Estaba yo hace unos meses tomando el aperitivo con una amiga, en la terraza del Bourbon, cuando hete aquí que pasó por allí un conocido nuestro recién llegado de Benalmádena, en donde había pasado unos días de vacaciones. Como mi amiga tiene un apartamento en La Carihuela, que está al lado, aprovecho él la circunstancia para darnos la matraca contándonos aburridísimos detalles sobre su estancia en el Sur. Me llamaréis intransigente, pero nunca me han interesado ese tipo de relatos de viaje que se centran en la calidad del buffet de desayuno y la comodidad de los autobuses. La cuestión es que nuestro conocido no se cansaba de cantar las alabanzas torruscas (si, el gentilicio de Benalmádena es «torrusco», que ya son ganas de complicar las cosas). Como es habitual en estos casos, al minuto y medio de haber comenzado el monólogo, ya estaba yo mirándole con una sonrisa complaciente y pensando en mis cosas, sin hacer el menor caso de lo que decía, hasta que la inesperada (e insólita en el contexto) palabra «Venecia» me sacó de mis sesudas reflexiones a propósito de si sería mejor cocinar pasta a la carbonara o espinacas con gambas. ¿Venecia? ¿Que pintaba Venecia en medio de ese plúmbeo relato torruscano? Bueno, pues resulta que a nuestro avezado viajero le recordaba a Venecia la zona de Puerto Marina. Yo no tengo absolutamente nada en contra de Puerto Marina; de hecho he pillado allí unas borracheras muy simpáticas , porque es un sitio de mucho movimiento etílico nocturno y tiene unas terrazas muy a propósito para ello. No diré que la zona sea fea, pero a mucho tirar se le podría calificar como bonita; el lugar no deja de ser un atracadero de yates rodeado de apartamentos, uno de tantos. ¿Venecia? ¿La belleza de Venecia? ¿Venetto torruscado? Pues si, «porque también tiene canales...». ¡Chúpate esa! Vamos, que es lo mismo que decir que Baracaldo recuerda mucho a Florencia, «porque también tiene calles...» . Hay que tener una sensibilidad poética intensísima para ver Venecia en Puerto Marina, y una ausencia total y absoluta de ella para ver Puerto Marina en Venecia. Os aseguro que nuestro conocido no responde al primer caso, no diré más. Lo mollar de la cuestión es que el señor había tenido la oportunidad de conocer las bellezas de Venecia, y las de Puerto Marina, pero había sido totalmente impermeable a ellas, porque Dios da pan al que no tiene dientes.
A la vista del caso descrito, debemos poner seriamente en cuestión esa afirmación, mil veces repetida a la ligera, de que «viajar abre la mente». Más exacto sería decir que quien viaja con la mente abierta, regresa del viaje con ella enriquecida. Pero el que la tiene cerrada, la tiene cerrada tanto entre venecianos como entre torruscos.
También los grandes viajes de novios suelen ser con frecuencia un echar margaritas a los cerdos. Hace no tanto tiempo los novios consideraban más que suficiente pasar unos pocos días en Mallorca y volver morenos y cargados de ensaimadas. Más adelante se amplío el radio al resto de Europa y se volvía a casa quejándose de los precios. Ahora se considera del tres al cuarto un viaje de novios que no tenga como destino el Caribe, Bali, las Maldivas o las Seychelles. Salvo honrosas excepciones, todos regresan de esos paradisíacos lugares con trescientas o cuatrocientas fotos de su lujoso resort tropical y un desconocimiento absoluto del país que han visitado. Eso cuando no se ha tenido la mala suerte de comprobar, in situ, que las fotos del maravilloso resort eran de diez años atrás, y que las lujosas cabañas y los espectaculares salones y jardines se han convertido en un poblacho destartalado y comido por la humedad, que se ha sabido de algún caso.Yo conocí las aventuras de una joven pareja que, gracias al pelotazo inmobiliario de uno de sus progenitores, se permitieron un mes de estancia en los EEUUAA, visitando Nueva York, Nueva Orleans y Miami. A su vuelta informaron a todo aquel que les quiso escuchar que a ellos, en realidad, lo único que de verdad les había gustado había sido el parque Disney de Orlando. Quienes, como yo, mataríamos por desmelenarnos por Bourbon Street después de habernos atiborrado de comida cajún, patearnos el Barrio Francés y haber exprimido todas las demás delicias de la vieja ciudad sureña, nos rechinaban los dientes. ¿Por qué Dios prefirió darle ese pan a quienes no los tenían? Mi madre solía decirnos que «Dios escribe derecho con líneas torcidas». Será eso. Pero me ocurre como cuando era niño: no lo entiendo.
Como todo el mundo, he conocido personas que hablan de Roma con displicencia «porque está muy sucia y descuidada». Cierto es que muchos de ellos lo dicen para darse tono, por el simple snobismo de no reconocer que les ha gustado lo que gusta a todos. Otros tantos, lamentablemente, lo dicen porque lo piensan. Resulta descorazonador que alguien que tiene la suerte de estar rodeado por las obras de Rafael, de Borromini, de Melozzo da Forli y tantos y tantos otros, solo tenga sensibilidad para los desconchones y humedades del Palazzo Doria-Pamphili. Volver de Venecia con la nariz arrugada por el mal olor de los canales es otro gran clásico; es como salir de comer en Casa Lucio diciendo que estaba arrugada una punta del mantel, pero se dice.
Haciendo un crucero por el Nilo conocí a un animado grupo de viajeros, de esos que siguen a los guías como corderos, prestando una atención verdaderamente religiosa al ametrallamiento de tópicos, inexactitudes y lugares comunes que acostumbran a soltar estos. Pese a ello, al tercer día se dirigían unos a otros, en la mesa del desayuno, un sospechoso «Ayer ¿qué vimos?» que decía muy poco a favor del aprovechamiento del intenso fuego graneado de pseudocultura que les disparaban diariamente. A la hora de la cena ya se atrevían a decir, con aire de fastidio, que «todo es muy igual». A partir del día cuarto, más relajados y más en confianza, todas las conversaciones versaban sobre el espantoso calor y lo especiada que estaba la comida local, y se percibía cierta renuencia a la hora de encaminarse a visitar otro templo «igual». Esa armoniosa unanimidad argumental solo se veía alterada, en ocasiones muy alterada, por las agrias disputas sobre quién había regateado mejor con el vendedor del espantoso busto de Nefertiti que todos, sin excepción, habían comprado en el zoco local. Nunca olvidaré una tarde en el templo de Kom Ombo en la que todos ellos, obedientes como siempre a las instrucciones de su guía, miraban el polvoriento y poco interesante fondo de un nilómetro (que al día siguiente pasaría a ser otro difuminado «¿Qué vimos ayer?»), con tanta atención como si el mismísimo dios Hapi estuviese organizando allí la crecida anual; mientras, de espaldas a ellos, unos pocos disfrutábamos en la ribera del río de uno de los atardeceres más espectaculares que he visto en mi vida. He de confesar que en cuanto el sol se puso, los mosquitos nos acribillaron a picotazos tanto a los nilómetras como a los ribereños, en una hermosa y aleccionadora demostración de que, al fin y al cabo, nuestras mezquinas diferencias humanas le son indiferentes a la Madre Naturaleza.
Se viaja mucho ahora, es cierto, pero más para tachar países del mapamundi (y difundir generosamente los tachones entre amigos, conocidos y vecinos), que por el placer de conocerlos. Para eso y para mortificar a los demás con fotos y más fotos de lugares cuyo nombre no se recuerda, anécdotas agotadoramente insustanciales y la relación pormenorizada de todo lo que se ha comido y se ha bebido a cuenta del «todo incluido». Todo ello rematado con el inevitable colofón del «como en España no se vive en ningún sitio» , que por si solo es palpable muestra del nivel general de cosmopolitismo.
¿El viajar abre la mente? En fin, para eso sería preciso ser consciente de que se tiene una. Llamadme snob si queréis, pero creo que por cada diez viajeros, hay mil turistas.