Mi sobrino Raúl ha cogido la manía de irse al Congo. En cuanto te despistas un momento, pumba, resulta que se ha ido al Congo. Podría haberle dado por morderse las uñas, explotar las burbujas del plástico de embalar o buscar obsesivamente memes en internet, como todo el mundo, pero como mis sobrinos son todos muy excéntricos, pues le ha dado por irse al Congo. La cosa es que hace un par semanas estuvo aquí, en Renedo, pasando unos días. Como para irse al Congo la criatura tenía que coger un vuelo en Loiu el martes por la mañana, sus padres hicieron el plan de llevarle a Bilbao el lunes por la tarde, tomar con él unos pinchos por el Casco Viejo, dejarle aparcado en un hotel y volver a casa. Yo me apunté.
Yo había pateado mucho Bilbao allá por los locos años ochenta, cuando la ciudad era un montón de caserotones sucios y destartalados y a quienes hablaban vascuence de copas en el Whisky Viejo, o cenando en Goiceko Kabi, se les miraba por encima del hombro, por paletos. Eran otros tiempos. Desde entonces, salvo algún fugaz vete y ven para disfrutar de alguna exposición temporal en el Guggenheim, no había vuelto. Hay que decir que la ciudad ha dado un cambio espectacular desde que les dio por guggenheimizarla. Ahora son todo zonas peatonales, fachadas restauradas, cultura y esplendor.
De mis años mozos recordaba yo una plaza, porticada ella, con uno o dos maravillosos bares de pinchos muy adecuados para nuestro propósito. Naturalmente entre mi sentido de la orientación, los cambios en la ciudad y el peso de los años en mis circuitos cerebrales, me vi incapaz de encontrar la susodicha plaza. Como preguntando se llega a Roma, aborde a una señora de mediana edad, cuyo carrito de la compra me hizo suponer, acertadamente, que era una genuina aborigen en aquel mar de guiris y turistas.
Al tercer “discúlpeme” consintió en atenderme. Yo no conseguía recordar cómo coño se llamaba la plaza de marras, pero como está en el centro y tiene arcos, se me ocurrió preguntar por la Plaza Mayor. “SE LLAMA PLAZA NUEVA”, me espetó la aborigen con mucho respe. “Ya, bueno, no sé si será esa, buscamos una que es grande”, añadí yo. “ES PEQUEÑA”, me contestó con un inconfundible aire de desdén. A esas alturas yo tenía claro que a la señora no le había caído simpático, pero de todos modos conseguí que nos indicase el camino. Llegados a LA PEQUEÑA PLAZA NUEVA, nos pusimos ciegos de sopa de queso idiazábal con huevos de codorniz, pollo sukiyaki en salsa indefinible y algunas otras delicias y exquisiteces, que era de lo que se trataba.
Pero como yo soy muy de reflexionar, salvo en los días muy calurosos, que me da pereza, de vuelta a casa me dio por buscar las posibles razones del enfado de la aborigen. Y me di cuenta de que había cometido tres errores imperdonables al hablar con ella. El primero fue tener el atrevimiento de no saber cómo se llama una plaza de BILBAO, la que sea, estando los bilbaínos, como están, convencidos de ser el centro del universo. El segundo fue hablar de “Plaza Mayor”, con las resonancias que tiene a la represora cultura castellana. El tercero, decir que la plaza “es grande” en una ciudad cuyos habitantes llamarían plazuela a la plaza de Tiananmen, caso de tenerla. No fui exacto.
Ayer tuve un pequeño percance en el cajero automático. Resulta que fui por la mañana a sacar dinero pero, cosas de la falta de riego, al terminar la operación (que “no tenía comisiones”), guardé mi tarjeta de crédito en la cartera, pero olvidé recoger el dinero. Me marché tan alegre y feliz y no me di cuenta del asunto hasta que en el estanco. Y eso, vuelta al banco con esta calorina que nos está matando y con la sofocación añadida por las propias circunstancias. Una vez relatada mi desgracia a la empleada de turno, esta me preguntó muy amablemente que cuanto tiempo había pasado desde el suceso, a lo que contesté, reconozco que algo a la ligera: “diez minutos”. Con esa, al parecer, valiosísima información en sus meninges, la empleada se puso e escrutar la pantalla del ordenador con tanta concentración como si estuviese buscando el origen del universo. Me pidió el DNI. Me pidió la tarjeta de crédito. Cuando yo estaba pensando que me iba a pedir un certificado de penales, se volvió hacia mí con una de esas sonrisas bancarias que tanto miedo dan y me dijo con bastante retintín : “No fue hace diez minutos. Fue hace veinte”. Estuve a punto de derrumbarme, porque con esa costumbrita que han cogido los bancos de cobrar intereses y comisiones hasta por estornudar en ventanilla, ya me vi pagando al 20% esos diez minutos de diferencia. Pero no. Solo se trataba de hacerme notar lo inexacto que yo había sido al dar información. Y a continuación me dijo que si tal y que si cual, que si el arqueo de caja y que, en definitiva, al día siguiente tendría reingresado el dinero en mi cuenta.
Vamos a ver. Se comprende que para un amable empleado de banca que tenga que comprobar los movimientos de un cajero automático que esté, por decir algo, en Manhattan Transfer, diez minutos de diferencia, incluso cinco, le puedan suponer escrutar decenas, quizá cientos, de operaciones pero ¿En el cajero de al lado de la estación, en Renedo? Da igual, el caso es que fui inexacto.
Otra cosa ocurre cuando es uno mismo quien necesita exactitudes. Mi hermana Verónica y yo hemos estado hoy en una notaría, para tratar de resolver una herencia que venimos arrastrando desde hace años y años. Yo no sé lo que habrá tenido que hacer el duque de Alba para poner a su nombre todos esos tizianos y renoires, todos esos castillos y palacios, todas esas fincas y heredades, pero lo cierto es que a nosotros nos están volviendo locos para poder hacernos cargo, en el caso de Vero y mío, de una triste sexta parte, de un tercio, de un patrimonio muy escaso. Nada más sentarnos en el despacho del pasante, nos hemos dado cuenta, no hacía falta ser muy avispados, que el hombre no tenía su día más simpático. Así, de primeras, todo lo que llevábamos no valía; un poco después, cuando se ha dignado echar un vistazo al tocho de documentos, nos ha dicho que sí, que no y que todo lo contrario; que de lo que teníamos originales necesitaba copias, y que de las copias hacían falta originales. Nos ha pedido tres veces el testamento de nuestra madre, que no le hizo, y nos ha acribillado con un fuego graneado de petición de documentos, que aquello era como estar en las trincheras de Verdún en versión legal-administrativa. De momento parece que no hacen falta ni la Fe de Bautismo de la cuñada de mi tío-bisabuelo, ni un Certificado de Pureza de Sangre emitido por la Real Chancillería de Valladolid (ambos originales) , pero nosotros los vamos a pedir, por si acaso.
Todo esto nos lo ha informado en un tono tan displicente y desabrido que cuando nos ha dicho que “no quisiera ser grosero”, he tenido que morderme la lengua para no decir que, a mi parecer, estaba fracasando estrepitosamente en el intento. Mi pobre hermana y yo hemos salido de aquel despacho mil veces más confusos de lo que estábamos al entrar; y al borde mismo del colapso histérico-documental.
Y es que todo el mundo nos exige exactitudes, pero parece que nadie está dispuesto a arriesgarse a darlas.
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