sábado, 17 de marzo de 2018

VIAJEROS Y TURISTAS

                 Estaba yo hace unos meses tomando el aperitivo con una amiga, en la terraza del Bourbon, cuando hete aquí que pasó por allí un conocido nuestro recién llegado de Benalmádena, en donde había pasado unos días de vacaciones. Como mi amiga tiene un apartamento en La Carihuela, que está al lado, aprovecho él la circunstancia para darnos la matraca contándonos aburridísimos detalles sobre su estancia en el Sur. Me llamaréis intransigente, pero nunca me han interesado ese tipo de relatos de viaje que se centran en la calidad del buffet de desayuno y la comodidad de los autobuses. La cuestión es que nuestro conocido no se cansaba de cantar las alabanzas torruscas (si, el gentilicio de Benalmádena es «torrusco», que ya son ganas de complicar las cosas). Como es habitual en estos casos, al minuto y medio de haber comenzado el monólogo, ya estaba yo mirándole con una sonrisa complaciente y pensando en mis cosas, sin hacer el menor caso de lo que decía, hasta que la inesperada (e insólita en el contexto) palabra «Venecia» me sacó de mis sesudas reflexiones a propósito de si sería mejor cocinar pasta a la carbonara o espinacas con gambas. ¿Venecia? ¿Que pintaba Venecia en medio de ese plúmbeo relato torruscano? Bueno, pues resulta que a nuestro avezado viajero le recordaba a Venecia la zona de Puerto Marina. Yo no tengo absolutamente nada en contra de Puerto Marina; de hecho he pillado allí unas borracheras muy simpáticas , porque es un sitio de mucho movimiento etílico nocturno y tiene unas terrazas muy a propósito para ello. No diré que la zona sea fea, pero a mucho tirar se le podría calificar como bonita; el lugar no deja de ser un atracadero de yates rodeado de apartamentos, uno de tantos. ¿Venecia? ¿La belleza de Venecia? ¿Venetto torruscado? Pues si, «porque también tiene canales...». ¡Chúpate esa! Vamos, que es lo mismo que decir que Baracaldo recuerda mucho a Florencia, «porque también tiene calles...» . Hay que tener una sensibilidad poética intensísima para ver Venecia en Puerto Marina, y una ausencia total y absoluta de ella para ver Puerto Marina en Venecia. Os aseguro que nuestro conocido no responde al primer caso, no diré más. Lo mollar de la cuestión es que el señor había tenido la oportunidad de conocer las bellezas de Venecia, y las de Puerto Marina, pero había sido totalmente impermeable a ellas, porque Dios da pan al que no tiene dientes.



          A la vista del caso descrito, debemos poner seriamente en cuestión esa afirmación, mil veces repetida a la ligera, de que «viajar abre la mente». Más exacto sería decir que quien viaja con la mente abierta, regresa del viaje con ella enriquecida. Pero el que la tiene cerrada, la tiene cerrada tanto entre venecianos como entre torruscos.

          También los grandes viajes de novios suelen ser con frecuencia un echar margaritas a los cerdos. Hace no tanto tiempo los novios consideraban más que suficiente pasar unos pocos días en Mallorca y volver morenos y cargados de ensaimadas. Más adelante se amplío el radio al resto de Europa y se volvía a casa quejándose de los precios. Ahora se considera del tres al cuarto un viaje de novios que no tenga como destino el Caribe, Bali, las Maldivas o las Seychelles. Salvo honrosas excepciones, todos regresan de esos paradisíacos lugares con trescientas o cuatrocientas fotos de su lujoso resort tropical y un desconocimiento absoluto del país que han visitado. Eso cuando no se ha tenido la mala suerte de comprobar, in situ, que las fotos del maravilloso resort eran de diez años atrás, y que las lujosas cabañas y los espectaculares salones y jardines se han convertido en un poblacho destartalado y comido por la humedad, que se ha sabido de algún caso.Yo conocí las aventuras de una joven pareja que, gracias al pelotazo inmobiliario de uno de sus progenitores, se permitieron un mes de estancia en los EEUUAA, visitando Nueva York, Nueva Orleans y Miami. A su vuelta informaron a todo aquel que les quiso escuchar que a ellos, en realidad, lo único que de verdad les había gustado había sido el parque Disney de Orlando. Quienes, como yo, mataríamos por desmelenarnos por Bourbon Street después de habernos atiborrado de comida cajún, patearnos el Barrio Francés y haber exprimido todas las demás delicias de la vieja ciudad sureña, nos rechinaban los dientes. ¿Por qué Dios prefirió darle ese pan a quienes no los tenían? Mi madre solía decirnos que «Dios escribe derecho con líneas torcidas». Será eso. Pero me ocurre como cuando era niño: no lo entiendo.


           Como todo el mundo, he conocido personas que hablan de Roma con displicencia «porque está muy sucia y descuidada». Cierto es que muchos de ellos lo dicen para darse tono, por el simple snobismo de no reconocer que les ha gustado lo que gusta a todos. Otros tantos, lamentablemente, lo dicen porque lo piensan. Resulta descorazonador que alguien que tiene la suerte de estar rodeado por las obras de Rafael, de Borromini, de Melozzo da Forli y tantos y tantos otros, solo tenga sensibilidad para los desconchones y humedades del Palazzo Doria-Pamphili. Volver de Venecia con la nariz arrugada por el mal olor de los canales es otro gran clásico; es como salir de comer en Casa Lucio diciendo que estaba arrugada una punta del mantel, pero se dice.


          Haciendo un crucero por el Nilo conocí a un animado grupo de viajeros, de esos que siguen a los guías como corderos, prestando una atención verdaderamente religiosa al ametrallamiento de tópicos, inexactitudes y lugares comunes que acostumbran a soltar estos. Pese a ello, al tercer día se dirigían unos a otros, en la mesa del desayuno, un sospechoso «Ayer ¿qué vimos?» que decía muy poco a favor del aprovechamiento del intenso fuego graneado de pseudocultura que les disparaban diariamente. A la hora de la cena ya se atrevían a decir, con aire de fastidio, que «todo es muy igual». A partir del día cuarto, más relajados y más en confianza, todas las conversaciones versaban sobre el espantoso calor y lo especiada que estaba la comida local, y se percibía cierta renuencia a la hora de encaminarse a visitar otro templo «igual». Esa armoniosa unanimidad argumental solo se veía alterada, en ocasiones muy alterada, por las agrias disputas sobre quién había regateado mejor con el vendedor del espantoso busto de Nefertiti que todos, sin excepción, habían comprado en el zoco local. Nunca olvidaré una tarde en el templo de Kom Ombo en la que todos ellos, obedientes como siempre a las instrucciones de su guía, miraban el polvoriento y poco interesante fondo de un nilómetro (que al día siguiente pasaría a ser otro difuminado «¿Qué vimos ayer?»), con tanta atención como si el mismísimo dios Hapi estuviese organizando allí la crecida anual; mientras, de espaldas a ellos, unos pocos disfrutábamos en la ribera del río de uno de los atardeceres más espectaculares que he visto en mi vida. He de confesar que en cuanto el sol se puso, los mosquitos nos acribillaron a picotazos tanto a los nilómetras como a los ribereños, en una hermosa y aleccionadora demostración de que, al fin y al cabo, nuestras mezquinas diferencias humanas le son indiferentes a la Madre Naturaleza.



           Se viaja mucho ahora, es cierto, pero más para tachar países del mapamundi (y difundir generosamente los tachones entre amigos, conocidos y vecinos), que por el placer de conocerlos. Para eso y para mortificar a los demás con fotos y más fotos de lugares cuyo nombre no se recuerda, anécdotas agotadoramente insustanciales y la relación pormenorizada de todo lo que se ha comido y se ha bebido a cuenta del «todo incluido». Todo ello rematado con el inevitable colofón del «como en España no se vive en ningún sitio» , que por si solo es palpable muestra del nivel general de cosmopolitismo.

¿El viajar abre la mente? En fin, para eso sería preciso ser consciente de que se tiene una. Llamadme snob si queréis, pero creo que por cada diez viajeros, hay mil turistas.


viernes, 16 de marzo de 2018

LOS SIETE PILARES





«Te amaba, y por eso tomé aquellas oleadas de hombres en mis manos
y escribí mi voluntad en el cielo, con las estrella.
  Para ganarte la Libertad, la Noble Casa de Siete Pilares,
Para que tus ojos pudieran brillar para mí
    cuando llegara.

Los hombres me exigieron que erigiera mi obra, la casa inviolada
                                          en memoria de tí.

Más para que fuese monumento apropiado la destrocé, inacabada,
y ahora los pequeños seres se deslizan para componer sus guaridas

en la arruinada sombra


                                               de tu regalo.»

jueves, 8 de marzo de 2018

MUJERES

          Hace tiempo escuché a mi prima Lourdes decir que las mujeres de la familia son fuertes. Es curiosa la frecuencia con la que no vemos lo evidente hasta que alguien nos lo dice. Las mujeres de la familia son fuertes, por supuesto, pero  hasta ese momento no me había parado a pensar en ello.

Era fuerte mi bisabuela, viuda joven que en aquellos días de finales del XIX, en los que el hombre era el rey de la creación, sacó adelante  a sus nueve hijos y su patrimonio a pura fuerza de voluntad. Como fuerte fue su hija, mi abuela Pacha, firme, decidida y adorada por todos sus nietos. Ella y sus hermanas aceptaban lo que había, ninguna de ellas fue una Emmeline Pankhurst, pero bregaron con lo que les tocó vivir, que muchas veces no fue fácil, con dignidad y sin creerse inferiores a nadie.



A mi madre y a mi tía Uca les toco vivir los sinsabores de la posguerra. ¿Igual que a los hombres? No, porque la legislación franquista las convirtió en ciudadanas de segunda clase, siempre bajo la tutela del padre o el marido. Pero las dos consiguieron conservar su independencia de espíritu. A fuerza de risas, a fuerza de poner al mal tiempo buena cara,  sacaron adelante su condición de mujeres orgullosas de serlo. En Escalante, la casa de mis abuelos paternos, mi tía Flor y mi tía Aurelia salieron de la guerra con dos hermanos asesinados y un antiguo bienestar mandado al garete por la veleidades señoritingas del tío Rafael. La una a base de arrogancia y voluntad; la otra trabajando sin descanso y con una belleza de carácter poco común, sostuvieron casa y familia contra viento y marea. Si Escalante era algo, lo era por ellas.

A mi hermana Zuzu le tocó ir abriendo camino. Fue una de aquellas mujeres que empezaron la batalla. Ignorando olímpicamente las críticas malévolas y las murmuraciones, o riéndose de ellas, siempre quiso ser, y siempre fue, una mujer con mayúsculas. Y hasta el final, a pesar del dolor y las limitaciones,  fue luchadora y fuerte. Mi hermana Carmen ha sido una víctima, unas más, de un divorcio en el que el marido consideró a los hijos problema exclusivo de la mujer, pero nunca se ha rendido. Ahí están Carlos, Oscar, Daniel y Alan gracias a ella, a su tesón, a sus «no puedo más, pero sigo adelante».  Verónica, transplantada de golpe y porrazo a un país extranjero, con un niño de meses y dos más que fueron viniendo, consiguió, por su fuerza, hacer de Francia su segunda patria. ¿Y Lourdes? En circunstancias que a cualquier otra persona le hubiesen amargado el carácter está, como su madre, siempre dispuesta al buen humor y a la risa y es, como su padre, una de las personas más buenas que conozco. Y como ellas mis cuñadas, trabajadoras y madres de familia y tirando adelante. Por suerte no han estado solas, que en su lucha colaboraron sus compañeros en casi todos los casos, pero ha sido su voluntad de ser mujeres lo que les ha dado el empuje. Gracias a todas ellas, a su fuerza, han nacido Susana, Silvia, Verónica, Laura y Carmen como mujeres libres. Si, las mujeres de la familia son fuertes.

Hombres y mujeres tenemos hoy iguales derechos, pero no todo el trabajo está hecho. Tengo amigas que, como mi hermana, sufren ex-maridos egoístas que piensan que los hijos son cosa de mujeres. Mujeres sin ayudas, con sueldos de supervivencia, solas. Hay hombres que siguen considerando a la mujer su pertenencia, hasta el extremo de matarlas. Hay mujeres que consideran normal ser las chacha de sus maridos, y hombres a los que les parece bien. Y tantas y tantas otras cosas. 

Mientras se siga considerando al feminismo como «cosa de mujeres», hay trabajo que hacer. Hay que seguir luchando al lado de esas mujeres fuertes, y despertar a las débiles. Por eso creo que la huelga de hoy es buena idea y por eso me ha dado lástima ver  a tantas mujeres que han considerado que eso no va con ellas.

sábado, 3 de marzo de 2018

PRIMERAS IMPRESIONES

          Como bien saben los avispados ejecutivos mercadotécnicos, somos esclavos de las primeras impresiones. El primer golpe de vista, queramos o no, nos marca el cerebro con una idea que  el trato, el conocimiento o la reflexión modifican, pero no anulan. Serán cosas del cerebro reptiliano que, caso de existir, es muy dado a ir a lo suyo. Yo recuerdo mucho el caso de unos jóvenes campistas cuya primera impresión, estoy seguro, les hizo volver a sus casas con la idea fija de que en Santander nos ponemos el esmoquin hasta para bajar la basura.


El asunto ocurrió hace ya muchos años, una noche de Inauguración del FIS. Ahora es posible encontrarse a gente en vaqueros y camiseta en plena zona B, lo que no estoy yo muy seguro de que sea un gran avance, pero en aquel entonces la Inauguración de Festival era casi una liturgia. Desde la zona A, tan cercana al escenario que se corre el riego de perder un ojo si al director de orquesta le da por hacer la gracia de volverse hacia el público, batuta en ristre, hasta las vertiginosas altitudes de la C, todo el mundo iba  mas o menos arreglado. Pero la apoteosis de la arreglación vestimentaria se daba en la codiciada zona B. Ir a la Inauguración daba buen tono en cualquier caso, pero  si habías conseguido entradas en la zona «B», pues daba más. Allí los trajes oscuros  y las corbatas de seda se codeaban con los modelos de las mejores tiendas y la profusión de adornos y joyeríos. Recuerdo que mi amiga María José, La Marquesa, se ponía siempre el «traje del Palacio» y el collar de perlas buenas de su madre. Y así todos. En los casos más extremados se han visto hombres de esmoquin, señoras con vestido largo y hasta el relumbrar de alguna joya de familia. Por verse, hasta  se veía algún que otro despistado que había ido al concierto para escuchar la música. Para que aquel despliegue de elegancia y sofisticación no quedase tristemente constreñido a las cuatro paredes de la Sala Argenta, era costumbre salir a fumar un cigarrillo, copa de cava en ristre, al atrio de entrada del Palacio, para que los humildes mortales que no habían tenido la suerte de acceder a aquel Olimpo, tuviesen la oportunidad de contemplarlo fugazmente. 


Terminado el evento salíamos todos en tropel, Cuesta Del Gas abajo,  en dirección a la calle Castelar. Unos para cenar y resarcirse así del sufrimiento de haber tenido que soportar un oratorio barroco enterito; otros para tomar el gin-tonic de después (con perdón de la expresión), y otros muchos al parking, a coger el coche. Ocurrió aquella noche que al tiempo que bajábamos todo el rebaño festivalero, subía un grupo de chicos y chicas jóvenes, mochila en ristre, probablemente camino del Camping de Cabo Mayor. Las pobres criaturas se vieron de pronto rodeadas por una marabunta de figurines de moda y chales ondeantes, de cabezas recién salidas de la peluquería y de, en fin, toda la parafernalia inauguracional con las velas desplegadas. Yo supongo que tuvo que ser horroroso ser engullido así por quinientas personas luciendo sus mejores galas, sin tener ni la menor idea de que salían de un concierto, porque el chico que iba en cabeza se volvió hacia los demás y soltó un sonoro «¡Joder!, como viste aquí la gente» que sonó un poco amedrentado.

Estoy seguro que el efecto de esa primera impresión se les quedó grabado a fuego, y que volvieron a casa con la errónea impresión de que Santander es una ciudad muy pija, conservadora y convencional, mira tú que cosas.