martes, 29 de diciembre de 2015

BELLEZA ENCARCELADA

Ya sé que sonará a herejía, pero no me gustan los museos. Naturalmente los visito siempre que puedo, porque no hay otro modo hoy en día de poder admirar las obras de los grandes maestros, y de los pequeños, pero la idea en si me desagrada mucho. Me refiero a la idea de almacén, de amontonamiento, de acumulación de más y más piezas, idea tan opuesta, a mi modesto entender, a todo lo que la belleza supone de sutil, exquisito y singular. Galerías y más galerías y salas y más salas llenas de tanta belleza que es sencillamente imposible asimilarla toda junta. No hay más que ver esos rostros cansado y aturdidos de los grupos de turistas que siguen obedientes a su guía, resignados a seguir viendo a Velázquez, a Goya y a Caravaggio como a través de una niebla de fatiga. La primera vez que visité los Museos Vaticanos llegó un momento en ya no soportaba ver más laoocontes y apolos Belvedere, más rafaeles, mas oro y diamantes. Lo único que quería era salir lo más rápidamente posible de aquel laberinto de mármoles y esplendores, de aquella verdadera cueva de Alí-Babá, y sentarme a tomar tranquilamente una cerveza viendo pasar le gente bajo el sol romano. Cosas mías.

Luego está esa manía de cambiar las cosas de sitio y de prestarse cosas unos museos a otros, que tanta frustración provoca. La primera vez que vi el busto de Nefertiti estaba en el Museo Egipcio de Charlottenburg, en el Berlín Occidental. La segunda resultó que lo habían trasladado al Altes Museum, en el centro de la ciudad. Ahora parece ser que lo han instalado en el Neues Museum, también en la Isla de los Museos. Yo no sé qué pensará la reina, con lo estirada y lo altiva que debía ser, de tanto cambio de sede. Con lo tranquila que ella estaba en El-Amarna, cubierta de arena durante cientos y cientos de años sin que nadie la molestase, ahora van y la tienen trasteando por Berlín como su fuese un chisme viejo. Cuando fui a visitar la Galería de los Ufizzi con la sana intención de recrearme en la contemplación de “La Primavera”de Botticelli, resultó que estaba en préstamo en el Louvre, que es que parece que lo hacen para joder al personal. Además en los museos, quieras que no, a veces pasan cosas muy raras.

En un museo me ocurrió la única experiencia paranormal que he tenido en mi vida. Ocurrió en el palacio de Elsedo, por otro nombre palacio de los Condes de Torrehermosa. El palacio tiene fama de albergar una de las mejores colecciones privadas de arte español del siglo XX, lo cual no sabría yo decir si es mucho o poco. El caso es que vi allí muy buenos cuadros y esculturas y también algo de mierda al óleo o en acrílico, pero eso sí, con firma famosa al pié. Mención especial merece un estremecedor retrato de SS el Papa Pio XII que da un miedo horroroso. Me recordó a la escultura de bronce del propio Papa en la basílica de San Pedro del Vaticano, que es una cosa pavorosa a más no poder. No me explico cómo es posible que a un Papa tan santo y tan bueno le hayan representado siempre como si fuese una mezcla entre Frankenstein y Nosferatu, pero con gafas y vestido de pontifical. El asunto es que la entrada incluye también una visita a la antigua capilla del palacio, que es muy bonita y muy recoleta, con su bóveda de crucería y todo. En el coro hay dos angelones enormes de madera hermosamente policromada; yo, que en aquella época lo fotografiaba todo, le hice una foto a uno de ellos. Imaginad mi pasmo estupefacto cuando la cámara de fotos me hace la indicación “detectado parpadeo”. Cuando alarmado y confuso se lo comente a la amiga que me acompañaba, pensó que le estaba tomando el pelo muy tontamente, de modo que, con ella a mi lado, volví a fotografiar al angelote con idéntico resultado: “detectado parpadeo”. La escultura tenía una expresión de esas como de pasmo idiotizado que los escultores mediocres del siglo XVII querían hacer pasar por felicidad seráfica, con unos ojos muy grandes mirando fijamente al frente, sin parpadear ni nada, pero la cámara insistía tozudamente en decir “detectado parpadeo”; y como es sabido que las cámaras digitales y toda la tecnología en general no mienten nunca jamás, empecé a sentirme inquieto y temeroso y me fui de aquel coro maldito lo más deprisa que pude. Porque en aquel entonces no ponían Cuarto Milenio, que sino a Iker Jiménez va el angelote de marras. Esa ha sido la única paranormalidad que se me ha cruzado en la vida y fue en un museo.

Otro incidente notable que no llegó a paranormal, pero que tampoco fue muy normal, me ocurrió visitando en Roma la Galería Spada. El palacio Spada tiene fama por sus cuadros de Andrea del Sarto, Guercino, Artemisia Gentileschi y otros, pero sobre todo por la famosa “Perspectiva Borromini”, que yo tenía mucho interés en ver. La “Perspectiva” es un trampantojo muy ingenioso y muy matemático mediante el cual una galería de 8 metros parece que tiene 40, eso dicen, con una estatua al fondo que parece de tamaño natural, dicen, cuando en realidad mide apenas 60 cm. Yo no dudo que en aquellos tiempos tan refinados del 1600 la gente se quedase pasmada con el truco, pero con la mente atiborrada de efectos especiales y realidades virtuales la cosa ya no da tanta sensación.

El palacio Spada no es un lugar muy visitado. La mayoría de los turistas se quedan en el vecino mercado de Campo di Fiori, a la sombra del despampánate “Cubo” Farnesio, por lo que mis amigos y yo estuvimos solos durante toda la visita. En una de las salas de paso, junto a una ventana, se exponía una escultura romana, una figura femenina de esas que no tienen ni cabeza ni brazos, sujeta a un pedestal de mármol mediante unas varillas metálicas muy finas que le salían de lo que quedaba de las piernas. A mí la escultura no me llamó demasiado la atención, pero una amiga mía se acercó a verla con gran interés, con tan mala suerte que al volverse para continuar con la visita le arreo a la estatua un cachiporrazo de padre y muy señor mío con la mochila que llevaba colgada a la espalda. A consecuencia del impacto aquel torso milenario cobro vida y empezó a menearse sobre las varillas de una forma enloquecida, como su hubiese sido presa de un ataque de perlesía arqueológica. Nosotros nos quedamos lívidos de espanto, rezando por lo bajinis para que las varillas aguantasen y la escultura no se hiciese trizas contra el suelo, al tiempo que hacíamos corro alrededor de ella para que los guardas de la galería, que no tenían otra cosa que hacer que vigilarnos, no viesen aquella tembladera. Tengo que decir que conseguimos justo el efecto contrario. A poco que nos hubiésemos puesto a pensar nos hubiésemos dado cuenta de que resultaba muy llamativo que en una sala atiborrada de rubens y de tizianos, pusiésemos nosotros un interés tan exagerado en aquella birria romana. Por fortuna cuando se acercaron con la suspicacia indisimuladamente reflejada en sus caras, la puta escultura ya casi no temblaba. Eso sí, durante el resto de la visita no se separaron de nosotros ni un milímetro. No quiero ni pensar en lo que hubiese pasado en caso de haberse despachurrado aquel torso maldito, con lo mirados que son los italianos para sus cosas. Valer no valía mucho, pero con lo que ellos exageran todo seguro que nos hubiese salido a precio del Ares Ludovisi.

Ese tipo de cosas te pueden ocurrir en un museo, que lo sepas, por lo que yo propongo que se vacíen todos y que las obras de arte vuelvan a las iglesias y los palacios de los que han salido, cada una en el lugar para el que fue creada. De ese modo apreciaremos más serenamente su belleza, y la de la iglesia o el palacio y sus jardines, y la del pueblo en el que está el palacio, y la del paisaje que rodea al pueblo. Que vuelvan al Partenón los mármoles de Lord Elgin, a Italia todo lo que robó Napoleón, y a México el penacho de Moctezuma. Que se reparta el resto por plazas y jardines, por escuelas y universidades, por los tristísimos centros oficiales. Que la belleza nos envuelvo día a día y no solo “cuando toca” visitar algún museo.

1 comentario:

  1. oh Maestro, gracias por ilustrarnos. Felices fiestas Emilio-Maria y próspero año (que cursi yo)

    ResponderEliminar