Siempre me han gustado mucho los libros protagonizados por mujeres. MI novela favorita es la sublime “Ana Karenina”, me chifla la condesa Olenska de “La edad de la inocencia” y cuando quiero leer sin darme cuenta, nada mejor que las Inefables Mapp y Lucía, de Benson. Estoy releyendo ahora “Jane Eyre”, después de muchísimos años. Cuando la leí por primera vez, puede que haga ya treinta años de aquello, estaba yo muy influido por la película de 1944, en la que inspiraba tanta ternura aquella Joan Fontaine, siempre tan lánguida y desvalida, abandonada a los manejos de un Mr. Rochester que, en el cuerpo y figura de Orson Welles, intimidaba a más no poder. Tengo que decir que el personaje de la novela no inspira tanta simpatía. Ese “Alma rebelde” del título en español tira un poco más a “Alma relista y pedante”, la verdad sea dicha. Ese tema de las institutrices les gustaba mucho a las Hermanas Bronte y a la literatura inglesa en general. Según parece sus funciones en la sociedad eran, por una parte, soportar toda clase de desprecios y humillaciones por parte de sus señoras y, por la otra, amargar la vida a los niños a su cargo. Claro que ese vivir en el limbo social, ese ni ser criada ni ser señora, forzosamente tenía que empujar a la neurastenia y hasta a la esquizofrenia, a las mi pobres.
En “El discurso del Rey”, película que aborda el interesantísimo asunto de la tartamudez del duque de York, relataba el futuro Jorge VI la triste historia de su infancia, con unos padres fríos y distantes, como dictaba la moda, y una institutriz hija de puta. Contaba que en las escasas ocasiones en que era llamado a presencia de sus padres, la institutriz, que le había tomado una irracional ojeriza, le pellizcaba con disimulo para hacerle llorar, cosa que sus padres detestaban y que le reportaba invariablemente un terrorífico castigo sustanciado casi siempre en el suplicio de tener que irse a la cama sin tomar el postre. Yo comprendo que las cosas de la realeza tienen una dimensión extraordinaria y sobresaliente, que cualquier cosa que le ocurra a un príncipe tiene una trascendencia que a nosotros se nos escapa, pero con alguna de las asistentas que tuvo mi madre me gustaría a mí haber visto al señor duque, que se hubiese cagao por la pata abajo. Pero el asunto es que yo a esa insidiosa institutriz yo le pongo, no puedo evitarlo, la cara de Sor Lucía Caram.
En esta España nuestra de la corrección política está muy feo, y es muy arriesgado, no simpatizar con Sor Lucia, porque la reverenda madre se ha erigido pasito a pasito en la buena oficial del Reino. No me queda más remedio que reconocer que en mi antipatía hacia la buena hermana hay mucho de irracional. A todos nos pasa, eso pienso, que algunas personas nos producen un rechazo instintivo desde el mismo momento en que las conocemos. Es una sensación mezcla de instinto, presentimiento e intuición que provoca una aversión absoluta y total. Es irracional, insisto, pero diré que, al menos en mi caso, raras veces decepciona la persona esa primera impresión. Pues eso me pasa con Sor Lucía.
A Sor Lucía la veo yo tan pedante y relista como a la Jane Eyre de la novela, pero tratando desesperadamente de hacerse la Joan Fontaine. Me inquieta mucho esa sonrisa suya tan poco beatífica, siempre teñida con su toquecito de autosuficiencia y superioridad moral; pero me inquieta mucho más esa mirada astuta y fría, tan poco limpia, tan calculadora. Pero debo reconocer que se trata de mis impresiones personales y nada más que eso..
Otra cosa son los misterios que rodean la figura de esta santa mujer. Lucía Caram es una monja dominica contemplativa, una monja de clausura por ponerlo en claro, y resulta que se pasa la vida yendo y viniendo por todas las cadenas de televisión del país, por los mítines políticos, por los programas de radio. Vamos, que se pasa en la calle todo el santo día. Una hermana de mi padre, mi tía Aurea, era monja contemplativa en un convento de Trinitarias y no salía del convento ni a comprar el pan. Pudiera ser que a Sor Lucía, que tiene tantas cosas en la cabeza, se le fuese la pinza a la hora de profesar y entrase en un convento de monjas contemplativas creyendo que era una orden de monjas contempladas, porque está clarísimo que se pirra porque le contemplen.
Otro misterio es el de su presencia en España. Líbreme Dios de estar en contra de que los argentinos vengan a vivir a España. Solo por escucharles hablar con ese acento que es de lo más seductor que se ha inventado, merecería la pena. Pero el caso de Lucía es singular. Resulta que ella es tucumana (“mujer galana, naranjo en flor”) y, según sus propias declaraciones fue allí, en Tucumán, bajo la dictadura, cuando ella sintió la llamada del señor porque: "Ahí me encontré con el sufrimiento de la gente y con la pregunta de por qué la violencia. Esa fue la primera semilla de mi vocación". Vamos, que al comprobar que en Argentina reinaban la violencia y la injusticia… se vino a España. Cada cual afronta las crueldades de la vida a su manera, eso es indudable. Unos apartan la vista y no hacen nada y otros lo miran de frente y sienten la necesidad de hacer todo lo posible por acabar con ellas. Cada cual excepto Sor Lucía, que allí en su Tucumán natal miró de frente la injusticia y se dijo: Me largo a algún sitio en el que la vea menos.
Sor Lucía es impulsora de la Fundación Rosa Oriol, que gestiona un banco de alimentos que atiende, eso se dice, a unas 1400 familias desfavorecidas. Es este un mérito que hay que reconocerle sin matices. Al mismo tiempo protagoniza un programa gastronómico, transmitido por el canal “Gourmet”, en el que prepara los platos más exquisitos. La del goulash es especialmente recomendable, os lo aviso. Vive Dios que no pretendo insinuar que ambas ocupaciones sean incompatibles, ni por asomo. Se puede gestionar un alberge para indigentes al tiempo que se hace, que se yo, un programa sobre hoteles de lujo para millonarios. Es posible que esas conjunciones me retrisquen un poquitín, pero es que yo soy muy tiquismiquis.
La buena hermana Lucía es el azote de los poderosos, la vengadora de las injusticias, el espíritu de la concordia, la feroz luchadora contra las injusticias del capitalismo. Aprovecha la mínima oportunidad para endosarnos su vademecun de obviedades y frases hechas, su retahíla de lugares comunes en el más puro y estricto estilo panfletario. Luego, así como si tal cosa, se declara partidaria y defensora de la política de Artur Mas, cuyo obstinado nacionalismo casa mal con la concordia y cuyo partido defiende, y siempre ha defendido, los intereses de la oligarquía catalana. Quizás el capitalismo catalán no cree desigualdad, ni injusticias, ni practique ningún otro de los vicios del liberalismo económico contra los que clama Sor Lucía.
Con toda esa batería de encantadoras contradicciones ¿No haría sor Lucía una institutriz perfecta?