sábado, 16 de abril de 2016

TRES CUENTOS TRISTES Y UN EPÍLOGO INFAME

EL OBJETO ROTO

                Detrás De la casa estaba el prado. A vista de golondrina es poco más que un cuadradito de hierba,  resto de uno de  esos minifundios que hacen de las tierras del norte un puzzle de verdores siempre inacabado. Lo rodea por tres lados una serie de viejas estacas de madera reseca, gris y retorcida, como si un agrimensor sin sentimientos hubiese troceado la milenaria momia de un gran árbol, para convertir en marcas de frontera lo que un día fue frescor y sombra. En el cuarto lado se ven las cuatro piedras  de una casa quemada hace ya muchos años, mucho antes de la casa,  cubiertas por una miscelánea salvaje de zarzas, ortigas y cualquier otra planta montaraz de las que no se deja crecer en los jardines, de las que solo encuentran su lugar en el indomesticable reino del bardal.

                Es allí, junto al zarzal, en donde se ve al niño agazapado. Allí, oculto a las miradas de la casa. Está agazapado y reza con un fervor congestionado a ese Dios bueno que todo lo puede, al Padre amable y misericordioso del que tanto le han hablado. El niño está pidiendo ni más ni menos que un milagro, mientras oculta entre sus manos el objeto prohibido, el objeto roto.

                La casa está llena de objetos prohibidos. También lo están las casas que se ven más allá de las estacas muertas. Él lo sabe como lo saben sus amigos, como todos lo saben. Saben lo que ocurre cuando las manos pequeñas son la causa de que un objeto prohibido acabe roto. Ni él ni sus amigos, ni nadie,  pedirían un  milagro a causa de los objetos rotos. La regañina, el castigo, quizás un par de azotes… gajes de la infancia. No, lo malo no era la rotura.

                La casa está llena de objetos prohibidos. Pero hay objetos que está prohibido tocar y objetos que está prohibido desear. Él lo sabe, sabe reconocer el reproche del miedo y la sospecha. Por eso reza para que dios haga el milagro del recomponer aquel objeto.

                Reza, suplica, pide por favor, pero al abrir las manos pequeñas el objeto sigue roto. Dios no hizo el milagro. No hay nada que hacer, la suerte está echada. Le vemos abandonar despacio la seguridad de avestruz que da el zarzal y dirigirse hacia la casa. Le vemos entrar sin hacer ruido y subir las escaleras de forma sigilosa (sigilo inútil). Le vemos entrar en la habitación de sus padres, abrir el joyero de su madre y dejar allí la pulsera hecha pedazos.

                Todavía no sabe que lo sabe, pero ha dejado de creer en Dios. Sin embargo tiene que haber algo, algo que le evite tener que escuchar el reproche del miedo y la sospecha. ¡La magia! Eso es, la magia podrá sacarlo del apuro. Tiene que haber alguna varita mágica, algún conjuro…

                Se queda allí en el prado, rodeado por el zarzal y las estacas muertas, esperando. Ese día esperando el reproche; el resto de su vida esperando el conjuro.


LA PIZARRA DE JUGUETE

                Tiza tras tiza el niño  va desgranado sus siete años en la pequeña pizarra de juguete. Su debilidad son las casas de arquitecturas imposibles y las princesas de faldas imposibles. Le gusta quebrar lo vertical del edificio en salientes disparatados y absurdos; le gusta hacer salir la cabeza coronada de una princesa de una enorme falda llena de adornos, como las de esa María Antonieta cuya biografía le ha impresionado tanto.

                En una mesa grande de madera oscura desgrana sus siete años en princesas y casas imposibles.

                -¿por qué dibujas así las casas? ¿No comprendes que una casa así caería derrumbada?
                -Me gustan.

                El niño es imposible, no cabe duda de que es tozudo y raro. Viene a continuación el reproche del miedo y la sospecha, el asunto intolerable.

                -Este niño solo dibuja princesas.

                Por la pequeña pizarra de juguete han pasado ríos sobre los que flotan barcos a vela desplegada, montañas nevadas en las que nacen ríos y cascadas; han pasado hasta casas posibles, con chimenea humeante, valla de madera y árbol lleno de manzanas; han pasado también coches grandes y pequeños con sus faros apagados o brillando con el esplendor de tres pequeñas líneas de tiza. Todo eso se puede, pero todo eso lo borra la princesa, que no se puede, no se debe, no debe apetecer. El niño no sabe como lo sabe, pero reconoce al vuelo el reproche del miedo y la sospecha.

                Empieza a dibujar soldados. ¡Son tan difíciles las piernas! Con lo fácil que es hacer salir de un semicírculo la cabeza coronada de una princesa. Pero dibuja soldados, soldados de piernas rígidas como zancos, soldados que se apresura a enseñar con (falso) orgullo. Hay que alejar el fantasma del reproche.

                Aprende a dibujar soldados de piernas como zancos. Aprende también ha esconder las princesas y las casa imposibles. Aprende que algunas veces solo se puede sobrevivir mediante engaños.




                                                                  EL COCHE VERDE

                Han pasado diez años. El niño va en un coche verde (“verde valle” lo llama el fabricante). Diez años desde que  supo que Dios, al fin y al cabo, no es más que otro ídolo fallido. El niño se deja llevar a donde no quiere en aquel coche verde valle, por aquella carretera de la que conoce todas sus rectas, todas sus curvas, todas sus vueltas y revueltas. Aquella carretera que debía haber desaparecido “a causa de la proeza”. Hay tensión y fatalidad, tantas que parece imposible que quepan en aquel pequeño coche verde valle. El conductor rompe el silencio, rompe la tensión y la fatalidad, lo rompe todo en mil pedazos.

                -Me tienes que decir por qué lo hiciste.
                -No lo sé.

                Lo sabe, claro que lo sabe. Podría escribir un enorme diario con todo lo que sabe, un diario con todas las anotaciones iguales. Anotaciones pesadas como losas de granito, todas iguales. Podría contar lo que ocurre todos los días más allá del jardín, pero sabe que ni loco va a desgranar ese rosario. No lo hará porque no quiere y porque sabe que de ese rosario el conductor no desea escuchar ningún misterio.

                -Lo sabes. Sabes que lo has hecho en contra mía.

                No, no sabía eso, eso no. Eso es una sorpresa inesperada, un rasgar la fatalidad por el lado más insospechado. Hay verdad en lo que ha dicho, en todo hay verdad al fin y al cabo, pero no es eso, no ha sido por eso. El niño conocía la distancia que le separaba del conductor, la sabía pero no la creía tan enorme, tan de abismo.

                -No es verdad, no ha sido por ti.
                -No lo digas si no quieres (siempre la fría templanza), pero sabes que es verdad.

                Quizás si el conductor hubiese dicho otra cosa, cualquier otra cosa… Pero no, en verdad no era posible. No lo comprendió entonces, pero años después, años y años, se dio cuenta de que el conductor había estado también rodeado de estacas muertas. Distintas, colocadas en orden diferente, pero estacas.  

                No había más que hablar, solo dejarse llevar en aquel coche verde valle. 



                                                                    EPILOGO 

                El niño esta vomitando rabia. Sin motivo, sin control, sin objetivo verdadero. Ella siente ese vómito caliente como un alud de hielo. Todo se rompe en un momento. Todas las palabras no dichas se disparan en ese vómito caliente que parece de hielo. Ella no es, ella sencillamente está en el camino del alud. Todo se rompe.
                Más tarde, solo,  el nota el pinchazo de una astilla, una astilla vieja, gris, reseca y retorcida. Más tarde. Tarde.


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