viernes, 10 de junio de 2016

MISCELÁNEA


         Ya he dicho alguna vez que una de las cosas más fastidiosas de la vida cotidiana moderna es hacer cola en la caja del supermercado. Por alguna razón desconocida somos incapaces de aguantarla con paciencia. A lo largo del día perdemos el tiempo de las más diversas formas y maneras, pero el que perdemos en la cola del súper nos parece siempre el más precioso, el más imprescindible. Todos estamos deseando que llegue el momento maravilloso en que la cajera, sin dignarse a darnos los buenos días y mientras habla a gritos con su compañera de la caja de al lado, empiece a manipular nuestra compra como si la tuviese rabia. Yo propondría para las próximas olimpiadas la modalidad de lanzamiento de productos contra clientes, porque es desde luego cosa maravillosa ver la energía que ponen esas mujeres cuando empiezan a bombardearte con latas de tomate y paquetes de macarrones. Lo que un momento antes era tu compra, se convierte en un depósito de municiones repleto de peligroso proyectiles que la cajera dispara con inclemente regularidad. En menos que canta un gallo te encuentras con todo amontonado y algunas veces medio despachurrado, mientras estás todavía sudando con esas malditas bolsas que no hay Dios que las abra. Es justo el momento en el que la cajera te dice sin mirarte que son 35, 67 euros, coge las bolsas con displicencia, las abre sin dificultad mediante algún procedimiento mágico que solo ellas conocen y te mira con cara de desaprobación, así como diciendo:¿Qué coños haces aquí todavía? Paga y jospa.


         En esas circunstancias tan hostiles y estremecedoras se agradecen mucho los pequeños gestos de cortesía. Es normal ceder tu turno en la fila si ves que la persona que va detrás de ti lleva solo el pan, o un litro de leche, o el Avecrem que se le olvidó coger cuando hizo su compra. Yo lo hago siempre; siempre que no me toque una de esas personas que se creen con derecho a que lo haga. Es esa gente que se te pega a la espalda y sopla y resopla con cara de mala leche, que pasea su mirada de vinagre sobre tu compra, te mira con un poco de altanería, mira después su botella de aceite y vuelven a soplar y resoplar con aire de resignación malhumorada. Cuando eso ocurre no solo no les cedo el turno, sino que soy especialmente meticuloso a la hora de colocar mi compra, tardo todo lo que puedo en encontrar mi tarjeta en la cartera y pongo en práctica todos los demás trucos dilatorios que se me vayan ocurriendo sobre la marcha. Poco me importan las miradas de rencor reconcentrado que me lanza la cajera, porque las compensa con generosidad el fastidio de quien va detrás. No concibo cosa más descortés que exigir cortesía a los demás con malos modos. Ni más absurda.


          Ayer me ocurrió algo parecido, pero en versión terraza llena. Cuando hace buen tiempo me gusta mucho tomar un café en la terraza de Bourbon, que a primera hora suele ser un sitio tranquilo, leyendo el periódico y fumando. Cuando hube terminado de hacer las tres cosas y estaba pensando en recoger mis trastos y marcharme, me percaté de que una pareja de cierta edad estaba lanzando unas miradas de ofendida indignación que iban de mi taza de café, vacía, a mi periódico, doblado encima de la mesa, pasando por mi mismísima cara. No hacía falta ser un experto en comunicación no verbal para darse cuenta de que me estaban echando maldiciones, indignados por el hecho de yo, que ya había terminado mi café, ocupase, yo solo, la mesa en la que ellos ansiaban hacer descansar sus posaderas. Ante ese ataque de hostilidad desconsiderada, hice lo único que podía hacer: saqué mis gafas de su estuche, desdoblé el periódico y me puse a hacer como que leía un artículo que ya había leído. Tengo que decir que me hizo sentir algo culpable el hecho de que Juan, siempre atento a la comodidad de sus clientes, se vio obligado a sacar y colocar una mesa para la desagradable pareja aunque, eso sí, en un sitio mucho peor que el mío. Una vez lanzado por los caminos de la maldad, no pude menos que redondear debidamente la faena. En el mismo momento en que les vi sentados en su mesa, recogí ostensiblemente mi periódico, mi tabaco y mis gafas, me levanté y me fui, acompañado por una nueva andanada de miradas mucho más descaradamente malévolas en este caso. Chupaos esa. Con una simple sonrisa, aunque fuese falsa, hubiesen conseguido que yo, que al fin y al cabo estaba a punto de marcharme, les cediese la mesa, pero nuevamente esa exigencia de amabilidad con su toquecito de soberbia me hizo caer en el lado oscuro de la buena educación.


          Pienso que en esa actitud mía tan desconsiderada hacia el bueno de Juan, que al fin y al cabo no tenía culpa alguna, estuvo influida por el aturdimiento que me produjo la previa lectura del periódico, que últimamente se está convirtiendo en un verdadero deporte de riesgo. Uno de los artículos ahondaba en esa impactante declaración de Pablo Iglesias de que D. Karl Marx era socialdemócrata. No cabe duda de que al punto de vista de el Sr. Iglesias se le podrá tachar de cualquier cosa, excepto de falta de originalidad. Es seguro que los pobres mencheviques hubiesen agradecido mucho esa interpretación sobre el marxismo cuando los bolcheviques se dedicaron a cazarlos como a conejos por tener tendencias precisamente socialdemócratas. Esa afición de Pablo Iglesias por lo transversal se está volviendo tan extremada que corre el riego de ser confundido con el clásico político camaleónico de toda la vida. En las antípodas de la actitud desconsiderada de los de la cola del súper o la terraza llena, Pablo practica esa exquisita cortesía a la antigua, tan parecida a la hipocresía, consistente en decirle a cada cual lo que quiere oír en cada circunstancia. Mientras tanto, dice el periódico, Pedro Sánchez reivindica para sí los títulos de propiedad de esa socialdemocracia que de repente se ha vuelto tan apetitosa. Rajoy siguen en la luna de Valencia de las cifras macroeconómicas. Rivera, según parece, intenta maquillar “sus propuestas más polémicas”. En el resto de la crónica política, más de lo mismo. Se pasaron por el forro de los cojones nuestros votos de las últimas elecciones por sus juegos de poder y sus mezquindades, pero nos piden que no nos desanimemos, que hay que volver votar con ilusión y que a ver si esta vez hacemos el favor de votar más a su gusto, que parecemos tontos.


          He leído también que el templete que cubre la llamada “Tumba de Cristo” está a punto de derrumbarse de puro ruinoso y destartalado. Como no soy cristiano no sabría decir si morir despachurrado por los cascotes en la tumba de Jesucristo se consideraría una desgracia o una bendición, pero es indudable que haría muy mal efecto de cara a la opinión pública. La causa del destartalamiento es la falta de acuerdo entre los Padres franciscanos, los popes ortodoxos griegos y los sacerdotes de la Iglesia Armenia, que se reparten mancomunadamente el control del monumento. Todos ellos prefieren que el templete se despachurre antes de perder ni un milímetro de influencia. Según me han dicho los conocidos que han visitado Tierra Santa, esa guerra de guerrillas se repite en todos y cada uno de los santuarios, ermitas, basílicas y demás templos de los que tan profusamente están poblada Jerusalén y sus alrededores. Es tanto y tan apasionado su amor por Cristo que la policía ha tenido que intervenir en más de una ocasión, cuando han confundido la mejilla propia del Evangelio por la ajena y se han liado a tortas los unos contra los otros. Los custodios de Tierra Santa predican la paz y la salvación al mismo tiempo que dedican todas sus energías a conseguir un pedacito más del pastel sagrado. En eso coinciden con los políticos españoles, que se secan la boca diciendo lo mucho que les preocupa el pueblo, pero anteponen a todo el cálculo meticuloso de sus opciones y estrategias de partido, que es lo que de verdad les importa.

           En EEUUAA un juez ha condenado a seis meses de prisión a un estudiante que violó a una compañera en el campus. El juez Aarón Persky ha considerado que “una condena de cárcel tendría un impacto severo en él (violador)”. El impacto de la violación en la vida de la mujer, si es que ha pensado en él, pues ya, total, no tiene remedio. Sería una crueldad innecesaria añadir mal al mal condenando al pobre chico a una pena de cárcel de severo impacto. Según las encuestas un 10% de las estudiantes estadounidenses declara haber sido violadas en la universidad. Nada más y nada menos que un 10%. Imagino que el pobrecito Mr. Persky estará preocupadísimo por el impacto que las hipotéticas penas de cárcel provoquen en la vida de los violadores que tengan la mala pata de ser juzgados. Por fortuna no serán muchos si a la judicatura americana le da por seguir su ejemplo.

         Toda esta selección de maravillas tenía yo en la cabeza cuando pille a los señores impertinentes mirándome con cara de fastidio. ¿Vosotros les hubieseis cedido la mesa?





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