Siempre que pienso en mi madre la recuerdo tronchándose de risa. Carmina, mi madre, murió enferma de Alzheimer, esa espantosa enfermedad que te lo va robando todo poco a poco, y me entristecería mucho recordar su imagen de los últimos tiempos. Pero por suerte no me ocurre: la recuerdo tronchada de risa. Por eso le doy gracias al recuerdo; pero también le doy gracias al tiempo. Los años transcurridos desde su muerte me permiten hablar de su presencia, que es lo bueno, y centrarme menos en el dolor de la ausencia.
La risa de Carmina era un fenómeno natural en si misma. Ella no se limitaba a soltar una carcajada y hala, se acabo; en la risa, como en todo, tenía su propio estilo. La cosa empezaba doblándose en la butaca como si se le acabase de declarar una peritonitis; continuaba con un movimiento ascendente, acompañando de un ruido difícil de definir, y culminaba con ella recostada en el respaldo del asiento estallando, entonces si, en una carcajada clara y potente. Este subir y bajar se repetía varias veces, porque a mi madre le provocaba la risa hasta el mismo hecho de reírse. Y cuando ya parecía que se le había pasado, un par de enérgicos golpes en el brazo de la butaca con la mano abierta eran señal inequívoca de que no, de que aún había risa para rato. No he conocido nunca una risa tan contagiosa. Daba igual si lo que la había provocado te hacía gracia o no, porque al final la energía de esa risa te arrastraba y acababas, tú también, desternillado a más no poder.
La risa de Carmina era incontrolable, irreprimible, tenía vida propia. Más que reírse se podría decir que le poseía el genio mismo de la risa. Era, digámoslo claramente, de esa personas que cuando ven a alguien caer, primero se ríen y después prestan auxilio (entre hipidos). Hay una anécdota que recuerda siempre una de mis hermanas cuando sale a colación el tema. En casa de mis padres había un pequeño office («el pasillo de atrás») que comunicaba el comedor con la cocina. Erase una vez que desfilaban por allí mi madre y mi hermana. Mi hermana abría la mini-procesión, cargada con una enorme fuente repleta de filetes; detrás, mi madre. Mi hermana tuvo la mala suerte de resbalar, darse un porrazo morrocotudo y verse en el suelo, muy dolorida y rodeada de filetes por todas partes. ¿Y Carmina? Carmina agachada en la cocina, aguantando su cintura con los dos brazos y a punto de congestionarse de la risa. No es que no le importase saber si mi hermana se había hecho daño; no es que no le importase que el segundo plato de la comida se hubiese ido al garete. Es que estaba siempre abierta de par en par al genio de la risa.
Como todas las personas inteligentes, Carmina sabía reírse de si misma. Nunca se me olvidara una tarde en Toulouse, a la salida de un centro comercial. A Carmina le gustaba ir siempre arreglada, bien vestida y peinada, y no soportaba que la lluvia tuviese la impertinencia de rozar ni de lejos su cabeza recién salida de la peluquería. Bueno, pues al salir del centro comercial llovía. La cosa empezó a ponerse cómica cuando mi madre, muy previsora, abrió su paraguas diez o doce metros antes de llegar a la puerta de salida. Como la lluvia estaba empezando a ser torrencial, propuso mi hermana Verónica que mamá esperase a resguardo, mientras nosotros llevábamos al coche las compras y pasábamos después a recogerla. Carmina aceptó el plan y allí se quedó, pero lo hizo en el mismísimo umbral. No dentro, por si no nos veía llegar; no fuera, porque llovía mucho: en el mismísimo umbral. Las puertas acristaladas, que nada sabían de madres ni peluquerías, intentaban cerrarse, chocaban contra el paraguas de mi madre y se volvían a abrir una y otra vez. Carmina, impertérrita y completamente ajena a la batalla entre las puertas y su paraguas, allí se quedó esperando tan pimpante, mientras Verónica y yo, empapados y muertos de la risa, nos fuimos a buscar el coche. Pero lo mejor llegó más tarde.
Tenía mi hermana entonces una de esas furgonetas mononovolúmen, de las que tienen un escaloncito para subir al asiento. Quiso la fatalidad que ese día Carmina vistiese falda de tubo. Subir a una de esas furgonetas siempre resulta algo costoso para una señora de edad, máxime cuando viste falda de tubo, pero si encima se niega en redondo a soltar el paraguas «que se me moja el pelo», la cosa reviste carácter épico. Tras varios infructuosos intentos , la situación se volvió tan desesperada que Vero y yo no vimos más opción que aupar a mamá hasta el asiento, empujando por donde la espalda pierde su nombre. En ese preciso momento Carmina, informada ya por nosotros del apachurramiento de paraguas y consciente de lo cómico de la situación, se dejó poseer por el genio de la risa. Con un pie en el coche y otro en el suelo, con el paraguas siempre en posición, estalló en una catarata carcajadas y convulsiones, dificultando con ello enormemente nuestra maniobra. Ya no recuerdo el tiempo que nos pasamos allí, a risa pura. Sé que al final conseguimos culminar con éxito la operación, que mamá conservó intacto su peinado y que estuvimos riendo a más no poder todo el camino hasta Tournefeuille. Así era reírse con mi madre.
Las frase favorita de Carmina cuando teníamos una comida familiar en ciernes era «como nos vamos a reir»; y después de ella nunca faltaba el «como nos hemos reído». ¡Ay, la risa de Carmina!
¡Bello recuerdo¡ El mío es mas prosaico aunque hecho con gran cariño hacia una "gran" mujer. Carmina leyendo su ejercicio de redacción en la reunión de U.N.A.T.E. versaba sobre el mundo Talibán y es una pena no tener documento fotográfico, para podernos recrear con ELLA. Descansa en paz Carmina¡
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