miércoles, 25 de mayo de 2016

LA INSTITUTRIZ


          Siempre me han gustado mucho los libros protagonizados por mujeres. MI novela favorita es la sublime “Ana Karenina”, me chifla la condesa Olenska de “La edad de la inocencia” y cuando quiero leer sin darme cuenta, nada mejor que las Inefables Mapp y Lucía, de Benson. Estoy releyendo ahora “Jane Eyre”, después de muchísimos años. Cuando la leí por primera vez, puede que haga ya treinta años de aquello, estaba yo muy influido por la película de 1944, en la que inspiraba tanta ternura aquella Joan Fontaine, siempre tan lánguida y desvalida, abandonada a los manejos de un Mr. Rochester que, en el cuerpo y figura de Orson Welles, intimidaba a más no poder. Tengo que decir que el personaje de la novela no inspira tanta simpatía. Ese “Alma rebelde” del título en español tira un poco más a “Alma relista y pedante”, la verdad sea dicha. Ese tema de las institutrices les gustaba mucho a las Hermanas Bronte y a la literatura inglesa en general. Según parece sus funciones en la sociedad eran, por una parte, soportar toda clase de desprecios y humillaciones por parte de sus señoras y, por la otra, amargar la vida a los niños a su cargo. Claro que ese vivir en el limbo social, ese ni ser criada ni ser señora, forzosamente tenía que empujar a la neurastenia y hasta a la esquizofrenia, a las mi pobres.


          En “El discurso del Rey”, película que aborda el interesantísimo asunto de la tartamudez del duque de York, relataba el futuro Jorge VI la triste historia de su infancia, con unos padres fríos y distantes, como dictaba la moda, y una institutriz hija de puta. Contaba que en las escasas ocasiones en que era llamado a presencia de sus padres, la institutriz, que le había tomado una irracional ojeriza, le pellizcaba con disimulo para hacerle llorar, cosa que sus padres detestaban y que le reportaba invariablemente un terrorífico castigo sustanciado casi siempre en el suplicio de tener que irse a la cama sin tomar el postre. Yo comprendo que las cosas de la realeza tienen una dimensión extraordinaria y sobresaliente, que cualquier cosa que le ocurra a un príncipe tiene una trascendencia que a nosotros se nos escapa, pero con alguna de las asistentas que tuvo mi madre me gustaría a mí haber visto al señor duque, que se hubiese cagao por la pata abajo. Pero el asunto es que yo a esa insidiosa institutriz yo le pongo, no puedo evitarlo, la cara de Sor Lucía Caram.


          En esta España nuestra de la corrección política está muy feo, y es muy arriesgado, no simpatizar con Sor Lucia, porque la reverenda madre se ha erigido pasito a pasito en la buena oficial del Reino. No me queda más remedio que reconocer que en mi antipatía hacia la buena hermana hay mucho de irracional. A todos nos pasa, eso pienso, que algunas personas  nos producen un rechazo instintivo desde el mismo momento en que las conocemos. Es una sensación mezcla de instinto, presentimiento e intuición que provoca una aversión absoluta y total. Es irracional, insisto, pero diré que, al menos en mi caso, raras veces decepciona la persona esa primera impresión. Pues eso me pasa con Sor Lucía.


        A Sor Lucía la veo yo tan pedante y relista como a la Jane Eyre de la novela, pero tratando desesperadamente de hacerse la Joan Fontaine. Me inquieta mucho esa sonrisa suya tan poco beatífica, siempre teñida con su toquecito de autosuficiencia y superioridad moral; pero me inquieta mucho más esa mirada astuta y fría, tan poco limpia, tan calculadora. Pero debo reconocer que se trata de mis impresiones personales y nada más que eso..

        Otra cosa son los misterios que rodean la figura de esta santa mujer. Lucía Caram es una monja dominica contemplativa, una monja de clausura por ponerlo en claro, y resulta que se pasa la vida yendo y viniendo por todas las cadenas de televisión del país, por los mítines políticos, por los programas de radio. Vamos, que se pasa en la calle todo el santo día. Una hermana de mi padre, mi tía Aurea, era monja contemplativa en un convento de Trinitarias y no salía del convento ni a comprar el pan. Pudiera ser que a Sor Lucía, que tiene tantas cosas en la cabeza, se le fuese la pinza a la hora de profesar y entrase en un convento de monjas contemplativas creyendo que era una orden de monjas contempladas, porque está clarísimo que se pirra porque le contemplen.


           Otro misterio es el de su presencia en España. Líbreme Dios de estar en contra de que los argentinos vengan a vivir a España. Solo por escucharles hablar con ese acento que es de lo más seductor que se ha inventado, merecería la pena. Pero el caso de Lucía es singular. Resulta que ella es tucumana (“mujer galana, naranjo en flor”) y, según sus propias declaraciones fue allí, en Tucumán, bajo la dictadura, cuando ella sintió la llamada del señor porque: "Ahí me encontré con el sufrimiento de la gente y con la pregunta de por qué la violencia. Esa fue la primera semilla de mi vocación". Vamos, que al comprobar que en Argentina reinaban la violencia y la injusticia… se vino a España. Cada cual afronta las crueldades de la vida a su manera, eso es indudable. Unos apartan la vista y no hacen nada y otros lo miran de frente y sienten la necesidad de hacer todo lo posible por acabar con ellas. Cada cual excepto Sor Lucía, que allí en su Tucumán natal miró de frente la injusticia y se dijo: Me largo a algún sitio en el que la vea menos.


          Sor Lucía es impulsora de la Fundación Rosa Oriol, que gestiona un banco de alimentos que atiende, eso se dice, a unas 1400 familias desfavorecidas. Es este un mérito que hay que reconocerle sin matices. Al mismo tiempo protagoniza un programa gastronómico, transmitido por el canal “Gourmet”, en el que prepara los platos más exquisitos. La del goulash es especialmente recomendable, os lo aviso. Vive Dios que no pretendo insinuar que ambas ocupaciones sean incompatibles, ni por asomo. Se puede gestionar un alberge para indigentes al tiempo que se hace, que se yo, un programa sobre hoteles de lujo para millonarios. Es posible que esas conjunciones me retrisquen un poquitín, pero es que yo soy muy tiquismiquis.


          La buena hermana Lucía es el azote de los poderosos, la vengadora de las injusticias, el espíritu de la concordia, la feroz luchadora contra las injusticias del capitalismo. Aprovecha la mínima oportunidad para endosarnos su vademecun de obviedades y frases hechas, su retahíla de lugares comunes en el más puro y estricto estilo panfletario. Luego, así como si tal cosa, se declara partidaria y defensora de la política de Artur Mas, cuyo obstinado nacionalismo casa mal con la concordia y cuyo partido defiende, y siempre ha defendido, los intereses de la oligarquía catalana. Quizás el capitalismo catalán no cree desigualdad, ni injusticias, ni practique ningún otro de los vicios del liberalismo económico contra los que clama Sor Lucía.


         Con toda esa batería de encantadoras contradicciones ¿No haría sor Lucía una institutriz perfecta?


martes, 24 de mayo de 2016

RENDIJAS


               
               



          Muy raras veces despiertan mi interés los grandes titulares de los periódicos. Seguramente debería preocuparme más por conocer las noticias de política y economía que son, al fin y al cabo, las dos grandes rectoras de nuestra vida, pero con ellas no puedo evitar tener la sensación de estar leyendo historias de otro planeta. Cada vez estoy más convencido de que políticos y economistas viven en una realidad virtual que nada tiene que ver con la realidad social. Unos se dedican a trabajar por un “interés de España” que los españoles de a pie no conseguimos identificar con el nuestro ni hartos de grifa. Se trata de esa macroeconomía que tantos brotes verdes está haciendo crecer del lado de los ricos, pero que sigue dejando que los demás nos apañemos con cuatro matojos resecos. Otros se ponen estupendos hablando del poder popular y la injusticia del sistema, pero poco hacen, aparte de ir al Congreso en mangas de camisa y tratar de asegurarse sillones. Dicen que quieren acabar con “la casta”, pero actúan como si estuviesen ansiosos de ocupar su lugar. Todos dicen actuar en nombre de los españoles, pero cuando los españoles hablamos, como en las últimas elecciones,  actúan en nombre y beneficio de sus formaciones políticas. Mientras tanto los empresarios desaprensivos, que saben mucho de lo concreto, se frotan as manos.


           La cuestión es que no encuentro nada interesante en los periódicos hasta que llego a los artículos de opinión, las páginas de cultura y los suplementos semanales Hace un par de meses o tres me llamó la atención en “Babelia”, el suplemento literario de “El País”, un titular en el que Yan Lianke, un novelista chino, nos decía: “En China sobrevivimos en las rendijas”. Se refiere a esas rendijas que surgen en el hormigón armado, armado de ideología, dentro del cual los estados totalitarios pretenden, y han pretendido siempre, encerrar el alma de la gente. Solo a través de esas rendijas puede el alma respirar libre de la pesadez de plomo de la cultura dirigida, del ideal del estado pisoteando la idea individual. Siempre ocurre que lo evidente nos impide ver lo obvio, eso ya nos lo dijo el amigo zorro de “El Principito”. Para los chinos el muro es muy evidente, pero si algún día llegase a caer, cuando algún día caiga, comprobaran que les rodea otro, que es el de las ideas preponderantes, lo políticamente correcto y demás sibilinas coerciones con las que vivimos aquí, en el paraíso de la democracia y la libertad.


          Y hay otro más. Más duro, más sólido, más irreductible. Se trata de “la realidad”, esa realidad que tiene la  fortaleza del engaño colectivo. La realidad de al pan, pan y al vino, vino, de los pies en la tierra, del imperio de lo efectivo y concreto, la realidad de Sancho Panza. Verán Yan Lianke y todos los que “sobreviven en las rendijas” que todos sobrevivimos en las rendijas de ese otro muro y que solo por ellas vemos luz y respiramos. Son las rendijas por las que se filtran los sueños. La belleza es lo único capaz de agrandar esas rendijas, pero por desgracia vivimos tiempos en los que filosofía, el arte y la cultura, que son sus arquitectos, están arrumbadas en el desván de los trastos viejos.


          Yo tuve hace tiempo la mala pata de enfermar de depresión. Todas las enfermedades son jodidas, pero la depresión tiene una jodienda añadida y es que solo la entienden quienes la padecen, y quienes la padecen no la saben explicar. Esto es duro para el enfermo, pero lo es casi tanto para quienes le rodean, que no pueden hacer otra cosa que tratar de ayudar a bregar contra los síntomas, pero sin saber nunca el auténtico diagnóstico. Leyendo la entrevista a Yan Lianke se me ha ocurrido una manera de explicarlo: la depresión es la incapacidad de ver  rendijas en el muro.


          Yo creo que la depresión es una enfermedad del alma, pero la psicología conductista, que está contaminada de esa búsqueda de resultados inmediatos que todo lo domina, la trata como un desarreglo de la mente. Los psicólogos actuales no están interesados en saber por qué te has quedado ciego de repente, sino en conseguir que te acostumbres a vivir a oscuras. Es verdad que se consiguen resultados. Cualquiera puede acostumbrarse a andar con un bastón y es mejor, al fin y al cabo, poder andar que tener que estarse quieto, pero uno se cansa de vivir a tientas. Y nos es difícil tropezar y darte un batacazo. Hay que buscar otra manera.


           Están quienes sostienen que ese muro no existe. Desde Freud está de moda hacernos creer que viven en nuestra mente cosas que en realidad están fuera de ella. Hablo del pensamiento positivo como agente transformador de la realidad, que puede manifestarse en adaptaciones “prácticas” de la filosofía oriental, parafernalia New Age, coaching y demás actividades afines. Cualquier actividad que le haga a uno reflexionar sobre sí mismo es esencialmente positiva, pero este campo tiene desde mi punto de vista dos graves inconvenientes: la creencia y el fraude. Resulta casi axiomático que quienes inicien esos caminos deberan creer en algo (dioses, lejanos mundos en las estrellas, Gaias y Maias), o en alguien (gurús, sanadores, iluminados). Es mi opinión que la creencia es una actitud vital equivocada, una resignación de la propia responsabilidad en Otro o en otros. En cuanto al fraude es evidente para cualquiera que haya conocido un poco ese mundo. Basta haber leído “Siddhartha”, un par de libros de Deepak Chopra o, peor todavía, las novelas de Paulo Coelho, para auto imponerse el título de Reparador de Almas y lanzarse a la aventura, siempre por dinero, de “positivizar” vidas. Al final uno se encuentra con la obstinada solidez del muro, por mucho que nos lo pinten con purpurina. Hay, por supuesto, gente honesta y preparada en ese mundo, personas que de verdad pueden ayudar y ayudan, pero son Rara Avis. Curar la ceguera es una cosa y crear la ilusión de ver otra muy distinta.


          Es mejor saber que existe el muro y que existen las rendijas. Únicamente sabiéndolo podemos tener alguna posibilidad de ver luz y hasta, quien sabe, destruirlo. Los locos  han hecho.






jueves, 19 de mayo de 2016

LA COSTILLA DE ADÁN




          Leí el lunes pasado en “El País” una noticia que me puso los pelos de punta. El titular rezaba: “BOGOTÁ PIDE PERDÓN TRAS CULPAR A UNA MUJER DE SU ASESINATO”. Tengo Que confesar que fue lo absurdo del enunciado lo que me llevó a detenerme en la noticia. ¿Una mujer acusada de su propio asesinato? Olfatee algún error de esos de los que se puede sacar un articulito gracioso, pero no, por desgracia no. La crónica de Sally Palomino relataba como Rosa Elvira Cely, una estudiante de Bogotá, consiguió llamar a la policía y decir: “Estoy en el Parque Nacional. Me está violando”. Dos horas después (¡dos horas!) llegó al parque la policía, en donde hallaron el cuerpo sin vida de Rosa Elvira. No es difícil imaginar el terror de Rosa Elvira, ni toda la esperanza que pondría en esa llamada que tantos esfuerzos le costaría hacer y que tan inútil resultó ser. Una mujer consigue avisar de que le está violando y la policía llega dos horas después.

         Nada se puede hacer ya para reparar ese dolor, esa humillación, ese miedo, pero sí se encontró una forma de acrecentarlos. La familia de Rosa Elvira Cely presentó una denuncia por negligencia contra la Alcaldía de Bogotá, que  argumentó en su defensa justamente lo que dice ese extravagante titular, acusando a la víctima de su asesinato. Según la funcionaria encargada de la defensa, la tragedia fue “culpa exclusiva de la víctima” porque “Puso en riesgo su integridad y vida, hasta el punto de que Javier Velasco le cercenó su existencia. Si Rosa Elvira Cely no hubiera salido con los dos compañeros de estudios después de terminar sus clases en las horas de la noche, hoy no estaríamos lamentando su muerte.” Vamos, que se lo mereció, por puta. Es aquel viejo “luego se quejaran si las violan” que se soltaba en España, entre carcajadas y rechuflas de macho, cuando pasaba una chica en minifalda. Posteriormente, eso sí, la Alcaldía pidió disculpas.

          Uno siente la tentación de pensar que eso sería impensable en Europa, que eso pasa en Colombia pero no aquí. Aquí, en Europa, la policía y la sociedad están concienciadas del problema; un caso como el de Rosa Elvira Cely supondría un escándalo mayúsculo y demás. Pero resulta que es aquí mismito en donde día sí, día no, una mujer muere asesinada por su pareja o su expareja, en un rosario de violencia que nos escandaliza, pero solo a medias porque, al fin y al cabo, a todo acaba uno acostumbrándose. Y fue aquí, en Europa, en donde no hace tantos años la violación de mujeres era una estrategia más de la guerra de los Balcanes.   


         Sepultadas bajo el peso de cultura tradicional las mujeres son tratadas como personas de segunda clase en una espeluznante cantidad de países del mundo. No pueden votar, no pueden conducir, no pueden salir solas, no pueden, no pueden, no pueden… En la India muchas  mujeres son valoradas en función de la dote que aportan al matrimonio. Estamos hartos de ver reportajes sobre aquellas cuyas familias no han podido cumplir con la dote prometida, arrojadas a la calle como trastos inútiles por la familia de su marido, convertidas de por vida en parias sociales, en apestadas. La política del “hijo único” ha causado en China el asesinato de miles de niñas recién nacidas porque si solo se puede tener un hijo, que sea uno de clase A, es decir varón. En todo el mundo se las compra y se las vende como objetos sexuales. En los países pobres las mujeres soportan el doble peso de la miseria, compartido con los hombres, y el de su sexo, que las convierte muchas veces en víctimas de las víctimas.

        Pero no hay que ir tan lejos para verlo. Durante algún tiempo tuve como vecinos a una familia marroquí. Casi todas las mañanas coincidía en el portal con la madre, una mujeruca menuda tapada de la cabeza a los pies con chilabas y pañuelos. Saludaba siempre con una sonrisa tímida, pero de esas que iluminan toda la cara. Siempre, excepto cuando estaba con su marido. Aún ahora que se han mudado, nos saludamos por la calle siempre que va sola, porque cuando va con su marido, detrás de su marido, lleva siempre la cabeza baja. A los hombres marroquíes que viven en Renedo puedes verlos, vestidos a la occidental, en los bares, en el supermercado, tomando café en una terraza, en cualquier sitio; a las mujeres solo las ves, forradas de túnicas de la cabeza a los pies, cuando van a la escuela a recoger a sus hijos. Cosas culturales.


           Tampoco nosotros estamos libres de esas discriminaciones culturales. Seguimos considerando normal marcar a las niñas recién nacidas insertando pendientes en sus orejitas. Solo a las niñas. Estoy harto de hablar con padres y madres que se quejan de los madrugones que tienen que darse los sábados para llevar a sus hijos a jugar al futbol o al baloncesto. No me encontrado a ninguno que madrugue para llevar a su hija; y si hubiese alguna, sonreiríamos y diríamos “que graciosa la niña” El deporte de competición es más de niños.


         Hace un par de días hemos podido leer en el muro de Paula Lisaso una historia de terror ocurrida en el colegio de su hijo. Se trata de una niña que, muy afectada por el alcohol, fue grabada por una amiga diciendo: “me gusta chupar pollas gordas”. Víctima del alcohol y de esas nuevas tecnologías que han pulverizado el concepto de intimidad, la chica se encontró con que la grabación fue subida por su “amiga” a uno de esos famosos grupos de whatsapp que están tan de moda, añadiendo el número de teléfono de la pobre cría. A partir de ese momento la vida se le ha convertido en una tortura de llamadas obscenas, insultos, desprecios y humillaciones. A nadie se le ha ocurrido criticar a la “amiga” que subió el vídeo, ni a los asquerosos que la llamaron; todas las críticas se las lleva ella, por cerda. Reflexionaba Paula, con mucha razón, que si el vídeo hubiese sido de un chico diciendo:”me gusta lamer coños” todo el mundo lo hubiese considerado natural, gracioso. Cuando leemos la historia trágica de Rosa Elvira Cely nuestro estúpido engreimiento de europeos nos hace decir: “bueno, esto no es Colombia”, pero justo al lado nuestro se está violando y asesinando el alma de una niña y no pasa nada. ¿Cosas culturales?


Yo tengo la suerte de que las mujeres que conozco, la mayoría de ellas al menos, son activas luchadoras contra la discriminación machista. Sin llegar a ese feminismo radical, si es que es verdadero feminismo, que considera al hombre un enemigo, todas ellas son muy conscientes del problema. Una de las cuestiones en las que insisten mucho es la del lenguaje. Ese plural en masculino que según la Academia incluye a hombres y mujeres les lleva por la calle de la amargura. Reconozco que yo nunca me lo he tomado muy en serio. A mi pobre hermana Carmen, que es una luchadora muy fiera, estoy siempre gastándole bromas del tipo de “tenedor y tenedora”, “dentista y dentisto” y cosas así. A la vista de la que está cayendo, reconozco que lo he reflexionado poco. Cuidar el vocabulario, o reformarlo si es necesario, no es ni mucho menos lo único que se debería hacer, pero es importante porque al fin y al cabo nuestros pensamientos se formulan en palabras. Sin llegar a la caricatura del “jóvenes y jóvenas” quizás convendría hacer una revisión seria del lenguaje, de ese  plural, por ejemplo, que perpetúa aquello de ver a la mujer como “la costilla de Adán”.






miércoles, 18 de mayo de 2016

SINCIO

                
              Hace unos días estuve comiendo con una amiga en Renedo, en el restaurante de un amigo. De entre la sabrosa y variada oferta culinaria elegí, como primer plato, una ración de bocartes rebozados. Con el tema de los bocartes pasa como con todo en España, que la gente está dividida en dos mitades: estamos quienes los preferimos rebozados huevo y harina y están a los que les gustan simplemente enharinados. Para evitar esos conflictos, que se dan en todas las casas, mi madre siempre preparaba una bandeja con la mitad de cada estilo y así todos contentos. El caso es que alguna complicación surgió con la comanda, porque al rato me presentaron un plato lleno de bocartes, pero no rebozados con su huevo y todo sino  de esos que se echan a la sartén con un miserable empolvado de harina, también llamados “a la andaluza”. Siendo como soy un firme partidario de la coincidentia oppositorum no era cosa de ponerse a defender a capa y espada mi tendencia rebozadofílica, y mucho menos en el restaurante de un amigo, de modo que me zampé los bocartes que, por cierto, estaban muy frescos y muy ricos. La equivocación, equivoco que dirían algunos, me sugirió además el bonito neologismo “equibocarte”, que pongo a disposición de mis lectores por si se ven alguna vez en parecidas circunstancias.


                Pero yo no quería hablar del bocarte como alimento, sino como muestra y ejemplo de la riqueza del vocabulario de Cantabria. En otros lugares de España al "Engraulis encrasicolus" (que ya le zumba el mango con los nombrecitos que les da por poner a los zoologos) se  le llama boquerón, solo boquerón, anchoa, solo anchoa, y ve tú a saber qué más, pero aquí, en Cantabria,  se llama de las tres formas,que somos así de chulos. Se llama bocarte solo si está frito, boquerón solo si está en vinagre (vade retro) y anchoa si está en filetes y conservado en aceite. Si estáis en Madrid y veis que alguien mira al camarero con desdén cuando le ofrece boquerones fritos, podéis estar seguros que es de Cantabria;  en Andalucía ocurrirá lo mismo con las anchoas en vinagre y en cualquier sitio si a las rabas les llaman calamares fritos o, mucho peor, “a la romana”.

                Nuestra riqueza lingüística traspasa las fronteras. Con frecuencia he observado en las películas de Hollywood que los estadounidenses llaman langosta a la langosta, pero también a lo que en Cantabria llamamos, según la zona, bogavante, abacanto y oyocántaro u oyacántaro. Si pido langosta y me ponen abacanto yo no me quejo, porque las pinzas del bogavante tienen mucha más chicha que rascar, pero esperar un oyocántaro con esa pinzas tan bien rellenas de sabroso músculo y que te traigan una langosta, con esas patas tan esmirriadas y tan dificilísimas de chupar… eso no. Parece mentira que en EEUUAA, que van de listos y de avanzados, se dejen engañar de una manera tan descarada. Por añadidura se lo comen con salsa de mantequilla, que hace falta ser bestias. Seguramente por eso inventaron la “Langosta a la americana”, tan fileteada y embadurnada de salsa que lo mismo puede ser langosta que bogavante que, ya puestos, pescadilla de enroscar.




                Pero el leguaje propio de Cantabria no solo derrocha cantidad, sino también calidad. Lo que en otros lugares menos civilizados llaman guadaña, con las connotaciones tan requetemacabras y apocalípticas que tiene, aquí lo llamamos dalle. Qué diferente ese suave y poético “dalle”, que solo de escucharlo parece que estás oyendo el sisear de la hierba al ser cortada, de la rotunda guadaña cortadora de cabezas. La tétrica horca se dulcifica en Cantabria en un “bieldo” que da gusto decirlo de lo sedoso y ligero que sale de los labios. Y con ellos la cantarina colodra, nuestra versión de la desagradable “cuerna”. Bieldo, dalle y colodra frente a horca, guadaña y cuerna… ¡No hay color!


                Pero los aportes más sublimes de Cantabria al vocabulario universal son, sin duda alguna, “pindio” y “sincio”. Pindio ha conseguido hacerse un hueco en el Diccionario de la RAE, pero con un triste: “1. adj. Cantb. Pino o empinado”, que no refleja ni de lejos el sentido de la palabra. Pindio es una cuesta que te deja sin resuello, una cuesta de cojones, un cuestón del carajo de la vela en resumidas cuentas. Sincio no ha tenido tanta suerte. Parece increíble que nuestros académicos consideren dignos de formar parte del Diccionario palabros tan malsonantes como “palabro”, “friqui”, “almóndiga” y “asín”, nada más y nada menos que “asín”, y deje fuera joyas como “peludín”, “aguachirri”, “albarca”, “grijo”, “milindres”, “manduquita y “sincio”, sobre todo “sincio”.

                Dice la conocida copla que “El “ole” es una palabra que no tiene explicación. El “ole” es como una rosa que sale del corazón”. Bueno, pues algo parecido pasa con el “sincio”. El sincio es una apetencia, un deseo, unas ganas locas, un no sé qué intenso y repentino. El sincio es como los “antojos” que tenían antes las mujeres embarazadas, pero en contundente y total. Es sutil, porque no sabes de donde te viene, y rotundo, porque no tienes más remedio que dejarte llevar por él.    
                      Señores académicos, micaguendiosla, hagan el favor de ser más serios, quiten “almóndiga” y pongan “sincio”.