domingo, 18 de junio de 2017

TÍOS Y TÍAS

         Mi infancia estuvo poblada por una extraordinaria legión de tíos y tías. Ignoro si le habrá ocurrido lo mismo a todo el mundo, porque suelo interesarme muy poco por los asuntos de familia de los demás, pero lo mío fue de un tierío de los más  exagerado. Está bien que las familias tengan su correspondiente ración de padres, madres, hermanos, hermanas, primos, primas, tíos y tías, pero sin desorbitarse, porque ya se sabe que cualquier exageración es de mal gusto. Qué ni digo yo que esté bien ni que este mal, que igual fue una suerte, pero por ser, eran una porrada de ellos.




          Mi abuela materna, por ejemplo, tenía a su disposición una cantidad de hermanas a todas luces innecesaria. Siempre me he preguntado cómo es posible que una mujer como ella, tan elegante, ahorradora y comedida, se diese tanto al derroche desenfrenado en el asunto de las hermanas, pero lo cierto es que aportó a mi niñez una apabullante e intimidatoria cantidad de tías-abuelas. No conocí a mi bisabuela, pero tengo serias sospechas de que en algún momento de su vida le dio por hacerse la pretenciosa. De otro modo no se explican los rimbombantes nombres de mis tías María Luisa, Anastasia y Federica, tan imperiales, regios y granducales que da la sensación de que en lugar de elegirlos en el santoral, como buena católica que era, tiraba sin mesura del Gothaischer Hofkalender. Luego entró en razón. Ella vivía en un pueblo pequeño y probablemente se dio cuenta de que tanta Anastasia y tanta Federica aportaban una carga demasiado pesada de grandezas, un toque de esnobismo regio totalmente fuera de lugar en ese entorno. La bisabuela debió ser también mujer de extremos, porque para compensar sus excesos principescos anteriores, les encasquetó a otras dos hijas los horrorosos nombres de Ignacia y Eufrasia, que resuenan más al martirologio. Mi abuela Eufrasia salió del paso inventándose ese “Pacha” por el que la conocía todo el mundo, pero a Ignacia, menos ingeniosa o más respetuosa con los deseos de su madre, no le dio por hacerse llamar Nacha, como hubiese hecho cualquier mujer sensata. Claro que debo decir que la sensatez no fue nunca su punto fuerte. Tía Ignacia tuvo siempre un carácter, digámoslo suavemente, molto particolare y estoy convencido de que sus excentricidades se debieron al rencor contra su madre por haberle puesto Ignacia y a su absurdo empecinamiento en no hacerse llamar Nacha. Por otro lado hubiese resultado absolutamente encantador en aquellos años de la Belle Epoque, encontrase con dos hermanas que se llamasen Nacha Y Pacha, no me digáis que no.




          Pero la cuestión verdaderamente importante desde mi punto de vista es que eran muchas y muy iguales por añadidura. Todas vestidas de negro, todas con moño, todas un poco intimidatorias. A Federica la distinguía mejor porque, por razones de proximidad geográfica, la veía mucho más a menudo que a las otras. Cuando  me daba cuenta que se me venía encima un alud de garras de astracán, sonrisas y ametrallamiento de besos en la mejilla, era tía Ica. Las demás, lamento tener que reconocerlo, me parecían todas la misma. Algunas aportaban su toque de misterio, como la que vivía en Toledo “en una mezquita”, o temas interesantes de conversación, como la pobre tía Amparo, la única persona que he conocido que realmente fue a Sevilla y perdió la silla.



         Estaban también tío Darío, tía Andrea, tío Ramón, tía Filina, tío Cayo… Que no te creas tú que no es una complicación tener un tío que se llame Cayo. A cualquier niño sano y normal tu le dices que va a venir tío Cayo, y entiende que va a venir tío callo; y si entiendes tío callo, te da la risa; y si te da la risa te pueden fulminar con  un “haz el favor de no reírte de tu tío”; y si te sigues riendo, pues eso, lo siguiente de entonces.



          Y tía Flor, tía Rosina, tía Aurelia, tía Fe… Tío Pepe tenía dos: Pepe Telas y Pepe el de Uca. Pepe “Telas” tenía un comercio de tejidos, que lo aclaro porque el nombre tiene resonancias como de matón del hampa, y la encantadora costumbre, de una excentricidad completamente británica que me chifla, de guardar los bollos suizos en la caja fuerte. ¿No es divino? Pepe “el de Uca” era el hombre más encantador, más bueno y más cariñoso que he conocido, siempre tan impecable con su traje, su corbata y su chaleco, siempre dispuesto a dar un abrazo.


          Y tío José Antonio y Tío David, que les asesinaron en la guerra pero estaban siempre presentes. Y tío Pichi, tío Chiqui y tía Uca (en el siglo Luis Ángel, Restituto y Silvina), estos más cercanos, mas de casa. Inolvidables y casi mágicas para un niño las torres de copas que mi tío Chiqui montaba en Navidad para servir el champán. Tenía además una tía monja, tía Aurea, con fama de santa y un  mítico tío Rafael, dilapidador de patrimonios y vividor de los años treinta.


          Y seguro que se me olvida alguno, que eran tantos…

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