Muy raras veces despiertan mi interés los grandes titulares de los periódicos. Seguramente debería preocuparme más por conocer las noticias de política y economía que son, al fin y al cabo, las dos grandes rectoras de nuestra vida, pero con ellas no puedo evitar tener la sensación de estar leyendo historias de otro planeta. Cada vez estoy más convencido de que políticos y economistas viven en una realidad virtual que nada tiene que ver con la realidad social. Unos se dedican a trabajar por un “interés de España” que los españoles de a pie no conseguimos identificar con el nuestro ni hartos de grifa. Se trata de esa macroeconomía que tantos brotes verdes está haciendo crecer del lado de los ricos, pero que sigue dejando que los demás nos apañemos con cuatro matojos resecos. Otros se ponen estupendos hablando del poder popular y la injusticia del sistema, pero poco hacen, aparte de ir al Congreso en mangas de camisa y tratar de asegurarse sillones. Dicen que quieren acabar con “la casta”, pero actúan como si estuviesen ansiosos de ocupar su lugar. Todos dicen actuar en nombre de los españoles, pero cuando los españoles hablamos, como en las últimas elecciones, actúan en nombre y beneficio de sus formaciones políticas. Mientras tanto los empresarios desaprensivos, que saben mucho de lo concreto, se frotan as manos.
La cuestión es que no encuentro nada interesante en los periódicos hasta que llego a los artículos de opinión, las páginas de cultura y los suplementos semanales Hace un par de meses o tres me llamó la atención en “Babelia”, el suplemento literario de “El País”, un titular en el que Yan Lianke, un novelista chino, nos decía: “En China sobrevivimos en las rendijas”. Se refiere a esas rendijas que surgen en el hormigón armado, armado de ideología, dentro del cual los estados totalitarios pretenden, y han pretendido siempre, encerrar el alma de la gente. Solo a través de esas rendijas puede el alma respirar libre de la pesadez de plomo de la cultura dirigida, del ideal del estado pisoteando la idea individual. Siempre ocurre que lo evidente nos impide ver lo obvio, eso ya nos lo dijo el amigo zorro de “El Principito”. Para los chinos el muro es muy evidente, pero si algún día llegase a caer, cuando algún día caiga, comprobaran que les rodea otro, que es el de las ideas preponderantes, lo políticamente correcto y demás sibilinas coerciones con las que vivimos aquí, en el paraíso de la democracia y la libertad.
Y hay otro más. Más duro, más sólido, más irreductible. Se trata de “la realidad”, esa realidad que tiene la fortaleza del engaño colectivo. La realidad de al pan, pan y al vino, vino, de los pies en la tierra, del imperio de lo efectivo y concreto, la realidad de Sancho Panza. Verán Yan Lianke y todos los que “sobreviven en las rendijas” que todos sobrevivimos en las rendijas de ese otro muro y que solo por ellas vemos luz y respiramos. Son las rendijas por las que se filtran los sueños. La belleza es lo único capaz de agrandar esas rendijas, pero por desgracia vivimos tiempos en los que filosofía, el arte y la cultura, que son sus arquitectos, están arrumbadas en el desván de los trastos viejos.
Yo tuve hace tiempo la mala pata de enfermar de depresión. Todas las enfermedades son jodidas, pero la depresión tiene una jodienda añadida y es que solo la entienden quienes la padecen, y quienes la padecen no la saben explicar. Esto es duro para el enfermo, pero lo es casi tanto para quienes le rodean, que no pueden hacer otra cosa que tratar de ayudar a bregar contra los síntomas, pero sin saber nunca el auténtico diagnóstico. Leyendo la entrevista a Yan Lianke se me ha ocurrido una manera de explicarlo: la depresión es la incapacidad de ver rendijas en el muro.
Yo creo que la depresión es una enfermedad del alma, pero la psicología conductista, que está contaminada de esa búsqueda de resultados inmediatos que todo lo domina, la trata como un desarreglo de la mente. Los psicólogos actuales no están interesados en saber por qué te has quedado ciego de repente, sino en conseguir que te acostumbres a vivir a oscuras. Es verdad que se consiguen resultados. Cualquiera puede acostumbrarse a andar con un bastón y es mejor, al fin y al cabo, poder andar que tener que estarse quieto, pero uno se cansa de vivir a tientas. Y nos es difícil tropezar y darte un batacazo. Hay que buscar otra manera.
Están quienes sostienen que ese muro no existe. Desde Freud está de moda hacernos creer que viven en nuestra mente cosas que en realidad están fuera de ella. Hablo del pensamiento positivo como agente transformador de la realidad, que puede manifestarse en adaptaciones “prácticas” de la filosofía oriental, parafernalia New Age, coaching y demás actividades afines. Cualquier actividad que le haga a uno reflexionar sobre sí mismo es esencialmente positiva, pero este campo tiene desde mi punto de vista dos graves inconvenientes: la creencia y el fraude. Resulta casi axiomático que quienes inicien esos caminos deberan creer en algo (dioses, lejanos mundos en las estrellas, Gaias y Maias), o en alguien (gurús, sanadores, iluminados). Es mi opinión que la creencia es una actitud vital equivocada, una resignación de la propia responsabilidad en Otro o en otros. En cuanto al fraude es evidente para cualquiera que haya conocido un poco ese mundo. Basta haber leído “Siddhartha”, un par de libros de Deepak Chopra o, peor todavía, las novelas de Paulo Coelho, para auto imponerse el título de Reparador de Almas y lanzarse a la aventura, siempre por dinero, de “positivizar” vidas. Al final uno se encuentra con la obstinada solidez del muro, por mucho que nos lo pinten con purpurina. Hay, por supuesto, gente honesta y preparada en ese mundo, personas que de verdad pueden ayudar y ayudan, pero son Rara Avis. Curar la ceguera es una cosa y crear la ilusión de ver otra muy distinta.
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