Los semáforos de Renedo no son de esos que se ponen rojos y verdes a intervalos regulares. Los de aquí están siempre verdes para los coches y los peatones tenemos que apretar un botón cada vez que queremos cruzar. Desconozco el motivo de esa injusta discriminación tan estadounidense a favor de los automovilistas, pero la cuestión es que así están las cosas. A esta peculiaridad se une otra bastante más molesta: cuando oprimes el botón no pasa nada. Esperas y esperas y el mini-antropoide rojo que te impide el paso permanece tenazmente iluminado. A diestra y a siniestra la calle aparece despejada de vehículos automóviles, pero el semáforo no se pone verde. Los peatones locales ya estamos acostumbrados y oprimimos el botoncito por pura deferencia hacia lo absurdo, pero cruzamos el paso de cebra a la antigua, como si el semáforo no existiese. Yo, que soy propenso a las situaciones extravagantes, me encontré una mañana con la insólita circunstancia de que el semáforo se puso verde al segundo y medio de haber solicitado el paso, pero me quedé tan aturdido que no fui capaz de cruzar hasta que volvió a su color rojo de toda la vida.
Este pertinaz rojerío de los semáforos da pie a conversaciones, chascarrillos y toda clase de descabelladas teorías sobre la razón de esa aparente irracionalidad semaforil. Una de las más originales la escuché de labios de una señora bastante mayor con la que coincidí en el paso de cebra Pescadería-Petisú. Yo supongo que la señora no sería del pueblo porque de otro modo no se explica que estuviese allí esperando pacientemente el verde. El caso es que al llegar yo me arremetió verbalmente con un «¿donde estarán estos sinvergüenzas?» que me dejó muy desconcertado. Ajena por completo a mi evidente expresión de perplejidad, o tal vez ignorándola olímpicamente, la señora insistió con un nuevo «pero ¿donde estarán?» que infiltró en mi cerebro la peregrina idea de que la señora tenía interés por localizar a los operarios encargados de poner en verde los semáforos, pero la deseché por absurda. Mal hecho, porque un furibundo «seguro que ellos están tomando café y nosotros aquí, esperando» confirmó mi estrambótica idea inicial. Confieso que no me tomé la molestia de sacar a la señora de su asombroso error, sino que crucé el semáforo en rojo, como siempre, y corrí al Madigans a poner a Feli al corriente de la encantadora anécdota. Pero Dios ha castigado ese desaprensivo abandono con la duda ¿Y si la señora estaba en lo cierto? He comprobado en el Ayuntamiento que no hay ninguna concejalía de semaforismo, ni negociado de botones, ni departamento de Rojo y Verde. Pero no me he quedado tranquilo, porque es sabido que las administraciones públicas subcontratan ahora mucho, y pudiera ser que alguna malvada ETT hubiese conseguido convencer a la Corporación, ya se sabe como, de la imperiosa necesidad de tener un operario a cargo de la importante función de poner los semáforos en verde o en rojo. La verdad es que aún no he conseguido llegar a una conclusión que me convenza sobre este importante asunto. Justo castigo a la maldad de haber dejado a la señora sola, esperando probablemente horas y horas a que el semáforo pasase al verde.
La mayoría de los semáforos están en la Avenida Luis de la Concha, que es la gran arteria finaciero-comercial-hostelera de Renedo. En estos últimos años me he vuelto yo un defensor de mi pueblo a capa y espada, pero al hacerlo trato de concentrar mis observaciones en la simpatía de sus gentes y la belleza del paisaje que le rodea, porque en el aspecto aquitectónico y urbanístico no hay quien tenga narices de defenderlo. En los tiempos de mi infancia era una calle bordeada de casas, jardines y huertas apenas mancillada por un par de mamotretos de viviendas espantosos, de los que en los años cincuenta llamaban "de estilo moderno". Todo aquello ha desaparecido para dar cabida a una colección de edificios horrorosos tan numerosa y variada que es raro que no aparezca en el Libro Guiness. Hormigón, azulejo, ladrillo cara vista y demás elementos de construcción están dispuestos de la manera menos agradable posible. Completan el panorama unos cuantos árboles raquíticos y algún que otro parterre de hierba, casi siempre en estado semi-selvático, de esos que los reyes de la burbuja inmobiliaria tenían la desfachatez de denominar «zonas ajardinadas».
En descargo de Luis de la Concha hay que decir que está está guarnecida a babor y estribor de pescaderías, farmacias, tiendas de ropa, panadería, tiendas de fotografía, zapaterías, joyerías y todas las demás «ías» que nos ofrece el gremio del comercio. Pero su gran atractivo reside en su nutrida variedad de bares y terrazas y, last but not least, en que allí se instala está La Carpa.
Todo el mundo sabe que hay arquitecturas permanentes y arquitecturas efímeras, pero en Renedo, siempre tan dados a innovar, tenemos también arquitectura intermitente. Hacia la mitad de la avenida hay un solar cuyo destino inicial fue la construcción de un edificio de viviendas, muy probablemente espantoso, pero que dejó en barbecho la explosión de la burbuja inmobiliaria. A la espera de mejores tiempos especulativos, la finca se ha habilitado como parking público. Allí se instala La Carpa. Si no recuerdo mal, la primera vez que se instaló La Carpa fue con motivo de las Fiestas Patronales de San Antonio. En San Antonio siempre llueve en Renedo, eso es un hecho tan firme e inmutable como la Gran Pirámide, por lo que la idea de instalar una cubierta para poder comer los churros o bailar a los alegres sones de la Orquesta Princesa o el Grupo Apache sin empaparse de agua fue generalmente bienvenida. No hay cosa más incómoda que intentar comer churros con el paraguas abierto. Más tarde se empezaron a instalar allí Las Casetas, esos bares de ocasión que los bilbaínos y su meritoria habilidad para poner nombres horrorosos a las cosas llaman «choznas». A partir de ahí, la cosa se ha desbocado. Como si el intrascendente hecho de ver instalar una carpa hubiese desatado un deseo irrefrenable de organizar eventos, el pueblo a pasado a ser sede de La Feria de Segunda Mano, La Feria del Stock, La Feria de la Leche, La Feria de Artesanía y algunos otros eventos que ahora no recuerdo. Ayer mismo hemos podido disfrutar de un concurso de ollas ferroviarias; cierto es que aquello parecía más un campamento de refugiados afganos que otra cosa, pero la intención es lo que cuenta. Se arma La Carpa para San Antonio y para Carnavales, para Halloween... A este ritmo el parking de Luis de la Concha va a poder competir con los más prestigiosos palacios de exposiciones y congresos del mundo entero. Las consecuencias de esta fiebre por los simposios de diverso tipo son que la carpa no para de ser montada y desmontada y que ver el parking despejado empieza a ser tan difícil como cruzar el paso de cebra en verde. Yo creo que con tanto gasto de montaje y desmontaje se podría haber construido la Mole Antonelliana, o por lo menos dar la entrada. Ni que decir tiene que Luis de la Concha bulle de maledicencias, murmullos y rumores de diversa índole cada vez que La Carpa se monta, permanece, se desmonta y se vuelve a montar.