miércoles, 7 de junio de 2017

EN LA VEGA


          Hoy estaban cortando la hierba en La Vega. Naturalmente lo estaban haciendo con esos tractorones que son como un cortacésped que tuviese ínfulas de Brontosaurio: eficientes, rápidos y ruidosos, como todo en estos tiempos. Nada que ver con aquel “segar el verde” de antaño, con el rítmico “fiussssss, fiusssss” de los segadores y el hipnótico toc-toc de la piedra afilando el dalle. Con todo, el aire estaba impregnado de ese olor a hierba recién segada que revive a un muerto. Al olor de la sardina, ocho o diez milanos patrullaban a vuelo bajo con la esperanza, supongo, de que algún ratón de campo sorprendido por la siega se pusiese a tiro de sus garras. Pese a ser primera hora de la mañana, el sol pegaba con bastante fuerza. Por suerte “sopla un viento suave que baja del cielo azul y estremece a las plantas”, que diría Goethe. Poco a poco, a medida que me iba acercando al río, el estruendo de las segadoras se fue convirtiendo en un rumor lejano. En el tejado de un cobertizo, un gato se lame perezoso al calorcito del sol. Sol, brisa y un silencio interrumpido solo por el inquieto coc-coc de una gallina o el mugido lejano de una vaca. De tanto en tanto, un amable “buenos días”.
Mira que tienen ventajas las ciudades, pero cuanto me alegro de ser de pueblo.

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