Con una cuenta corriente tan magra como la mía, las visitas al banco son bastante poco frecuentes. Muy al contrario, siempre que tengo que pasar por delante lo hago de puntillas, a lo furtivo, no vaya a ser que salgan a decirme que debo algo. No obstante a veces tengo que acercarme a hacer alguna gestión y siempre me da una pereza horrorosa. Resulta que mi banco, en vez de dedicarse a estafar a sus clientes con preferentes o cosas así, que sería lo suyo, se ha especializado en que siempre haya unas filas impresionantes de gente esperando. Normalmente las colas se deben a que atienden con una lentitud exasperante, pero si por alguna extraña circunstancia la cosa va más ligera, rápidamente se van dos a tomar café para que la fila se mantenga en las dimensiones adecuadas. Pero no hay regla sin excepción y resulta, mirá vos, que cuando entré ayer había dos personas a disposición del público; una de ellas atendiendo a una Sra., pero la otra libre. Ya estaba yo relamiéndome del gustito de no tener que pasar allí más de diez minutos, cuando me vino el primer mazazo: a la cajera que estaba libre se le había “parado la máquina”. Como no mostraba ninguno de los clásicos síntomas de infarto, deduje enseguida que la máquina a la que refería no era su corazón sino su terminal informática. Y así era. Bueno, al fin y al cabo solo tenía una Sra. delante; la cosa no podía alargarse demasiado. Pero la susodicha resultó ser una de esas que dicen “bueno, atiende a los demás, que ya vendré yo mañana”, para a continuación seguir a lo suyo sin moverse del sitio. Su problema eran tres cargos inexplicables en la tarjeta VISA, cargos que no podían ser porque “yo no tengo tarjeta y mi marido no la saca de la cartera”. Todo el mundo sabe, excepto aquella señora, que siempre que los maridos nunca sacan la VISA de la cartera, resulta que la sacan con muchísima frecuencia, pero yo no se lo dije porque no era cuestión añadir un problema doméstico al económico. La cajera, evidentemente inquieta por la alarmante ausencia de cola, le daba a la señora toda la bola que se le ocurría. Al rato se manifestó la cajera a la que se le había “parado la máquina”, en el sentido de que “ah, esto parece que vuelve a funcionar” para, acto seguido, ponerse a dar consejos a la señora de la VISA, que a esas alturas ya se había olvidado de los tres misteriosos cargos, encantada por toda la atención que estaba atrayendo.
Cuando ya tenía detrás a tres o cuatro personas, escuché las palabras mágicas, “el 80”, y me dirigí, muy optimista, al mostrador correspondiente. Pero resulta que poco después se marchó la Sra. VISA y fue sustituida por otra con la que, vaya por Dios, tenía pendiente mi cajera un asunto de 45 euros que no aparecían. Cinco minutos de confusas explicaciones más tarde, decidió que ya era tiempo de ¿atenderme? No, de charlar conmigo para contarme que el día anterior había perdido 45 euros, y que los había tenido que poner ella y que seguramente todo había sido por no prestar atención a lo que estaba haciendo. Yo esa explicación me la creí a pies juntillas. Al final conseguí hacer lo que tenía que hacer y dejé el Banco con su debida fila de diez o doce personas desesperadas.
Del banco fui a la carnicería en donde campaba por sus respetos una de esas señoras que tardan un cuarto de hora en decidir lo que se quieren llevar. Mientras lanzaba unas miradas como de rayos X a los productos expuestos, no dejaba de preguntar al carnicero “¿esta ternera está tierna?”, “¿Qué tal son los filetes?” y cosas así. Vamos a ver ¿Qué coños le va a contestar el carnicero? Pues que todo es muy bueno, naturalmente. Jamás de los jamases he oído yo a ninguno decir “pues mire Sra. los filetes no se los lleve porque se le van a partir los dientes” o “La verdad es que la ternera es una puta mierda”. Pero ellas siguen preguntando y preguntando. Por fin se decide y lanza una catarata de peticiones: callos, cordero, chuletillas… todo cosas que se tarda muchísimo en despachar; y cuando ya está todo empaquetado y en la bolsa, cuando ya tiene la cuenta hecha va y dice “¿Qué tal salen esos chorizos?”. Y como el carnicero no le dice que son una asquerosidad, que no lo son ni mucho menos y la Sra. lo sabe de sobra, pues pide que le pongan una ristra. Esto lo suelen hacer dos o tres veces.
De la carnicería al “Don Barato”, a comprar unas pilas. Allí me encontré con un señor que para decidir que molde de papel de aluminio llevarse, necesitaba más asesoramiento que para comprar un Maserati. Diez minutos de “pues creo que me llevare este”, “a cuanto me dijiste que salía aquel” y “¿este no será pequeño?”. Y la pobre dependienta, con cara de resignación, respondía pacientemente a todo para terminar haciendo una venta de un euro con cuarenta y cinco céntimos.
Siempre dicen que la gran ventaja de la vida de pueblo sobre la de la ciudad es la ausencia de prisas, pero no estoy yo muy seguro que sea necesariamente mejor para los nervios.
¡Guasón que me ha salido este Emilio María¡¡¡
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