lleno de tonterías, pero dudo yo que llegase hasta el extremo de obligar a las emperatrices en ciernes a llegar a su boda cojeando, con las varices como morcillas de Burgos y los juanetes en estado de rebeldía. Que podría ser, que los protocolos son muy puñeteros para las varices, pero no creo. Está además el hecho incuestionable de que la madre informó del viaje a Sissi con una alegría loca, eso se ve en la película divinamente. Muy hija de puta tendría que ser la señora para alegrarse a sabiendas de que su vastaga predilecta iba a tener que pasar cuatro días de pie en una gabarra, sin otra cosa que hacer que mirar las cabras de la orilla, con sus correspondientes cuatro noches chupando el relente del río. El caso es que nada se sabe fijo sobre el asunto, y eso provoca en el espectador una desazón cruel y sin sentido.


           A partir de ese momento, Sissi y Francisco José se lanzan a un frenesí tan enloquecido de bailes, desfiles y coronaciones que no tenemos más remedio que detenernos a reflexionar  sobre dos cosas: lo agotadora que era la vida de la realeza de aquellos tiempos y, last but no least, el buen resultado que le dio a Sissi la capa roja, que no se la apeaba un santo momento y seguía  igual de esplendorosa. A su debido tiempo llegan los hijos a colmar la felicidad dorada de la atractiva pareja. La sonrisa de Sissi resuelve todos los conflictos, desde las rebeliones húngaras hasta la batalla de Solferino. Cierto es que Francisco José, a su lado, acaba por resultar menos emperador que figurante, pero lleva los uniformes de gala con un donaire tan genuinamente Habsburgo (Lorena), que poco importa que parezca tonto de capirote. Son las ventajas de la realeza, que por muy lerdos que salgan, les forras de alamares y aderezos de diamantes y quedan siempre divinos en los cuadros de Winterhalter. La infame archiduquesa sigue erre que erre poniendo palos a la carreta, pero hasta ella termina por derretirse al calor de los fulgores de la pareja imperial. Ya he dicho que son unas películas bonitas a más no poder.


          Luego, cuando uno trata de informarse, resulta que esa Sissí de cuento era en realidad Elisabeth Amalie Eugenie, Herzogin in Bayern, Kaiserin von Österreich und Königin von Ungarn, una princesucha de una rama menor de la Casa Wittelsbach ( Herzogin “in” Bayern, no “von” Bayern”). Una mujer egoísta, neurótica, caprichosa y despilfarradora, obsesionada por su imagen y ajena a todo lo que no fuesen sus propios caprichos. Que al contrario de lo que vemos en las películas, sus padres no se soportaban el uno a la otra. Sabemos que Francisco José fue todo menos liberal, siempre más partidario de la represión que de la negociación. Parece que la archiduquesa (“el único hombre de la Familia Imperial” según sus contemporáneos) es la única que responde, más o menos, al retrato. Decidir si nos quedamos con Sissí o con Elisabeth Amalie Eugenie, Herzogin in Bayern, Kaiserin von Österreich und Königin von Ungarn es ya cuestión de cada uno. No es cuestión de verdades y mentiras, sino de simple preferencia. Lo único que digo es que la realidad suele molar menos que los cuentos de hadas.

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