viernes, 22 de septiembre de 2017

MARQUESA




Pena no, no digais «pena». Decid dolor, rabia, rebeldía. Pero no digais pena. Las marquesas no dan pena. No da pena su vida, no da pena su muerte. No dan pena. Ahora se ha muerto, ahora estamos solos, ahora nosotros damos pena. Pero no ella.

lunes, 4 de septiembre de 2017

VIAJE A TAILANDIA IX

PHI-PHI

Como colofón a nuestro deambular por las tierras de Tailandia nos habían recomendado vivamente pasar unos días en las islas Phi-Phi, un pequeño archipiélago que se encuentra a unas tres horas de Phuket en barco.Se compone de dos islas, Ko Phi-Phi Don y Ko Phi-Phi Leh, y es de ese tipo de lugares  que quedan preciosos en las fotografías, con mogollón de palmeras y rodeadas de aguas de color turquesa. 



Para mi la excursión empezó de la peor forma posible. No entiendo esa manía que tienen las agencias de viaje de obligar a la gente a darse unos madrugones indecentes, cuando daría exactamente igual salir tres horas más tarde. El caso es que me llevaron hasta el puerto de pescadores de Phuket con una resaca mortal de necesidad, consecuencia de mi última aventura nocturna en la Banana Disco, apenas unos minutos después de haber salido el sol. Llegados al puerto me espabilé un poco con el nauseabundo olor a pescado podrido que impregnaba el ambiente.No mucho más tarde   nos vimos amontonados como ovejas en un ferry bastante desvencijado que rápidamente zarpó rumbo al archipiélago. Las tres horas de travesía las matamos intentando mantener el equilibrio  mientras tomábamos el te que nos sirvieron, y contando una y otra vez el asombroso número de maletas, bolsas y mochilas que habíamos ido acumulado en casi veinte días de compras y regateos.



La llegada a nuestro alojamiento en Ko Phi-Phi Don  fue bastante descorazonadora, por decir lo menos posible . El resort  estaba situado una playa de esas paradisíacas de arena blanca y aguas transparentes, medio sepultado entre la lujuriante y frondosa vegetación tropical. Todo muy dentro de ese estilo respetuoso con la naturaleza y el medio ambiente que tanta paz de espíritu proporciona, según he oído decir. Tan encantador y pintoresco era que que no tenía ni un muelle de atraque decente. Un pantalán esmirriado era la única forma de acceso a aquel paraíso en la tierra. Con aprensión creciente vi como nuestro barco fondeaba en medio de aquella pequeña bahía, sin intención alguna de acercarse a tierra para poder darnos la oportunidad de hacer  un desembarque digno y apropiado.


Cinco o diez minutos despues de haber fondeado, se acercaron una sucesión de barquichuelas de madera, largas, estrechas y de aspecto general extremadamente poco sólido, pilotadas por aborigenes de sospechosa catadura. En cuanto esa Armada Invencible de raquíticos esquifes quedó abarloada junto al ferry, empezaron  las barcas a ser bombardeadas brutalmete con nuestros equipajes y los del resto de incautos que habían elegido nuestro mismo destino. Aquel fuego graneado de maletas y demás bultos de viajero provocó en las barquichuelas un bamboleo loco sobre el que, poco despues y a pesar de mis enégicas protestas, nos vimos obligados a bombardearnos nosotros mismos.



Nuestro encantador alojamiento ocupaba un extremo de la playa y consistía en un «lobby» de lo más étnico que se pueda uno imaginar, todo él de madera  con  terrazas   y verandas a diestro y siniestro, con todas las vistas al mar imaginables. El resto era  una serie de bungalows asomando entre lianas y palmeras en los que estaban las habitaciones. Al otro extremo de la (pequeña) playa, otro resort de parecidas carácterísticas. Entre los dos estaba la «aldea de pescadores»:  cuatro o cinco casas  de madera y hojalata dispuestas alrededor de una hoguera, que conformaban lo que podríamos llamar “el área metropolitana” del lugar. Eso era todo.La hermosísima y exuberante vegetación, el silencio roto apenas por el rumor de las olas rompiendo sobre la finísima arena blanca y, sobre todo, la asfixiante ausencia de hormigón, me hicieron comprender con horror que la fatalidad me había conducido sin remedio hasta un puto paraíso natural de mierda.


Una vez instalado en mi bungalow, duchado y habiendo soltado a solas todos los juramentos que se me ocurrieron, me reuní con mis amigos a tomar el gin-tonic de antes de cenar. Para ir del bar al comedor había que atravesar un jardín apachurrado de flores exóticas, dividido en dos por un estanque con su puentecillo a la japonesa y todo. De aquel estanque surgían de tanto en tanto unos estremecedores bramidos que recordaban a los mugidos de una vaca cuando está pariendo, pero cuyo origen era, eso me explicaron, el croar de una rana aborigen en cuyo tamaño probable preferí no pensar demasiado. De vuelta al bungalow me encontré con la deliciosa sorpresa de que una especie de salamandra paliducha, toda ella ojos y viscosidad, descansaba imperturbable en la pared, justo sobre el cabecero de mi cama. Detesto a todas esas  repugnantes alimañas; y no comprendo como se consiente que sigan existiendo con los adelantos que tenemos hoy en día en materia de exterminio de especies animales. Cuando irrumpí aterrado en el bungalow de mis amigas para contarles mi horrible desgracia, en lugar del consuelo esperado me encontré con que se limitaron a señalar al techo, entre risas,  para que viese los dos minilagartos que les habían tocado a ellas. Esas cosas tiene vivir en medio de la naturaleza.


Dormir con una especie de salamandra sobre el cabecero de la cama resulta de lo más agotador. Apagas la luz, cierras los ojos y cuando estás a punto de dormirte te imaginas al bicho paseando por tu cara; enciendes la luz, compruebas que la bicha sigue en su sitio, apagas y vuelta a empezar. A la mañana siguiente, después del desayuno, fuí a informarme de las posibilidades lúdicas que ofrecía aquel espantoso lugar, caso de ofrecer alguna. Paseos, buceos, snorkeleos, diversos deportes acuáticos y toda una ristra más de odiosas actividades similares eran las únicas opciones. Lo curioso del caso es que toda la gente que me rodeaba parecía arrebatada por un afán de practicar todas aquellas locuras ecológicas. Mientras tanto, yo arrastraba el aburrimiento desde  mi bungalow hasta la desierta “cafetería”, o paseaba de extremo a extremo de la playa, sin mayor novedad que la de verme empapado de arriba abajo por algún repentino chaparrón tropical. Las noches, amenizadas por toda suerte de horrorosos  sonidos animales procedentes de la jungla que nos rodeaba, resultaban un poco más entretenidas.


Todas las mañanas un guardia de seguridad,  con innegable aspecto de facineroso, me daba los buenos días con una  caricatura muy graciosa del saludo militar.   Algunas veces, cuando me veía fumando y maldiciendo por lo bajinis en el pintoresco porche de mi bungalow,me traía un coco ya abierto a machetazos y todo, compadecido seguramente de mi triste estado. A sugerencia suya me decidí a bordear un pequeño acantilado hasta la playa vecina, que según me indico entre mímica y sonrisas, era una cosa verdaderamente preciosa de ver. A mitad de camino me llamó la atención un crujir de ramas a mi derecha y al volver la cabeza vi un monstruoso lagarto verde, un minigodzilla que me miraba fijamente con, estoy seguro, las más aviesas intenciones.  Presa del pánico inicié una  huida despavorida y ciega   que termino conmigo en el agua, completamente vestido y tratando de aparentar indiferencia ante la perpleja curiosidad de los odiosos bañistas de los alrededores.


Otro día me decidí a alquilar una barca  para acercarme a matar el tiempo en  Tonsai Beach, que es el puerto principal de la isla  y tiene bares, tiendas y cosas así. No es que sea la juerga mora, pero por lo menos hay ruido y gente yendo y viniendo, no como en nuestro detestable nirvana  natural de Loh Dalum Bay.  Como las tarifas que me propusieron en la recepción del resort me parecieron un atraco a mano armada, decidí, no escarmiento, hacerme el listo y dirigirme a la aldea de pescadores a ver si conseguía mejores precios. La expedición fue un rotundo fracaso. Resulta que los habitantes de la aldea no son tailandeses sino Moken, también llamados «gitanos del mar". Yo no vi allí ni rastro de castañuelas, ni carretas, ni un triste poster de Carmen Amaya, pero si dicen que son gitanos pues será verdad.El caso es que son hoscos como ellos solos y no hacen el menor intento por entenderte. Temo además que su opinión sobre los turistas no es muy buena. Terminé por ir a Tonsai Beach a precio de resort, pero la excursión tampoco mereció mucho la pena. Podéis haceros una idea de lo aburridísimo que estaba si os digo que visité hasta las cuevas en las que se recogen los nidos de golondrina. Las golondrinas de aquellos remotos lugares hacen sus nidos con su propia saliva, lo que resulta de todo punto incomprensible en unos parajes tan atiborrados de vegetación. El caso es que  esos nidos, una vez secos y teóricamente abandonados por los pajarillos, se recogen para hacer una sopa de aspecto particularmente poco apetitoso y que se vende a precio de caviar.



Y así seguí durante cinco interminables días, añorando Phuket terriblemente y rodeado de una turba de desequilibrados que dedicaba el día a arrastrar bombonas de buceo, snorkelear y botar kayaks entre alegres carcajadas. Y cuando daban por terminadas sus actividades acuáticas, se pasaban horas y horas relatando con todo lujo de detalles los maravillosos peces, corales y algas marinas que habían tenido la suerte de ver. De espanto.







sábado, 2 de septiembre de 2017

VIAJE A TAILANDIA VIII

PHUKET

Ko Phuket es una isla (ko significa isla) al sur de Tailandia, en el mar de Andamán, que se ha convertido en lo que podríamos llamar la Costa de Sol de allí. Según me han dicho la isla tiene una razonable cantidad de puntos de interés que visitar y la capital (Phuket City) está adornada con atractivos edificios de un estilo llamado chino-colonial, que son gloriosos vestigios de un pasado en el que las minas de estaño eran la gran riqueza de la región. Ahora es el turismo. Confieso que no hablo más que de oídas, porque en los seis día que estuvimos allí no me moví de Patong Beach.



Patong es al turismo lo que Phuket City fue al estaño y resulta  un sitio ideal para repanchingarse y hacer el vago sin más complicaciones. No soy de los que se recorren diez mil kilómetros para hacer lo que podría hacerse en Benidorm, pero a esas alturas del viaje me encontraba yo algo saturado de tanto bangkokear, ayutthayear y chiangmaizar. Llega un momento en que los sentidos se aturden de tanto prang y tanto chedi, de tanto Buda y tanto Garuda, de tanto templo y tanto palacio. Por otro lado una personalidad tan sensible como la mía puede verse tan fácilmente arrastrada a sufrir los sinsabores del Síndrome de Stendhal, que sería una imprudencia temeraria no proporcionarle de vez en cuando unas dosis de simple y vulgar turisteo al estilo guiri. Varios de mis amigos hicieron las consabidas excursiones, o contrataron tuc-tucs (me temo que a precio de oro) para recorrerse la isla de cabo a rabo, pero en honor a la verdad debo decir que los relatos que me hicieron de sus escapadas rezumaban un entusiasmo narrativo algo forzado.


Nuestro hotel, el Wyndham Grand Phuket Kalim Bay, ocupaba una pintoresca posición  en la falda de una colina, justo al final de la playa. Consistía en una serie de pabellones entre piscinas y jardines, colocados tan vertiginosamente colina arriba que en la recepción paraba un trenecito, un madaleno para ser exactos, que nos permitía a los ocupantes de los pabellones más empingorotados llegar a nuestras habitaciones sin dejar los pulmones en el intento. Para acceder a la zona de bares y restaurantes, que estaban sobre el acantilado, había que cruzar la carretera, con el grave riesgo que supone eso en Tailandia. En fin, tipismo local.


En Patong, aparte de divertirse, hay poco que hacer. La ciudad no es demasiado grande y está formada por dos calles principales conectadas por los consabidos «sois». Todo está lleno de bares, restaurantes, terrazas, mercadillos y puestos de comida. Uno de los sitios más animados es Soi Sea Dragón, en donde se mezclan bares normales y corrientes con otros de putas, o de putos, espectáculos de transformismo y todo el batiburrillo propio de las noches tailandesas: el omnipresente señor de la boa constrictor, el del águila, el saltimbanqui, el tragafuegos... Verdaderamente el mejor espectáculo está en la calle. El asunto de la prostitución en Tailandia y otros países de la zona es espinoso y no entraré en valoraciones éticas y mucho menos morales sobre la cuestión. Sé que hay prostitució infantil, todo el mundo lo sabe, pero yo no la vi. Sí puedo decir que la actitud respecto al sexo es, quizás para su desgracia, eso no lo sé, mucho mas desinhibida que la occidental. Comprendo que en lugares como Patong se intenta mostrar la cara más amable de las cosas porque, al fin y al cabo, es una ciudad que visita todo tipo de gente, desde australianos solterones a familias finlandesas con niños, y lo único que puedo decir es que lo consiguen. Un matrimonio con niños pueden estar sentados tomando algo en la terraza de un puticlub, naturalmente sin darse cuenta, sin que nadie les moleste.


Tan inevitables como los hombres con una boa constrictora al cuello, parecen ser en los grandes centros turísticos de Tailandia los restaurante españoles. Patong, desde luego, tenía uno que no me dejaron más opción que visitar un par de veces. Recuerdo con especial repelús una pularda, al menos eso me dijeron que era, rellena de arroz y nadando en una salsa espesa de una contundencia tan exagerada que todavía siento amagos de empacho cuando pienso en ella. Como compensación a ese españolismo exótico, conseguí que fuésemos a cenar una noche a un restaurante especializado en la «Comida de la Corte», que según cuenta la leyenda es  el tipo de comida que se sirve a la familia Real. Tomamos lo  que aquí llamaríamos un «menú-degustación», por no complicarnos la vida eligiendo platos que, al fin y al cabo, no teníamos ni la mas remota idea de lo que eran. Cuando empezaron a servirnos pensamos que por algún error en la comanda, o por misteriosas razones orientales,  el cocinero había  decidido endilgarnos en primer lugar los postres, porque aquellas bandejas estaban llenas de lo que se parecía mucho a las pastas de te de la confitería Gómez. Pero no. Lo que pasaba era que la comida de la corte consiste en convertir la comida normal y corriente, ya de por sí poco identificable para un occidental, en algo todavía más misterioso y disimulado. Todo está tallado, recolocado, dispuesto y pensado para que haga bonito. Todo está lleno de adornos de colorines y frutas esculpidas. El resultado, lo admito, es innegablemente espectacular; es el churrigueresco tailandes llevado a la mesa, algo así como si a Ferrá Adriá le hubiese dado un ataque de locura rococó. Aquello estaba riquísimo, eso hay que reconocerlo, y resultó indecentemente caro por añadidura.


En Patong se encuentra uno de los recintos más célebres de Tailandia de Muay Thai y allá que nos fuimos. No soy aficionado a los espectáculos de lucha, pero como la lucha tailandesa tiene tanta fama y lo único que había visto hasta entonces fue la cutrez aquella de Chiang Mai, me picó la curiosidad. El recinto era grande, nuevo y luminoso, con el agradable añadido de un bar enorme en el que pasar el rato tomando Shinga, lo que ya era algo. El Muay Thai es una cosa rarísima a más no poder. Cuando los dos luchadores suben al ring y piensas que van a darse de bofetadas, resulta que empiezan a practicar unos rituales misteriosos. Recorren la cuatro esquinas inclinando la cabeza y luego se ponen a hacer unos bailes muy enigmáticos e indescifrables, al son de una música ratonera que recuerda a la de los encantadores de serpientes. Uno llega a pensar que el Muay Thai consiste en la versión tailandesa de aquellas coreografías tan rompedoras que encargaba Diaghilev para Nijinsky, aunque la música recordaba más a Penderecki que a Stravinski. Pero, ay majos, en cuanto acaban las danzas empiezan a darse unas hostias como panes, con los pies, con las manos, con unos agarramientos y retorcimientos feroces como ellos solos, mientras el público se entusiasma hasta el franco enardecimiento. No se si habrá reglas, pero no lo parece. Cuando terminó en primer combate yo consideré que ya tenía Muay Thai para lo que me quedaba de vida, así que me largue con viento fresco (bueno, fresco no, que eso no se sabe lo que es en Phuket) a tomar unas copas a Soi Sea Dragón.


Lo habitual era terminar la noche en la discoteca «Bananas», que era la de moda en aquellos días. Yo  no sé por qué me divertía allí tanto, porque aquello era un calor asfixiante y un abarrotamiento descomunal de gentes de todas las nacionalidades y de diversos colores. Bueno, puede que si lo sepa, pero no es para contarlo en un blog. Como de costumbre, todos mis amigos se marchaban antes que yo. A la salida esperaba la consabida fila de tuc-tucs y sus correspondientes negociaciones, pero entre la hora indecentemente avanzada, el cansancio, el sueño y su poquitín de borrachera, no solía porfiar mucho en el regato. Así todas las noches, salvo una en la que me dio el arrebatamiento de hacerme el europeo listo. Tanto me emborriqué que acabé por decidir volver andando al hotel. Al fin y al cabo no estaba tan lejos y un poco de brisa nocturna tampoco me venía nada mal. Desde «Bananas» al Wyndham Grand Phuket Kalim Bay no hay más que 15 minutos andando y es imposible perderse si uno sigue el paseo marítimo. Bueno, pues me perdí. Media hora después de salir de la discoteca estaba deambulando por lo que solo puedo calificar como el más sórdido barrio marginal que he conocido. Todo eran casuchas bajas y formando un laberinto oscuro y silencioso. Como no hay mal que por bien no venga, poco a poco el miedo me fue quitando la borrachera. A cada paso esperaba caer en la garras de algún grupo de tailandeses malos, o birmanos inflitrados, que  me desvalijarían, probablemente con malos tratos y vejaciones incluidos. Sin saber como, pero en un estado próximo a terror pánico,  llegué a una calle que parecía un poco más civilizada, aunque igualmente desierta, en la apareció milagrosamente un tuc-tuc al que pagué lo que me pidió, no se cuanto, y además le dí propina cuando, minuto y medio más tarde, me dejo a la puerta de mi hotel, al lado del madaleno.

¿Qué más podría decir sobre Patong? Playa de arena blanca y finísima, palmeras, cerveza Shinga en cilindros de poliuretano...  Y orquídeas, orquídeas a porrillo. Adornando los cócteles de frutas, una orquídea; en el plato del postre, una orquídea; en la almohada de la cama, todas las noches, una orquídea. Y poco más, salvo que nuestras rapaces incursiones por los tenderetes de Patong nos obligaron a comprar otra maleta.