DE NOJA A BANGKOK
No soy de esos aventureros que disfrutan de los viajes que podríamos llamar de mochila. Ya sé que tienen mucho encanto y que, según dicen, son la mejor manera de conocer los países y las gentes “auténticos”. Pero ocurre que, por una parte, no estoy seguro de ser un gran partidario de esa “autenticidad” que se valora tanto ahora y, por otra, acarrean una cantidad tan enorme de incomodidades que creo firmemente que ni en el caso de valorarla me merecería la pena. Tampoco acabo de entender por qué es menos auténtico un hotel bueno que un albergue malo, un restaurante de tres tenedores que un puesto callejero de comida. Digamos que son autenticidades diferentes, pero igual de sólidas. Claro está que no puede uno viajar siempre como le gustaría, es decir sin reparar en gastos, pero de hacer un viaje modesto a hacer uno mísero me quedo con lo primero. Naturalmente, no es más que una cuestión de gustos. Mi segundo viaje a Tailandia fue tirando a modesto, pero sin exageraciones.
De Santander a Madrid viajamos en un Mercedes-Benz blindado, por razones (nada misteriorsas) que no viene al caso explicar. Dentro de unos de esos coches la sensación es de un aislamiento total. Sé que mucha gente tiene que recurrir a ellos por problemas de seguridad, pero estoy seguro que esos artilugios rodantes los han inventado los ricos, para poder viajar de un palacio a otro sin verse salpicados por pobrezas, mediocridades y demás incomodidades del mundo. Por no sentir, no se siente ni la velocidad. Tanto es así que hicimos el viaje desde Santander a Madrid-Barajas-Adolfo Suarez ( que hay que tomar aliento para decirlo de carrerilla) en apenas tres horas y cuarto. Pero como dentro del coche no te dabas cuenta, no nos dieron los dos o tres ataques de pánico histérico que hubiesen sido de esperar en un vehículo mas plebeyo. Y es lo que tiene el lujo, que hasta el miedo que pasas viajando puedes dejarlo para cuando ya estés sano y salvo en tu destino, lo que a mi parecer es prueba, otra más, de la maravillosa comodidad que proporciona la riqueza. Tengo que decir que con aquel desplazamiento blindado terminaron las comodidades del viaje.
La primera vez que fui a Tailandia lo hice a lomos de un Boeing-747 de la fabulosa (al menos lo era entonces) compañía australiana Quantas, que salió de Londres a unas razonables 11.30 am y nos depositó en Bangkok once horas después, aturdidos y felices tras haber disfrutado de un maremágnum de comida a la carta, gin-tonics a porrillo y toallitas húmedas, frías y de felpa buena. En este segundo viaje, más escasos de recursos, nos decidimos por economizar en el transporte para no tener que hacerlo durante la estancia. Comprar billetes baratos supone, como todo el mundo sabe, alguna que otra escala y los peores horarios posibles. Nuestro vuelo a Bangkok salía de Zúrich a las doce de la noche, pero, cosas del low cost, el avión Iberia que tomamos en Madrid nos escupió en el Flughafen Zúrich a unas indecentes 7.30 am. A favor de ese incivilizado madrugón he de decir que pocas veces he volado con tan poco miedo a perder el enlace.
Flughafen Zúrich, por muy modernísimo y eficiente que sea, no es sitio para pasar la enorme cantidad de horas que teníamos por delante. No sé si será por su condición de paritorio de viajes que empiezan y tanatorio de viajes que acaban, pero el caso es que los aeropuertos tienen un inconfundible aire hospitalario, que no logran disimular los bares, tiendas, cromados y marmoleríos que proliferan en ellos como setas. Salvo las de los hospitales, no hay horas más largas que las de los aeropuertos. No te digo nada cuando esas horas son tantísimas como las que nos tocaba esperar a nosotros. De modo que, en nuestra inocencia, nos dispusimos a pasar un agradable día en Zúrich.
Nos comen la cabeza con la historia de que en Suiza se hablan tres idiomas, con Heidi sus cabras y su abuelito, el chocolate, el reloj de cuco y demás fantasías florales. Chocolate si hay, porque una amiga mía compro suministro como para empachar a un orfelinato, pero yo no vi ni rastro de relojes de cuco y, desde luego, todo el mundo habla alemán y nada más que alemán. Esto supuso serias dificultades a la hora de conseguir comprar billetes de tren para el centro de la ciudad. Para ello tuvimos que lidiar con una desagradable funcionaria, mucho más parecida a la Srta. Rotenmeyer que a Heidi en el trato, atrincherada como un granadero prusiano detrás de la ventanilla, sin una triste cabra al lado y poco dispuesta a hacerse entender. Sorteado ese peligro, llegamos sanos y salvos a la mismísima Hauptbahnhof .
Al salir de la Hauptbahnhof te encuentras, quien lo hubiese podido imaginar, en la Hauptbahnhofstrasse, lo que es decir en el mismo cogollo de la ciudad. Lamento decirlo pero Zúrich no me gusta nada. Es verdad que tiene su correspondiente cantidad de campanarios, tejados picudos y arquitectura pintoresca; tiene un lago con veleros, transbordadores,tranvías hasta y una escultura de Ganimedes en la orilla del lago, muy del estilo de las que le gustaban a Adolfo Hitler. Tiene sus raciones de arquitectura burguesa del XIX y bancaria del XX. Tiene de todo, menos carácter. Es como una postal, como un aeropuerto sin tejado. Ya se sabe que Zúrich es el hogar de montones y montones de dinero del mundo entero; eso se nota en lo impecablemente cuidada y limpia que está, pero no tiene vida ni carácter. Es una perfecta ciudad burguesa en el peor sentido de la palabra. Tampoco parecía tener habitantes, o muy pocos. Al menos no los tiene el centro de la ciudad los sábados por la mañana. Es una tristeza deambular por aquellas calles tan llenas de bancos y tiendas caras, bajo un cielo gris de finales de octubre, sin casi ver gente. Nunca había sentido muchas ganas de conocer Suiza, la verdad, y así sigo. Comimos en el casco antiguo más impoluto y moribundo que me ha sido dado conocer, seguimos deambulando un rato y nos volvimos al aeropuerto con esa deprimente sensación que te queda cuando sales de los funerales de compromiso.
Llegada la hora de embarcar nos llevamos la desagradable sorpresa de que Swissair no permitía fumar en sus aviones. Ahora pensareis que es lo normal, pero resulta que en aquellos remotos tiempos a la mayoría de nosotros nos apetecía más disfrutar de la vida que amargarnos por preservarla, y se podía fumar en los aviones y atiborrarse uno de grasas, alcohol y colesteroles sin que le tratasen como a un delicuente peligroso. Admito todo el asunto de los fumadores pasivos, la salud y demás bendiciones modernas, pero la verdad es que para los que siempre nos subimos intranquilos a los aviones, fumar era una ayuda maravillosa. Justo en aquellos tiempos empezaba en EEUUAA la histeria desatada contra el tabaco, pero en Europa no reíamos de ellos (¡inocentes de nosotros!). Pero mira tú, a los suizos les dió por hacerse los avanzados y los modernos, y no dejaban fumar en sus aviones. Siempre he sido de la opinión de que Suiza no es Europa, lo que se dice Europa, con tanto cantón, tanto referendum y tanto sanatorio antituberculososo. Desde aquel día, lo creo con mayor firmeza.
Se podrá comprender que pasar once horas encerrado sin poder fumar es una tortura horrorosa para un fumador empedernido. A los cinco minutos de estar sentado yo no podía pensar más que en cigarrillos. Tres horas más tarde ya estaba cagándome en Swissair, en Suiza en general y en los relojes de cuco en particular. A partir de ahí, simplemente quería matar y matar. Intentar dormir en ese estado de ansiedad era misión imposible, por lo que no me quedó más remedio que armarme de paciencia y deleitarme con visiones apocalípticas en las que Suiza era destruida por volcanes y terremotos, azotada de cantón a cantón por Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis con toda su rabia desatada.
Para calmar la ansiedad de los fumadores la compañía ofrecía como única opción unos chicles de nicotina. Cuando llegó el momento en que me veía a punto de abalanzarme hacia una puerta y abrirla para morir de una vez, me decidí a pedir uno. Por desgracia la azafata que me tocó en suerte debía formar parte de alguna liga antitabáquica, porque intentó convencerme por todos los medios de que esperase un poco (después de siete horas de vuelo), escupiéndome a la cara una sarta de memeces en francés (precisamente ese francés que tanto había echado de menos en la taquilla de la estación) del tipo del “ya no queda tanto”, “procure relajarse” y alguna otra que no recuerdo. Por lo reacia que era a darme el puto chicle cualquiera diría que le había pedido un chute de heroína o algo peor. A punto estaba yo de darle un bandejazo en la cabeza cuando, quizás porque se dio cuenta, fue a buscarme el chicle. No sé si habréis probado alguna vez un chicle de nicotina, pero es exactamente igual que pasar la lengua por un cenicero sucio. Pocas veces he probado algo tan asqueroso. La conclusión del incidente fue que me quedé exactamente con las mismas ganas de fumar que antes, pero con los añadidos de tener la boca llena de un horrible sabor a ceniza rancia, que me acompañó el resto del vuelo, y un rencor homicida hacia la azafata aquella, que me revive con toda intensidad cada vez que me acuerdo de ella.
Y así, de mala hostia, con mono de nicotina y cansado como nunca en mi vida, llegué por fin al País de la Sonrisa.