PHI-PHI
Como colofón a nuestro deambular por las tierras de Tailandia nos habían recomendado vivamente pasar unos días en las islas Phi-Phi, un pequeño archipiélago que se encuentra a unas tres horas de Phuket en barco.Se compone de dos islas, Ko Phi-Phi Don y Ko Phi-Phi Leh, y es de ese tipo de lugares que quedan preciosos en las fotografías, con mogollón de palmeras y rodeadas de aguas de color turquesa.
Para mi la excursión empezó de la peor forma posible. No entiendo esa manía que tienen las agencias de viaje de obligar a la gente a darse unos madrugones indecentes, cuando daría exactamente igual salir tres horas más tarde. El caso es que me llevaron hasta el puerto de pescadores de Phuket con una resaca mortal de necesidad, consecuencia de mi última aventura nocturna en la Banana Disco, apenas unos minutos después de haber salido el sol. Llegados al puerto me espabilé un poco con el nauseabundo olor a pescado podrido que impregnaba el ambiente.No mucho más tarde nos vimos amontonados como ovejas en un ferry bastante desvencijado que rápidamente zarpó rumbo al archipiélago. Las tres horas de travesía las matamos intentando mantener el equilibrio mientras tomábamos el te que nos sirvieron, y contando una y otra vez el asombroso número de maletas, bolsas y mochilas que habíamos ido acumulado en casi veinte días de compras y regateos.
La llegada a nuestro alojamiento en Ko Phi-Phi Don fue bastante descorazonadora, por decir lo menos posible . El resort estaba situado una playa de esas paradisíacas de arena blanca y aguas transparentes, medio sepultado entre la lujuriante y frondosa vegetación tropical. Todo muy dentro de ese estilo respetuoso con la naturaleza y el medio ambiente que tanta paz de espíritu proporciona, según he oído decir. Tan encantador y pintoresco era que que no tenía ni un muelle de atraque decente. Un pantalán esmirriado era la única forma de acceso a aquel paraíso en la tierra. Con aprensión creciente vi como nuestro barco fondeaba en medio de aquella pequeña bahía, sin intención alguna de acercarse a tierra para poder darnos la oportunidad de hacer un desembarque digno y apropiado.
Cinco o diez minutos despues de haber fondeado, se acercaron una sucesión de barquichuelas de madera, largas, estrechas y de aspecto general extremadamente poco sólido, pilotadas por aborigenes de sospechosa catadura. En cuanto esa Armada Invencible de raquíticos esquifes quedó abarloada junto al ferry, empezaron las barcas a ser bombardeadas brutalmete con nuestros equipajes y los del resto de incautos que habían elegido nuestro mismo destino. Aquel fuego graneado de maletas y demás bultos de viajero provocó en las barquichuelas un bamboleo loco sobre el que, poco despues y a pesar de mis enégicas protestas, nos vimos obligados a bombardearnos nosotros mismos.
Nuestro encantador alojamiento ocupaba un extremo de la playa y consistía en un «lobby» de lo más étnico que se pueda uno imaginar, todo él de madera con terrazas y verandas a diestro y siniestro, con todas las vistas al mar imaginables. El resto era una serie de bungalows asomando entre lianas y palmeras en los que estaban las habitaciones. Al otro extremo de la (pequeña) playa, otro resort de parecidas carácterísticas. Entre los dos estaba la «aldea de pescadores»: cuatro o cinco casas de madera y hojalata dispuestas alrededor de una hoguera, que conformaban lo que podríamos llamar “el área metropolitana” del lugar. Eso era todo.La hermosísima y exuberante vegetación, el silencio roto apenas por el rumor de las olas rompiendo sobre la finísima arena blanca y, sobre todo, la asfixiante ausencia de hormigón, me hicieron comprender con horror que la fatalidad me había conducido sin remedio hasta un puto paraíso natural de mierda.
Una vez instalado en mi bungalow, duchado y habiendo soltado a solas todos los juramentos que se me ocurrieron, me reuní con mis amigos a tomar el gin-tonic de antes de cenar. Para ir del bar al comedor había que atravesar un jardín apachurrado de flores exóticas, dividido en dos por un estanque con su puentecillo a la japonesa y todo. De aquel estanque surgían de tanto en tanto unos estremecedores bramidos que recordaban a los mugidos de una vaca cuando está pariendo, pero cuyo origen era, eso me explicaron, el croar de una rana aborigen en cuyo tamaño probable preferí no pensar demasiado. De vuelta al bungalow me encontré con la deliciosa sorpresa de que una especie de salamandra paliducha, toda ella ojos y viscosidad, descansaba imperturbable en la pared, justo sobre el cabecero de mi cama. Detesto a todas esas repugnantes alimañas; y no comprendo como se consiente que sigan existiendo con los adelantos que tenemos hoy en día en materia de exterminio de especies animales. Cuando irrumpí aterrado en el bungalow de mis amigas para contarles mi horrible desgracia, en lugar del consuelo esperado me encontré con que se limitaron a señalar al techo, entre risas, para que viese los dos minilagartos que les habían tocado a ellas. Esas cosas tiene vivir en medio de la naturaleza.
Dormir con una especie de salamandra sobre el cabecero de la cama resulta de lo más agotador. Apagas la luz, cierras los ojos y cuando estás a punto de dormirte te imaginas al bicho paseando por tu cara; enciendes la luz, compruebas que la bicha sigue en su sitio, apagas y vuelta a empezar. A la mañana siguiente, después del desayuno, fuí a informarme de las posibilidades lúdicas que ofrecía aquel espantoso lugar, caso de ofrecer alguna. Paseos, buceos, snorkeleos, diversos deportes acuáticos y toda una ristra más de odiosas actividades similares eran las únicas opciones. Lo curioso del caso es que toda la gente que me rodeaba parecía arrebatada por un afán de practicar todas aquellas locuras ecológicas. Mientras tanto, yo arrastraba el aburrimiento desde mi bungalow hasta la desierta “cafetería”, o paseaba de extremo a extremo de la playa, sin mayor novedad que la de verme empapado de arriba abajo por algún repentino chaparrón tropical. Las noches, amenizadas por toda suerte de horrorosos sonidos animales procedentes de la jungla que nos rodeaba, resultaban un poco más entretenidas.
Todas las mañanas un guardia de seguridad, con innegable aspecto de facineroso, me daba los buenos días con una caricatura muy graciosa del saludo militar. Algunas veces, cuando me veía fumando y maldiciendo por lo bajinis en el pintoresco porche de mi bungalow,me traía un coco ya abierto a machetazos y todo, compadecido seguramente de mi triste estado. A sugerencia suya me decidí a bordear un pequeño acantilado hasta la playa vecina, que según me indico entre mímica y sonrisas, era una cosa verdaderamente preciosa de ver. A mitad de camino me llamó la atención un crujir de ramas a mi derecha y al volver la cabeza vi un monstruoso lagarto verde, un minigodzilla que me miraba fijamente con, estoy seguro, las más aviesas intenciones. Presa del pánico inicié una huida despavorida y ciega que termino conmigo en el agua, completamente vestido y tratando de aparentar indiferencia ante la perpleja curiosidad de los odiosos bañistas de los alrededores.
Otro día me decidí a alquilar una barca para acercarme a matar el tiempo en Tonsai Beach, que es el puerto principal de la isla y tiene bares, tiendas y cosas así. No es que sea la juerga mora, pero por lo menos hay ruido y gente yendo y viniendo, no como en nuestro detestable nirvana natural de Loh Dalum Bay. Como las tarifas que me propusieron en la recepción del resort me parecieron un atraco a mano armada, decidí, no escarmiento, hacerme el listo y dirigirme a la aldea de pescadores a ver si conseguía mejores precios. La expedición fue un rotundo fracaso. Resulta que los habitantes de la aldea no son tailandeses sino Moken, también llamados «gitanos del mar". Yo no vi allí ni rastro de castañuelas, ni carretas, ni un triste poster de Carmen Amaya, pero si dicen que son gitanos pues será verdad.El caso es que son hoscos como ellos solos y no hacen el menor intento por entenderte. Temo además que su opinión sobre los turistas no es muy buena. Terminé por ir a Tonsai Beach a precio de resort, pero la excursión tampoco mereció mucho la pena. Podéis haceros una idea de lo aburridísimo que estaba si os digo que visité hasta las cuevas en las que se recogen los nidos de golondrina. Las golondrinas de aquellos remotos lugares hacen sus nidos con su propia saliva, lo que resulta de todo punto incomprensible en unos parajes tan atiborrados de vegetación. El caso es que esos nidos, una vez secos y teóricamente abandonados por los pajarillos, se recogen para hacer una sopa de aspecto particularmente poco apetitoso y que se vende a precio de caviar.
Y así seguí durante cinco interminables días, añorando Phuket terriblemente y rodeado de una turba de desequilibrados que dedicaba el día a arrastrar bombonas de buceo, snorkelear y botar kayaks entre alegres carcajadas. Y cuando daban por terminadas sus actividades acuáticas, se pasaban horas y horas relatando con todo lujo de detalles los maravillosos peces, corales y algas marinas que habían tenido la suerte de ver. De espanto.
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