sábado, 12 de mayo de 2018

SEÑOR ARREGLADO

          Hace unos días alguien  que no recordaba mi nombre (o no lo sabía) le contaba a una amiga mía una anécdota de la que yo era el protagonista.  Para tratar de identificarme recurrió a  esos típicos “si, mujer, que viene todos los días a tomar café”, “que es amigo tuyo”, “que se sienta siempre ahí” y demás cosas  de esas que generalmente no nos sirven nunca para reconocer a nadie. Pero parece ser que una de las señas que utilizó en su afán por dar pistas más concretas fue un “ese señor que va siempre arreglado”, que me ha dejado completamente anonadado. Cuando se llega a  mi edad ya se está muy acostumbrado a ser definido de las más diversas formas y es raro que cualquiera de ellas nos afecte los más mínimo. Como decía Wilde “La gente de hoy  se comporta con perfecta monstruosidad: habla mal de uno y a sus espaldas, diciendo cosas que son completa y absolutamente ciertas”. Eso se asume. Pero verse definido de semejante manera ya traspasa todos los límites. La frase me ha parecido tan lapidaria que me estoy planteando dejar instrucciones por escrito para que la usen como epitafio para mi tumba: “Aquí descansa ese hombre que siempre iba arreglado. DEP”.



Varias personas con las que he comentado este lamentable asunto han dado por supuesto, muy precipitadamente, que lo que me molesta de la frase es el “señor” del inicio, que de manera tan rotunda me coloca en la división de los mayores. Nada más falso. Hace ya tiempo que admití el “usted” que me dirigen los camareros mal educados y los jovenzuelos educados bien, y que me coloca en la división de los maduros. No diré que su digestión no fuese lenta, pero la hice. También hay quien me ha dicho que imite a la condesa viuda de Grantham y me tome la impertinencia como un cumplido, que es más cómodo; de hecho hay quien piensa que de verdad la frase es un cumplido, lo que a mi entender es muestra palpable de la falta de reflexión seria de la gente de hoy en día. Vayamos por partes.

“Ese señor que va siempre arreglado”. En primer lugar está el inconcreto y masificador “ese” con el que empieza la frase. Ese “ese” que me manda de una patada hacia un limbo de personalidades desdibujadas, a un hipotético batallón de hombres siempre arreglados del que yo formaría parte. “El señor que va siempre arreglado” me hubiese resultado igualmente desagradable, pero tendría al menos el consuelo de ser uno, de ser un “él” con entidad propia y personalidad característica, no un “ese” del tres al cuarto, uno más del montón de “esos” que pululan por el mundo (o, lo que sería peor, solamente por Renedo). No creo que resulte tan difícil darse cuenta del golpe brutal que supone ese “ese” para mi Ego, mi Yo y mi mismísima mismidad propia. 

Del “señor” no tengo nada que decir, o casi nada. Quizás resulte un arcaísmo intolerable desde el punto de vista de la Ideología de Género por demasiado hetero-patriarcal, pero nada más. Lo que me irrita de verdad es ese “va siempre arreglado” tan poco glamuroso y tan, nuevamente, masificador porque cualquiera puede ir arreglado.  Arreglarse es lo más fácil del mundo porque todos tenemos un fondo de armario con un par de americanas y tres o cuatro corbatas que te las pones (no todas al mismo tiempo, claro está) y, hala, ya estás arreglado. Ir arreglado no tiene ningún mérito y es de hecho la antítesis de la elegancia, porque “ir arreglado” se ve, salta a la vista, mientras que la elegancia sencillamente  se nota sin saber muy bien por qué. Un hombre arreglado es ese joven que ves en las bodas  embutido en un traje  nuevo, rabiosamente moderno y muy probablemente caro y que se mueve con él como si la tela  en  lugar de ser de lana fría fuese de hormigón armado. Eso es ir arreglado. No pretendo yo ser el Petronio  de Renedo ni el Beau Brummell de Piélagos, ni muchísimo menos, pero no me gusta nada que se me vea “arreglado”. Además ese “siempre arreglado” es un bofetón muy doloroso  en la encantadora imagen “casual” que veo (o imagino ver)  reflejada en mis espejos cuando me visto para ir a andar a La Vega.

           Desde el punto de vista ontológico la cosa empeora todavía más, si cabe. Estoy leyendo estos día “El gran asombro. La curiosidad como estímulo en la historia de la filosofía”, de Jeanne Hersch, libro que recomiendo mucho y que me tienen  muy sensibilizado sobre el ser, el estar y hasta sobre el saber estar. Me preocupa  que mi causa eficiente haya llevado  mi causa material “hombre" hacia la causa formal de un desdibujado “ese” cuya causa final va ser, según parece,  un lamentable y poco atractivo “siempre arreglado”.

               Muy triste todo.

1 comentario:

  1. ¡Por Dios, qué susceptible mi amigo EMILIO MARÏA SIERRA que yo conozco¡ (o eso creía) Ah y de triste nada, todo cuanto viene de tí, tiene su "gracia"

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