Allá por los años de mi juventud era yo muy aficionado a leer libros de historia. Imbuido hasta las trancas del espíritu del “Quien no conoce bien su historia, está condenado a repetirla”, devoraba todo lo que pillaba sobre nuestros antepasados y sus cuitas. Más tarde me pilló esa avalancha del “revisionismo histórico”, que consistía fundamentalmente en decir que era malo lo que nos habían dicho que era bueno, que los antiguos y gloriosos hechos no eran más que tapaderas de los motivos más ruines y miserables y que todo, entonces como ahora, se movía solo si estaba engrasado con dinero. A esa tendencia generalizada, se añadía en España la circunstancia de que al haber cargado tan exageradamente las tintas el franquismo en las Glorias de la Patria, la democracia creyó su deber hacer todo lo contrario, elevando la leyenda negra a unas cotas que ni en sueños llegaron a imaginar sus inventores. Este exceso de revisionismo provocó un revisionismo del revisionismo y así sucesivamente. Están también los nuevos descubrimientos y reinterpretaciones que mandan al desván de los trastos viejos todo lo que siempre se consideró cierto y probado, con ese olímpico desprecio hacia todo lo anterior que es típico de quienes ven en el progreso un bien absoluto. El caso es que entre tantos dimes y diretes, tanto contra y tanto pro, tanta revisión y contra revisión, he llegado a creer que lo se llama Historia, lejos de poder ser considerado algo cierto y asentado, no es más que la proyección hacia el pasado de los puntos de vista que estén de moda en cada momento.
De aquellos tiempos de estudiante de historia me viene ahora a la cabeza el concepto de “Espléndido aislamiento” (Splendid isolation) que practicó el Reino Unido en los últimos años del reinado de Victoria. Y es que siempre que los británicos han tenido miedo a perder hegemonía, o poder económico, o lo que sea, se vuelven sobre si mismos y le echan la culpa de todo al extranjero. Cuando se dan cuenta de que solos tampoco pueden, regresan a lo bestia y hacen Ententes Cordiales, se meten en la Gran Guerra y la lían parda. Son cosas de ellos. Ahora les ha dado por ese “Brexit” que les conduce de nuevo a la isolation, aunque es más que dudoso que en el presente caso sea splendid.
Lo primero que tengo que decir sobre ese referéndum es que difícilmente podía haber salido un resultado distinto en un país que llama a los colegios electorales “polling station”, que dice el traductor de google que significa “estación de la interrogación”. Es notorio que los ingleses son muy excéntricos a la hora de hacer y decir las cosas, pero esa “estación de la interrogación” es llevar las cosas demasiado lejos. ¿Qué estación es esa? ¿Primavera, verano, otoño, invierno, interrogación? ¿Santander, Torrelavega, Palencia, Valladolid, Madid-Cahmartin, Interrogación? Ese “station” induce claramente al movimiento, a la salida en este caso. Lo de “polling” no sé cómo abordarlo sin caer en la grosería, porque si al pasar la tarde viendo la tele le llamamos “sofing”, si cuando nos despatarramos en una tumbona hacemos tumbing, cuando hacemos polling… hacemos polling y que Dios nos perdone y Santa Lucía nos conserve la vista. No me parece improbable que a la vista de las “polling station” muchos británicos de bien hayan pensado que se trataba de ir a cascársela a la estación, con el joder a Europa como fantasía sexual, que para ese tipo de filias tienen la imaginación muy calenturienta los súbditos de Doña Elizabeth, con el fastidioso resultado de que por tocarse ellos la polling, nos está tocando los cojones a los demás.
Tampoco ha sido acertado sustituir el British Exit, claro y rotundo, por esa abreviatura Brexit, que parece como que le quita importancia a la cosa. Un Brexit es como un Bruch, un ni sí, ni no, un no se sabe bien qué. Es una ambigüedad muy peligrosa para tratar temas tan serios. Si en España hubiésemos llamado “Cataladeu” a la independencia de Cataluña, o “Euskoagur a la de Euskadi, es fácil que el Congreso de los Diputados les hubiese aprobado ya la secesión, sin darse cuenta. Al pan, pan y al vino, vino. Si de lo que se trata es de ir al colegio electoral a votar sobre la salido de Gran Bretaña de la Unión, pues dices: “Go to electoral college to vote about the departure of the United Kingdom from de UE”. Con un enunciado tan largo y terminante los ingleses, que detestan lo rimbombante y tratan de eludir las repuestas directas más que los gallegos, que eso lo sé yo porque lo he visto en Downton Abbey, pues se hubiesen quedado en casa tan ricamente tomando el té, o hubiesen votado mantenerse dentro de la UE por aquello de no cambiar las cosas, que es igualmente muy británico. Pero claro, van y les dicen:”tira pa la polling station pa lo del Brexit” y los pobres chiquillos no ha sabido ni lo que hacían.
Hay que tener en consideracion otro factor y es la cuestión de que las reinas británicas tienen la manía de hacerse viejísimas en el trono. En la época de la Splendid Isolatión la reina Victoria llevaba ya ni se sabe los años amargando la vida a todos los que tenía alrededor. Tan pequeñita, tan tremendamente oronda y tan repujada de diamantes, Victoria parecía una bola de discoteca, de esas que hay que quitar para modernizar el establecimiento, pero que da pena porque llevan allí toda la vida. Si se hubiese muerto unos años antes lo más probable es que en Londres, entretenidos con los funerales y la coronación, ni se le hubiese ocurrido “isolarse”, porque a los ingleses el despliegue de los esplendores de la monarquía le chifla más que el After eight. Pero claro, con aquella señorona de luto que lo único que hacía era ir de Windsor a Balmoral, y de Balmoral a Windsor, llorando como una posesa la muerte de su marido, no había suficiente entretenimiento, y para no aburrirse decidieron inventar la Splendid Isolation, a ver qué pasaba. Isabel II también ha cogido la perra de matusalenizarse con la corona puesta. A diferencia de su tatarabuela, Doña Isabel no es viuda; y se cuenta que el carácter autoritario y las meteduras de pata de su marido avinagran la existencia de su parentela y entretienen al pueblo, a partes iguales. Asimismo ha tenido la monarca la habilidad de parir a una pandilla de descerebrados que entre divorcios, infidelidades, derroches y dislates varios han amenizado mucho el cotarro real. Pero el repertorio de los escándalos parece que ya no da para más y la reina sigue reinando. El resultado de ese insensato apego al trono y a la vida, no sabría decir en qué orden, empiezan sus buenos subditos han vuelto a ser presa del hastío. Y ha sido por eso, y nada más que por eso, que se inventaron el Brexit. Para no aburrirse.
La cuestión es que los británicos se han largado, provocando con su marcha un terremoto en las bolsas y una gran preocupación en los gobiernos, aterrorizados pensando en un posible “efecto dominó”. Todo un bamboleo enloquecido que hace reflexionar sobre la firmeza de nuestro sistema. En el propio Reino Unido dicen los escoceses que si Gran Bretaña se va de Europa, ellos se van de Gran Bretaña; y los galeses que si se va Escocia, pues puede que ellos también se larguen. Dicen que este furor por cambiar las cosas, en Gran Bretaña y en todos los sitios, es consecuencia de la crisis económica y es probable que así sea. Yo, sin ser inmovilista, pienso como San Ignacio de Loyola: “En tiempos de tribulación, no hacer mudanza”.