sábado, 3 de febrero de 2018

LA RISA DE CARMINA

          Siempre que pienso en mi madre la recuerdo tronchándose de risa. Carmina, mi madre,  murió enferma de Alzheimer, esa espantosa enfermedad que te lo va robando todo poco a poco, y me entristecería mucho recordar su imagen de los últimos tiempos. Pero por suerte no me ocurre: la recuerdo tronchada de risa. Por eso le doy gracias al recuerdo; pero también le doy gracias al tiempo. Los años transcurridos desde su muerte me permiten hablar  de su presencia, que es lo bueno,  y centrarme menos en el dolor de la ausencia.

La risa de Carmina era un fenómeno natural en si misma. Ella no se limitaba a soltar una carcajada y hala, se acabo; en la risa, como en todo, tenía su propio estilo. La cosa empezaba doblándose en la butaca como si se le acabase de declarar una peritonitis; continuaba con un movimiento ascendente, acompañando de un ruido difícil de definir, y culminaba con ella recostada en el respaldo del asiento estallando, entonces si, en una carcajada clara y potente. Este subir y bajar se repetía varias veces, porque a mi madre le provocaba la risa hasta el mismo hecho de reírse. Y cuando ya parecía que se le había pasado, un par de enérgicos golpes en el brazo de la butaca con la mano abierta eran señal inequívoca de que no, de que aún había risa para rato. No he conocido nunca una risa tan contagiosa. Daba igual si lo que la había provocado  te hacía gracia o no, porque al final la energía de esa risa te arrastraba y acababas, tú también, desternillado a más no poder.


La risa de Carmina era incontrolable, irreprimible, tenía vida propia. Más que reírse se podría decir que le poseía el genio mismo de la risa. Era, digámoslo claramente, de esa personas que cuando ven a alguien caer, primero se ríen y después prestan auxilio (entre hipidos). Hay una anécdota que recuerda siempre una de mis hermanas cuando sale a colación el tema. En casa de mis padres había un pequeño office («el pasillo de atrás») que comunicaba el comedor con la cocina. Erase una vez que desfilaban por allí mi madre y mi hermana. Mi hermana abría la mini-procesión, cargada con una enorme fuente repleta de filetes; detrás, mi madre. Mi hermana tuvo la mala suerte de resbalar, darse un porrazo morrocotudo y verse en el suelo, muy dolorida y rodeada de filetes por todas partes. ¿Y Carmina? Carmina agachada en la cocina, aguantando su cintura con los dos brazos y a punto de congestionarse de la risa. No es que no le importase saber si mi hermana se había hecho daño; no es que no le importase que el segundo plato de la comida se hubiese ido al garete. Es que estaba siempre abierta de par en par al genio de la risa.


Como todas las personas inteligentes, Carmina sabía reírse de si misma. Nunca se me olvidara una tarde en Toulouse, a la salida de un centro comercial. A Carmina le gustaba ir siempre arreglada, bien vestida y peinada, y no soportaba que la lluvia tuviese la impertinencia de rozar ni de lejos su cabeza recién salida de la peluquería. Bueno, pues al salir del centro comercial llovía. La cosa empezó a ponerse cómica cuando mi madre, muy previsora, abrió su paraguas diez o doce metros antes de llegar a la puerta de salida. Como la lluvia estaba empezando a ser torrencial, propuso mi hermana Verónica que mamá esperase a resguardo, mientras nosotros llevábamos al coche las compras y pasábamos  después a recogerla. Carmina aceptó el plan y allí se quedó, pero lo hizo en el mismísimo umbral. No dentro, por si no nos  veía llegar; no fuera, porque llovía mucho: en el mismísimo umbral. Las puertas acristaladas, que nada sabían de madres ni peluquerías, intentaban cerrarse, chocaban contra el paraguas de mi madre y se volvían a abrir una y otra vez. Carmina, impertérrita y completamente ajena a la batalla entre las puertas y su paraguas, allí se quedó esperando tan pimpante, mientras  Verónica y yo, empapados y muertos de la risa, nos fuimos a buscar el coche. Pero lo mejor llegó más tarde.


Tenía mi hermana entonces una de esas furgonetas mononovolúmen, de las que tienen un escaloncito para subir al asiento. Quiso la fatalidad que ese día Carmina vistiese falda de tubo. Subir a una de esas furgonetas siempre resulta algo costoso para una señora de edad, máxime cuando viste falda de tubo, pero si encima se niega en redondo a soltar el paraguas «que se me moja el pelo», la cosa reviste carácter épico. Tras varios infructuosos intentos , la situación se volvió  tan desesperada que Vero y yo no vimos más opción que aupar a mamá hasta el asiento, empujando por donde la espalda pierde su nombre. En ese preciso  momento  Carmina, informada ya por nosotros del apachurramiento de paraguas y consciente de lo cómico de la situación,  se dejó poseer por el genio de la risa. Con un pie en el coche y otro en el suelo, con el paraguas siempre en posición,  estalló en una catarata carcajadas y convulsiones, dificultando con ello enormemente nuestra maniobra. Ya no recuerdo el tiempo que nos pasamos allí, a risa pura. Sé que al final conseguimos culminar con éxito la operación, que mamá conservó intacto su peinado y que estuvimos riendo a más no poder todo el camino hasta Tournefeuille. Así era reírse con mi madre.

Las frase favorita de Carmina cuando teníamos una comida familiar en ciernes era «como nos vamos a reir»; y después de ella nunca faltaba el «como nos hemos reído». ¡Ay, la risa de Carmina!

jueves, 1 de febrero de 2018

RENEDO Y SUS MISTERIOS

          El tópico nos dice que los pueblos son más aburridos que las ciudades, pero nada más alejado de la realidad. A poco atento que uno esté a las cosas que suceden a su alrededor, el pueblo es una fuente inagotable de anécdotas, sucesos y estímulos intelectuales. Miss Marple, la anciana protagonista de muchas de las novelas de Agatha Christie, era ardiente defensora de este punto de vista. De miss Marple no puede decirse que resulte precisamente simpática. Irreductible defensora de la moralidad y los modos de vida victorianos, reunía en su enteca figura todos los prejuicios  que heredó el Reino Unido de Don Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, idolatrado esposo de la reina Victoria: clasismo estricto, racismo rampante, positivismo burgués, represión sexual a rajatabla y pragmatismo a machamartillo. Jane Marple es, además, cotilla, mal pensada y metomentodo. Eso por no hablar del clarísimo gafe que arrastra con ella, que en cuanto aparece en cualquier sitio palma una persona o varias. En fin, como he dicho, no es simpática. No obstante hay que reconocerle una gran inteligencia y un enorme poder de observación. El sistema de miss Marple para resolver los enrevesados casos de asesinato que surgen como setas a su alrededor, es comparar la situación asesinatoria con algún pequeño suceso que hubiese ocurrido en su pequeño y encantador pueblecito inglés, St. Mary Mead. Sostiene, y es verdad en mi opinión, que la naturaleza humana es la misma en todos los sitios, pequeños o grandes. Haciéndome un poco el pedante, diría que su teoría no es ni mas ni menos un trasunto del antiguo principio hermético reflejado en la Tabla de Esmeralda: «Lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo». Macrocosmos y microcosmos en versión de andar por casa.


El microcosmos de Renedo, sin ir más lejos, nos ofrece diariamente un misterio o dos de esos que te hacen reflexionar sesudamente y que estimulan hasta la histeria las «pequeñas células grises», esas mismas que tan grandes éxitos le proporcionan a Hércules Poirot. Es famoso el caso del convecino que visitó el Acueducto de Segovia «pero solo por fuera», que años después de sucedido todavía nos da serios quebraderos de cabeza. Pero no hay por qué alejarse tanto en el tiempo, porque el flujo de misterios, como he dicho, es constante en Renedo. A modo de ejemplo, tres casos.

EL MISTERIOSO ASUNTO DE LAS COSTILLAS TREPADORAS

La semana pasada, a la salida de la biblioteca, me dejé llevar por mis instintos etílicos y paré a tomar unas cervezas en mi club social, el Madigans. Encaramado en mi banqueta, disfrutando alegremente de la fermentación de la cebada, empecé a observar, al principio con cierta indiferencia pero con creciente interés, como un conocido que tenía al lado empezó a contorsionarse  de la manera más extraordinaria. Empezó por elevar con gran energía el hombro derecho, así como si quisiese imitar a Quasimodo; poco después le dio por levantar el brazo por encima de la cabeza, al estilo retorcido de las bailarinas balinesas. A continuación se lanzó a ejecutar los dos movimientos simultáneamente, poniendo en ello grandes cantidades de contundencia y reciedumbre. Tan concienzudamente se dedicaba a sus retorcimientos que consiguió que mi interés, leve al principio como he dicho, ascendiese de  grado hasta la loca curiosidad .

           Pensé que quizás se tratase de una danza sagrada, de esas que hay que bailar a horas fijas y te pille donde te pille. En ese caso  me parecía políticamente correcto hacerme el indiferente, como cuando viajas en avión y de repente un señor pone un alfombra en medio del pasillo y se pone a hacer abdominales al revés, y tienes que esperar para ir al baño por mucho que tengas la vejiga a punto de reventar. Pero cabía también la posibilidad de que al pobre hombre le estuviese dando un patatús de cualquier tipo, de algún tipo muy original añadiría yo, lo que me imponía el deber de  prestarle asistencia , no tanto porque fuese conocido, sino sobre todo  por miedo a incurrir en el delito de omisión del deber de socorro, con el riesgo de verme castigado con una pena de tres a doce meses y, lo que sería mucho peor, una sustanciosa multa. Una especie de kung-fu yoga también se me pasó por la imaginación, pero difícilmente  pueden quedar los chakras bien colocados con esos estremecimientos tan espasmódicos.

          Lo intrigante del caso era que la cara del contorsionista no mostraba los signos de sufrimiento propios de un ataque, ni mucho menos la expresión de arrobo místico que se le supone al fiel en sus oraciones;  además, entre contorsión y contorsión, trasegaba cerveza con gran placer aparente, lo que siempre es un síntoma tranquilizador. Pero llego un momento en el que, incapaz yo de seguir hirviendo por más tiempo en aquel caldero de intriga desatada, me armé del valor necesario para lanzarle un  «que haces», que si bien no puede considerarse muy ingenioso, me pareció lo suficientemente casual y poco comprometedor. Como ocurría con los dictámenes de la Pitia de Delfos, en la respuesta iba implicito el misterio: «es que se me suben las costillas», me dijo. Para mayor abundamiento, cuando yo estaba consiguiendo  recomponer a duras penas mi cara de estupefacción, añadió sin misericordia: «me pasa desde pequeño».

Yo tengo edad y experiencia suficientes para afrontar con naturalidad el hecho de que en el cuerpo masculino hay cosas que se suben y se bajan, pero confieso que es el primer caso de subida costillar con el que me he topado en la vida. ¿No es esto un misterio de los de verdad? Uno diría que las costillas ya están suficientemente arriba como para que se vean en la necesidad de subir más. ¿Y como se suben? ¿Para qué? ¿Como es posible que no nos haya informado de un asunto tan curioso la National Geographic? ¿Por qué el contorsionista hablaba de esos extravagantes subimientos costillares con tanta tranquilidad? ¿Lo sabe Iker Jimenez? El caso es que llevo casi una semana padeciendo horribles pesadillas, en las que mis costillas toman consciencia de sí mismas y se ponen a subir, a bajar o a ponerse de lado sin control alguno. Misterios.



EL ENIGMA DE LA RECETA EXTRAVAGANTE

Hace dos días me encontré en la farmacia una disuasoria aglomeración de gente. El motivo era que uno de los mancebos, que estaba atendiendo a un señor de avanzada edad, dedicaba su tiempo a mirar y remirar su ordenador con la misma concentración con la que Fleming miraba aquellos hongos que resultaron ser penicilina. Tengo que decir que las personas que atienden en la farmacia , por regla general,  son amables rápidas y eficientes, lo que hacía muy llamativa esa aparente negligencia en materia rapidez. La cuestión es que el mancebo miraba y remiraba el ordenador, con breves pausas en las que miraba y remiraba la receta que sostenía en la mano. Tanto tiempo estaba dedicando a su propósito, que todos los que hacíamos cola empezamos asaetear  al señor de avanzada edad con esas miradas biliosas que reservamos para las ancianas que buscan y rebuscan los dos céntimo en la caja del supermercado.


           El misterio llegó cuando el mancebo, dándose por vencido y mirando al señor de avanzada edad con una expresión que mezclaba la irritación y el desaliento, soltó la bomba: «Lo siento, pero con sabor a coca-cola no lo tenemos». ¿Con sabor a coca-cola? En un primer momento pensé que necesariamente  habría escuchado mal (Es de sobra conocido el hecho de que los farmacéuticos tienen la molestísima manía de bautizar  las medicinas con unos nombre que parecen fáciles, pero que son imposibles de memorizar y llevan a confusión), pero no. El mancebo, con voz alta y clara, repitió «de sabor a coca-cola, no tenemos». Se me pasó por la cabeza que tal vez mis compañeros de cola y yo hubiésemos sido víctimas ignorantes de un experimento. Una de esa maquinaciones conspiratorias de las que tanto hablan los defensores de la «teoría de los antiguos astronautas» que, día si y día no, podemos ver en el «Canal Historia». Quizás un experimento de hipnosis colectiva maquinado malevolamente por la NASA o el FBI, mediante el cual todos los de Renedo que tuviésemos pensado ir a la farmacia, hubiésemos ido a parar al kiosko de chucherías. Me di un par de golpes en la cabeza, me pellizqué y miré a mi alrededor: estaba en la farmacia, no cabía duda, y allí se había presentado un señor de avanzada edad, portando una receta en la que le prescribían algo «con sabor a coca-cola».

Un doble misterio se abría ante mis mismísimas narices. ¿Qué medicamento se fabrica con sabor a coca-cola? Todos nos hemos visto obligados a tomar alguna vez uno de esos asquerosos bebedizos de farmacia con «sabor» a naranja, pero ignoraba absolutamente   que se hubiese avanzado tantísimo en materia de sabores medicinales. Y el segundo misterio ¿por qué se le había recetado a un señor de edad provecta? Puestos a elegir sabores, estoy seguro que por su edad preferiría sabor a zarzaparrilla o, como mucho, sabor a Mirinda. Pero ¿sabor  a coca-cola? Item más ¿No es de una frivolidad muy alarmante que los laboratiorios dediquen sus esfuerzos a conseguir un «sabor coca-cola»? El médico que expendió la receta ¿Sería en realidad un representane de refrescos camuflado? ¿Me atreveré a pedir mi siguiente remesa de pastillas para la tension «con sabor a gin-tonic»? A la vista del tono de franco escepticismo del mancebo ¿Existe verdaderamente un medicamento con sabor a coca-cola? Lo único que salió en conclusion de este misterio es que el señor de avanzada edad resumió admirabente el caso con su "o sea, que la receta está mal", tuvo que llevarse algo "con sabor naranja" , pagarlo integramente de su bolsillo, y   marcharse de la farnacia sin haber entendido en absoluto la razón de ese dispendio. Misterios


EL CASO DEL AUTODEFINIDO COMPLACIENTE

Ayer estaba yo sentadito al sol en una terraza, tomando un Martini terapéutico y fumando. Acostumbro a compensar así  a mi cuerpo de los excesos saludables y oxigenantes del paseo matinal por La Vega. Sentados a mi lado se hallaban un chico y una chica. La chica haciendo un autodefinido, el chico mirando, así como de cuerpo presente. Como es habitual en esos casos, la chica leía en voz alta las definiciones sobre las que tenía dudas en la esperanza, supongo, de que el chico que miraba le echase una mano. Con escaso éxito, a decir verdad.


           Yo, que estaba solo y no tenía nada mejor que escuchar, le puse un poco de atención al tema. Lo primero que escuche con claridad fue un «cubrir de oro», autocontestado sin titubeos con un impactante «orear», que a punto estuvo de llevar  mis meninges al estado de catalepsia. Al oreo aureo le siguió, sin solución de continuidad, un «obstáculo», autoreplicado esta vez con un  «obite» desenfadado y pizpireto que, tengo que reconocerlo, me desarmó por completo. Lo maravilloso del caso llegó  dos o tres minutos después. Como tengo la mala costumbre  de meterme en donde no me llaman, sentía en mi lengua los carbones ardientes de un «dorar» y un «óbice» empecinados en salir al aire, al oro o adonde fuese. Pero me los tuve que tragar a golpe de Martini, empujados garganta abajo por el «bueno, pues terminado» que pronunció la chica entre sonrisas. ¿Terminado? ¿Con su orear y su obite? ¿Que clase de autodefinido es ese que se puede terminar aunque no aciertes? ¿Ha inventado el mercado, esa máquina de despropositos, un autodefinido que se puede terminar como se quiera? ¿Estamos hablando de autodefinidos adaptables? ¿Mintió la chica? Más misterios.

Y el misterio más misterioso de todos: ¿Para qué coños sirve esa obra de la estación de RENFE que hace tantísimo ruido?