PHUKET
Ko Phuket es una isla (ko significa isla) al sur de Tailandia, en el mar de Andamán, que se ha convertido en lo que podríamos llamar la Costa de Sol de allí. Según me han dicho la isla tiene una razonable cantidad de puntos de interés que visitar y la capital (Phuket City) está adornada con atractivos edificios de un estilo llamado chino-colonial, que son gloriosos vestigios de un pasado en el que las minas de estaño eran la gran riqueza de la región. Ahora es el turismo. Confieso que no hablo más que de oídas, porque en los seis día que estuvimos allí no me moví de Patong Beach.
Patong es al turismo lo que Phuket City fue al estaño y resulta un sitio ideal para repanchingarse y hacer el vago sin más complicaciones. No soy de los que se recorren diez mil kilómetros para hacer lo que podría hacerse en Benidorm, pero a esas alturas del viaje me encontraba yo algo saturado de tanto bangkokear, ayutthayear y chiangmaizar. Llega un momento en que los sentidos se aturden de tanto prang y tanto chedi, de tanto Buda y tanto Garuda, de tanto templo y tanto palacio. Por otro lado una personalidad tan sensible como la mía puede verse tan fácilmente arrastrada a sufrir los sinsabores del Síndrome de Stendhal, que sería una imprudencia temeraria no proporcionarle de vez en cuando unas dosis de simple y vulgar turisteo al estilo guiri. Varios de mis amigos hicieron las consabidas excursiones, o contrataron tuc-tucs (me temo que a precio de oro) para recorrerse la isla de cabo a rabo, pero en honor a la verdad debo decir que los relatos que me hicieron de sus escapadas rezumaban un entusiasmo narrativo algo forzado.
Nuestro hotel, el Wyndham Grand Phuket Kalim Bay, ocupaba una pintoresca posición en la falda de una colina, justo al final de la playa. Consistía en una serie de pabellones entre piscinas y jardines, colocados tan vertiginosamente colina arriba que en la recepción paraba un trenecito, un madaleno para ser exactos, que nos permitía a los ocupantes de los pabellones más empingorotados llegar a nuestras habitaciones sin dejar los pulmones en el intento. Para acceder a la zona de bares y restaurantes, que estaban sobre el acantilado, había que cruzar la carretera, con el grave riesgo que supone eso en Tailandia. En fin, tipismo local.
En Patong, aparte de divertirse, hay poco que hacer. La ciudad no es demasiado grande y está formada por dos calles principales conectadas por los consabidos «sois». Todo está lleno de bares, restaurantes, terrazas, mercadillos y puestos de comida. Uno de los sitios más animados es Soi Sea Dragón, en donde se mezclan bares normales y corrientes con otros de putas, o de putos, espectáculos de transformismo y todo el batiburrillo propio de las noches tailandesas: el omnipresente señor de la boa constrictor, el del águila, el saltimbanqui, el tragafuegos... Verdaderamente el mejor espectáculo está en la calle. El asunto de la prostitución en Tailandia y otros países de la zona es espinoso y no entraré en valoraciones éticas y mucho menos morales sobre la cuestión. Sé que hay prostitució infantil, todo el mundo lo sabe, pero yo no la vi. Sí puedo decir que la actitud respecto al sexo es, quizás para su desgracia, eso no lo sé, mucho mas desinhibida que la occidental. Comprendo que en lugares como Patong se intenta mostrar la cara más amable de las cosas porque, al fin y al cabo, es una ciudad que visita todo tipo de gente, desde australianos solterones a familias finlandesas con niños, y lo único que puedo decir es que lo consiguen. Un matrimonio con niños pueden estar sentados tomando algo en la terraza de un puticlub, naturalmente sin darse cuenta, sin que nadie les moleste.
Tan inevitables como los hombres con una boa constrictora al cuello, parecen ser en los grandes centros turísticos de Tailandia los restaurante españoles. Patong, desde luego, tenía uno que no me dejaron más opción que visitar un par de veces. Recuerdo con especial repelús una pularda, al menos eso me dijeron que era, rellena de arroz y nadando en una salsa espesa de una contundencia tan exagerada que todavía siento amagos de empacho cuando pienso en ella. Como compensación a ese españolismo exótico, conseguí que fuésemos a cenar una noche a un restaurante especializado en la «Comida de la Corte», que según cuenta la leyenda es el tipo de comida que se sirve a la familia Real. Tomamos lo que aquí llamaríamos un «menú-degustación», por no complicarnos la vida eligiendo platos que, al fin y al cabo, no teníamos ni la mas remota idea de lo que eran. Cuando empezaron a servirnos pensamos que por algún error en la comanda, o por misteriosas razones orientales, el cocinero había decidido endilgarnos en primer lugar los postres, porque aquellas bandejas estaban llenas de lo que se parecía mucho a las pastas de te de la confitería Gómez. Pero no. Lo que pasaba era que la comida de la corte consiste en convertir la comida normal y corriente, ya de por sí poco identificable para un occidental, en algo todavía más misterioso y disimulado. Todo está tallado, recolocado, dispuesto y pensado para que haga bonito. Todo está lleno de adornos de colorines y frutas esculpidas. El resultado, lo admito, es innegablemente espectacular; es el churrigueresco tailandes llevado a la mesa, algo así como si a Ferrá Adriá le hubiese dado un ataque de locura rococó. Aquello estaba riquísimo, eso hay que reconocerlo, y resultó indecentemente caro por añadidura.
En Patong se encuentra uno de los recintos más célebres de Tailandia de Muay Thai y allá que nos fuimos. No soy aficionado a los espectáculos de lucha, pero como la lucha tailandesa tiene tanta fama y lo único que había visto hasta entonces fue la cutrez aquella de Chiang Mai, me picó la curiosidad. El recinto era grande, nuevo y luminoso, con el agradable añadido de un bar enorme en el que pasar el rato tomando Shinga, lo que ya era algo. El Muay Thai es una cosa rarísima a más no poder. Cuando los dos luchadores suben al ring y piensas que van a darse de bofetadas, resulta que empiezan a practicar unos rituales misteriosos. Recorren la cuatro esquinas inclinando la cabeza y luego se ponen a hacer unos bailes muy enigmáticos e indescifrables, al son de una música ratonera que recuerda a la de los encantadores de serpientes. Uno llega a pensar que el Muay Thai consiste en la versión tailandesa de aquellas coreografías tan rompedoras que encargaba Diaghilev para Nijinsky, aunque la música recordaba más a Penderecki que a Stravinski. Pero, ay majos, en cuanto acaban las danzas empiezan a darse unas hostias como panes, con los pies, con las manos, con unos agarramientos y retorcimientos feroces como ellos solos, mientras el público se entusiasma hasta el franco enardecimiento. No se si habrá reglas, pero no lo parece. Cuando terminó en primer combate yo consideré que ya tenía Muay Thai para lo que me quedaba de vida, así que me largue con viento fresco (bueno, fresco no, que eso no se sabe lo que es en Phuket) a tomar unas copas a Soi Sea Dragón.
Lo habitual era terminar la noche en la discoteca «Bananas», que era la de moda en aquellos días. Yo no sé por qué me divertía allí tanto, porque aquello era un calor asfixiante y un abarrotamiento descomunal de gentes de todas las nacionalidades y de diversos colores. Bueno, puede que si lo sepa, pero no es para contarlo en un blog. Como de costumbre, todos mis amigos se marchaban antes que yo. A la salida esperaba la consabida fila de tuc-tucs y sus correspondientes negociaciones, pero entre la hora indecentemente avanzada, el cansancio, el sueño y su poquitín de borrachera, no solía porfiar mucho en el regato. Así todas las noches, salvo una en la que me dio el arrebatamiento de hacerme el europeo listo. Tanto me emborriqué que acabé por decidir volver andando al hotel. Al fin y al cabo no estaba tan lejos y un poco de brisa nocturna tampoco me venía nada mal. Desde «Bananas» al Wyndham Grand Phuket Kalim Bay no hay más que 15 minutos andando y es imposible perderse si uno sigue el paseo marítimo. Bueno, pues me perdí. Media hora después de salir de la discoteca estaba deambulando por lo que solo puedo calificar como el más sórdido barrio marginal que he conocido. Todo eran casuchas bajas y formando un laberinto oscuro y silencioso. Como no hay mal que por bien no venga, poco a poco el miedo me fue quitando la borrachera. A cada paso esperaba caer en la garras de algún grupo de tailandeses malos, o birmanos inflitrados, que me desvalijarían, probablemente con malos tratos y vejaciones incluidos. Sin saber como, pero en un estado próximo a terror pánico, llegué a una calle que parecía un poco más civilizada, aunque igualmente desierta, en la apareció milagrosamente un tuc-tuc al que pagué lo que me pidió, no se cuanto, y además le dí propina cuando, minuto y medio más tarde, me dejo a la puerta de mi hotel, al lado del madaleno.
¿Qué más podría decir sobre Patong? Playa de arena blanca y finísima, palmeras, cerveza Shinga en cilindros de poliuretano... Y orquídeas, orquídeas a porrillo. Adornando los cócteles de frutas, una orquídea; en el plato del postre, una orquídea; en la almohada de la cama, todas las noches, una orquídea. Y poco más, salvo que nuestras rapaces incursiones por los tenderetes de Patong nos obligaron a comprar otra maleta.
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