sábado, 3 de marzo de 2018

PRIMERAS IMPRESIONES

          Como bien saben los avispados ejecutivos mercadotécnicos, somos esclavos de las primeras impresiones. El primer golpe de vista, queramos o no, nos marca el cerebro con una idea que  el trato, el conocimiento o la reflexión modifican, pero no anulan. Serán cosas del cerebro reptiliano que, caso de existir, es muy dado a ir a lo suyo. Yo recuerdo mucho el caso de unos jóvenes campistas cuya primera impresión, estoy seguro, les hizo volver a sus casas con la idea fija de que en Santander nos ponemos el esmoquin hasta para bajar la basura.


El asunto ocurrió hace ya muchos años, una noche de Inauguración del FIS. Ahora es posible encontrarse a gente en vaqueros y camiseta en plena zona B, lo que no estoy yo muy seguro de que sea un gran avance, pero en aquel entonces la Inauguración de Festival era casi una liturgia. Desde la zona A, tan cercana al escenario que se corre el riego de perder un ojo si al director de orquesta le da por hacer la gracia de volverse hacia el público, batuta en ristre, hasta las vertiginosas altitudes de la C, todo el mundo iba  mas o menos arreglado. Pero la apoteosis de la arreglación vestimentaria se daba en la codiciada zona B. Ir a la Inauguración daba buen tono en cualquier caso, pero  si habías conseguido entradas en la zona «B», pues daba más. Allí los trajes oscuros  y las corbatas de seda se codeaban con los modelos de las mejores tiendas y la profusión de adornos y joyeríos. Recuerdo que mi amiga María José, La Marquesa, se ponía siempre el «traje del Palacio» y el collar de perlas buenas de su madre. Y así todos. En los casos más extremados se han visto hombres de esmoquin, señoras con vestido largo y hasta el relumbrar de alguna joya de familia. Por verse, hasta  se veía algún que otro despistado que había ido al concierto para escuchar la música. Para que aquel despliegue de elegancia y sofisticación no quedase tristemente constreñido a las cuatro paredes de la Sala Argenta, era costumbre salir a fumar un cigarrillo, copa de cava en ristre, al atrio de entrada del Palacio, para que los humildes mortales que no habían tenido la suerte de acceder a aquel Olimpo, tuviesen la oportunidad de contemplarlo fugazmente. 


Terminado el evento salíamos todos en tropel, Cuesta Del Gas abajo,  en dirección a la calle Castelar. Unos para cenar y resarcirse así del sufrimiento de haber tenido que soportar un oratorio barroco enterito; otros para tomar el gin-tonic de después (con perdón de la expresión), y otros muchos al parking, a coger el coche. Ocurrió aquella noche que al tiempo que bajábamos todo el rebaño festivalero, subía un grupo de chicos y chicas jóvenes, mochila en ristre, probablemente camino del Camping de Cabo Mayor. Las pobres criaturas se vieron de pronto rodeadas por una marabunta de figurines de moda y chales ondeantes, de cabezas recién salidas de la peluquería y de, en fin, toda la parafernalia inauguracional con las velas desplegadas. Yo supongo que tuvo que ser horroroso ser engullido así por quinientas personas luciendo sus mejores galas, sin tener ni la menor idea de que salían de un concierto, porque el chico que iba en cabeza se volvió hacia los demás y soltó un sonoro «¡Joder!, como viste aquí la gente» que sonó un poco amedrentado.

Estoy seguro que el efecto de esa primera impresión se les quedó grabado a fuego, y que volvieron a casa con la errónea impresión de que Santander es una ciudad muy pija, conservadora y convencional, mira tú que cosas.



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