El Ayuntamiento de Getafe ha aprobado recientemente una normativa que sanciona con multas de hasta 3000 euros una serie de conductas incívicas tales como tirar al suelo las cáscaras de las pipas, escupir en la calle y algunas otras por el estilo. No seré yo quien defienda ese tipo de comportamientos, pero empieza a ser muy preocupante ver como aumentan sin parar las restricciones a la libertad individual en favor del comportamiento civilizado, la salvaguarda de los derechos de las minorías, el lenguaje inclusivo, la salud pública y otras diversas nobles causas. De seguir así se va a dar la paradoja de que la libertad individual del ciudadano va a desaparecer en favor de la libertad general de la ciudadanía. Pero lo que me ha resultado más llamativo de la decisión del Consistorio getafense es su adhesión al método preferido por las administraciones públicas para disciplinarnos: las multas. Esos 3000 euros de sanción por tirar al suelo unas cáscaras de pipas me ha traído recuerdos de mi estancia en los años 90 en la ciudad más puntera y avanzada en ese tipo de cuestiones: Singapur.
Cuando viajo soy siempre de los que ven la botella medio llena. Creo que todos los sitios tienen su encanto si uno se molesta un poco en buscarlo, en caso de ser necesario. No comprendo a quienes regresan de Roma diciendo que está sucia, o de Venecia con el sonsonete de lo mal que huelen los canales, o de Egipto quejándose de la pesadez de los vendedores callejeros. Estoy convencido de que esos comentarios adolecen de un cierto snobismo de andar por casa, un snobismo de rebajas se podría decir, mediante el cual quienes lo practican tratan de ponerse por encima del vulgo, de quienes nos maravillamos con lo maravilloso como si fuésemos tontos sin tener esa fina visión y ese exquisito olfato de “entendidos” que ellos SÍ tienen. Yo creo que quedan como burros insensibles a fuerza de tratar de mostrarse como cosmopolitas diplomados, pero eso puede que sean cosas mías. Eso sí, son personas a las que les suele gustar Singapur.
La verdad es que viajé a Singapur algo a lo tonto, cegado por ese espejismo del “ya que vamos, cuanto más conozcamos, mejor” que tan catastróficas consecuencias en madrugones insensatos y acarreo constante de maletas suelen suponer a los incautos. Me refiero al clásico “Seis días en Italia, visitando treinta y dos ciudades” con el que las agencias de viajes acostumbran a engatusar a los viajeros novatos (o a quienes ven sucia Roma). La cuestión es que mi idea inicial era pasar veinticinco días en Tailandia, pero como la compañía aérea me ofrecía viajar también a Singapur por muy poco dinero más, me dejé embaucar como un pardillo. Así pues, finalmente disfruté de veinte fantásticos días en Tailandia y sufrí cinco abominables días en Singapur.
Por uno de esos encantadores efectos secundarios del colonialismo resulta que Singapur, que geográficamente forma parte de Malasia, está controlada por los chinos o, más concretamente, por la burguesía comercial china. Es además una dictadura como una casa, pero como está disfrazada de república parlamentaria y saca siempre de notable alto a matrícula de honor en los exámenes del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, pues se hace como que no. Es, podría decirse, una dictadura del burguesariado. Y para que uno no se despiste te lo dejan muy clarito desde la mismísima llegada. Apenas has desembarcado pasas un exhaustivo control policial que no es más que el primero de otros tres o cuatro que, entre cacheos indiscriminados, apertura y cierre de maletas e inspecciones corporales con inquietantes aparatos electrónicos, te lleva hasta un mostrador en el que una funcionaria que se deshace en sonrisas te entrega, así como si nada, un documento con el sello del gobierno en el que se especifica qué delitos están castigados con la pena de muerte (bastantes), cuales con años y más años de prisión (muchos) y cuales con multas abusivas, azotes (sic) y algún otro tipo de indignidad (muchísimos). Eso sí, a la vista de nuestros pasaportes tuvo el cordial detalle de repetir sin parar “Spain, Spain; bulls, bulls”, como si fuésemos vestidos de matadores.
Intimidados y aturdidos por toda aquella prosa punitiva deambulamos por el gigantesco y ultramoderno aeropuerto, con sus acuarios gigantes y sus jardines colgantes y su de todo, a la busca de alguna oficina en la que contratar un hotel. Como en aquel entonces éramos todos algo pijos, nos decidimos por la oferta que ofrecía el hotel que , dentro de nuestras posibilidades, tenía el nombre más rimbombante: “The Singapore Royal Holiday Inn Crowne Plaza” (on Scotts Road). Justo es decir que el hotel hacía honor a su nombre. Aquello era un despliegue disparatado de porteros de librea, maderas nobles y cúpulas de rutilante vidrio de colores. Por el hall de entrada desfilaban lo que parecían ser jeques y jequesas, ejecutivos impecablemente trajeados y, solamente de cuando en cuando, algún turista vestido como para salir a cenar. En aquel ambiente, que si bien no era exactamente refinado hacía todo lo posible por parecerlo, nuestras camisetas y pantalones cortos de mercadillo de Bangkok resultaban, por decirlo suavemente, claramente conspicuos; y nosotros, pijos al fin y al cabo, no podíamos pensar en otra cosa que en subir a nuestras habitaciones a cambiarnos de ropa. Probablemente alterado por ese ansia por darme una ducha y vestirme adecuadamente, lo primero que hice al llegar a mi habitación fue quemar con un cigarrillo una de las dos relucientes babuchas de piel que el hotel había puesto a mi disposición, junto a la mesilla de noche. No recordaba yo haber leído en la lista de delitos y faltas que nos dieron en el aeropuerto nada sobre babuchas quemadas en los hoteles, pero por precaución escondí el cuerpo del delito en el armario. Esto no me libró de sufrir una angustia constante por el temor a ser descubierto por alguna camarera de planta cotilla; ni de las horribles pesadillas en las que me veía pagando multas astronómicas mientras me azotaban sin misericordia al grito de “Spain, Spain, Bulls, Bulls”. Una vez escondida la babucha me dediqué a fisgar un poco y así descubrí que la Dirección ponía a disposición de sus clientes una Biblia, un Corán y un ejemplar de Los Pensamientos de Buda, no sé si por fomentar el sincretismo religioso o para recordarnos que, aún rodeados de aquel confort y lujo, no somos más que miserable polvo a los pies de la divinidad. En el techo una enigmática flecha que señalaba hacia una de las esquinas del cuarto me preocupó bastante, porque se me ocurrió que podría indicar una salida de emergencia trampantojo, lo que me hubiese supuesto un grave hándicap en caso de incendio. Luego supe que no, que indicaba la dirección de La Meca para que los clientes musulmanes pudiesen rezar como es debido.
Para sufrir mi primer encontronazo con la obsesión singapurense por la limpieza no tuve necesidad de salir a la calle. Una vez duchado y vestido, lindo como un San Luis, bajé al versallesco salón principal a esperar a mis amigos tomando una cerveza y fumando cigarrillos. Llevaba apenas cinco minutos sentado cuando se presentó ante mí una señora muy seria vestida con bata azul y con una caja colgada al hombro; se arrodilló (sic) ante la mesa,extrajo de la caja diversos utensilios de limpieza, retiró todos los objetos, incluidos el cenicero y mi cerveza (con gran alarma por mi parte), roció la mesa con limpiacristales, paso un paño, saco brillo al cenicero y volvió a dejar todo en su sitio, incluida mi cerveza (con gran alivio por mi parte). Resulta difícil de creer, pero juro que en los veinte minutos que estuve allí sentado, la señora repitió la representación un mínimo de cuatro veces, mientras yo la contemplaba entre histérico y estupefacto . Y no se trataba, como supuse, de que la gobernanta del hotel fuese una sádica maniática; tampoco era el caso que la señora de la limpieza padeciese un síndrome agudo de adicción al trabajo. En restaurantes, en bares de copas, en discotecas, en todos los sitios a los que fuimos, pasaba lo mismo o parecido. Todo tiene que estar limpio y reluciente, como si no se hubiese usado. La limpieza era la obsesión de moda en Singapur y supongo que lo seguirá siendo.
Todas las calles del centro son iguales, o parecidas: bancos, hoteles, centros comerciales y rutilantes sedes empresariales. El antiguo barrio colonial inglés, el barrio chino y el barrio hindú están tan limpios y ordenados, tan completamente singapurizados, que no tienen ningún atractivo especial. Hay templos chinos que parecen balnearios japoneses, mezquitas que parecían tan recién sacadas de “Simbad el Marino” que daban ganas de esperar por ver si salía Douglas Fairbanks a firmar autógrafos, y está el famoso Sri Mariamman que quieren hacer pasar por templo hindú, pero que es claramente su caricatura. Es, en definitiva, un sitio “muy bonito” en el sentido que en EEUUAA se da a la expresión. Una de sus mayores fuentes de ingresos es el turismo y no me extraña nada, porque allí reluce tanto todo y está todo tan organizado como en uno de esos “cruceros de ensueño” en los que tres o cuatro mil personas se dejan llevar de un puerto a otro a golpe de excursión organizada y buffet libre. Pero para viajeros no es.
En Singapur, salvo negocios y compras, hay muy poco interesante que hacer. Esto, que puede parecer un grave inconveniente, es en realidad una gran ventaja porque la lista de cosas prohibidas es tan enorme que el estar pendiente de no cometer alguna infracción le ocupa a uno casi todo el tiempo. Los carteles prohibiendo algo, cualquier cosa, son tan omnipresentes que en lo único que eres capaz de pensar es en lograr volver al hotel sin haber infringido ninguna norma, sin pagar multas o recibir azotes y, en mi caso, rezando para que la camarera no hubiese encontrado la babucha chamuscada. Hay prohibiciones tan absurdas que dudo mucho que el acto prohibido existiese antes de la prohibición. Recuerdo ahora la prohibición de entrar en los centros comerciales con sombrilla (sic), pero había bastantes más por el estilo. Muchas parecían estar en relación con la obsesión singapurense por la pulcritud, como la de tirar cualquier cosa al suelo, masticar chicle o ir comiendo algo, lo que sea, mientras deambulas por los centros comerciales; otras con la limpieza y la salud, como la prohibición de fumar en todos los restaurantes, que ahora nos parece de lo más natural pero que resultaba completamente incomprensible en aquellos años noventa en los que aún se valoraba más la buena vida que la vida sana; otras, en fin, con la seguridad, como la prohibición de entrar en los bancos con casco o gafas de sol. Son la prohibiciones “razonables”, las que hoy en día son aceptadas sin rechistar en todo el Primer Mundo. De ahí a prohibir entrar en los centros comerciales con sombrilla, o con boina, solo hay un paso para el que con toda seguridad se encontrará también una justificación razonable y beneficiosa para el bien común. Tengo que decir que hoy en día las prohibiciones de Singapur me sorprenderían mucho menos que hace treinta años. Me dicen que esto es síntoma de que vamos mejorando, pero yo lo dudo.
Del resto de mis días en la “exótica” Singapur poco más tengo que decir. Creo que como muestra del aburrimiento que me aplastaba, conocida como es mi difícil relación con la naturaleza, bastará el botón de que dedique una mañana entera a visitar el Jurong Bird Park, un aviario gigantesco que se presenta como uno de los grandes atractivos de la ciudad. Aquello es una inmensidad de pájaros de colorines y lujuriante vegetación capaz de agotar hasta al ornitólogo más obsesivo. Como soy enemigo declarado de cualquier tipo de transporte turístico, ya sean calesas, camellos, elefantes, monorraíles o trenecitos, me aventuré a recorrer el parque “dando un paseo”, una de esas decisiones estúpidas que se toman dejándose llevar por los prejuicios y de las que uno se arrepiente toda su vida. Yo no sé qué extensión tiene ese parque, pero a mitad de camino me daba la sensación de que Cantabria cabía dentro. Loros, avestruces, pelícanos, aves del Paraíso, tucanes, pingüinos, búhos, aves de presa, cigüeñas, flamencos y más loros, todos ellos exhibiendo sus plumajes multicolores entre flores y más flores también de colorín colorado… A ese insensato cromatismo que me dejó las retinas aturdidas había que añadirle un calor de mil demonios y un sol de justicia. Ponerse a la sombra de algún árbol tropical era una aventura muy arriesgada, porque por raro que parezca en una ciudad tan obsesionada por la limpieza los pájaros no tienen prohibido cagar encima de ti. Lo que si estaba prohibido, en un parque en el que ni poniendo en ello todo tu empeño le llegaba el humo de tu cigarrillo a nadie, era fumar. En fin, una auténtica delicia.
Así fui arrastrándome por aquellos cinco días, los más largos de mi vida, haciendo compras absurdas, sorteando prohibiciones y pensando en la babucha churruscada. A fuerza de buscar encontramos cerca del hotel un establecimiento en el que algún astuto chino se había colado por alguna grieta legal que permitía comer, fumar y tomar copas al mismo tiempo, o sucesivamente. Allí pasábamos horas y horas soñando despiertos con el vuelo que nos llevaría de vuelta a Londres y repitiendo como un mantra: “con lo bien que nos lo pasábamos en Bangkok”.
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