Esta mañana se me ha venido a la cabeza una persona, una de las cientos que se conocen viajando, a la que tenía olvidada en algún trastero polvoriento del cerebro y que ha sido, con gran diferencia el mayor pelmazo que he tenido que sufrir en toda en mi vida. Hablo del profesor Hugo Byron (sic). Conocí al profesor en el transcurso de un viaje, que terminó siendo una pesadilla, en aquel vetusto y destartalado expreso Santander-Málaga que estuvo en servicio hace ya muchos años, también llamado, con un optimismo completamente fuera de lugar, Expreso Estrella Cantábrico. Como el tren era nocturno y tardaba unas doce horas desde Santander a Málaga, yo solía viajar repanchingado en coche-cama, pero en aquella ocasión tuve que hacerlo en segunda clase, afectado seguramente por alguna de mis numerosas y cíclicas crisis financieras.
La segunda clase de los expresos de entonces no era como la de ahora. Consistía en unos cubículos bastante tétricos, con capacidad teórica para ocho viajeros y sus respectivos equipajes, que cuando se llenaban eran un infierno de apretujamientos, incomodidad y olor corporal y en los que, en el mismo momento en el que arrancaba el tren, se orquestaba una sinfonía de bocadillos de tortilla de patatas, botellas de agua y de otros diversos líquidos y, en resumen, un desparrame general de lo que podríamos llamar “viandas de viaje”. Pero yo tuve la suerte, eso creí en mi ignorancia, de encontrar un departamento en el que solo se había instalado un viajero. Se trataba de un hombre menudo, de una edad algo indefinida pero sin duda entre los sesenta y los setenta años, con ese atildamiento excesivo que quiere imitar la elegancia y un cabello, escaso y pegado al cráneo con gomina, de un sospechoso color negro ala de cuervo. Practicaba una cortesía bastante exagerada, algo así como una mêlée entre lo británico y lo versallesco, que resultaba un poco cursi; pero desprendía un aire de persona educada y correcta, lo que resultaba muy tranquilizador teniendo en cuenta que nos esperaba un viaje de doce horas, ni más ni menos. Ay, error de los errores.
Se me presentó a golpe de tarjeta de visita, un poco ajada, en la que rezaba su nombre, profesor Hugo Byron, y la dirección de un hotel en Montevideo. Tuvo también la gentileza de informarme de que era uruguayo, cosa que yo sospechaba fuertemente por su acento y su dirección en Montevideo, y aclararme que Hugo Byron era en realidad un seudónimo, asunto sobre el que yo no abrigaba la más mínima duda. A partir de ese momento empezó a hablar sin parar. De su vida, de su profesión, de la historia de España y de la de Uruguay, de la pesca del salmón en Yemen… Aquello no era un hombre, aquello era la auténtica y genuina máquina parlante, una catarata de palabras. Yo llevé mi sentido de la cortesía hasta el infinito y más allá, en el supuesto, claramente equivocado, de que en algún momento aquel anciano caería rendido por el sueño o por alguna otra cosa y se callase. Vana ilusión. Hugo Byron seguía hablando y hablando, olímpicamente ignorante del hecho evidente de ni yo, ni dos o tres personas que se instalaron con nosotros poco después, le hacíamos el menor caso. Apagamos las luces e intentamos dormir, pero aquella verborrea incontenible, aquella letanía inmisericorde, se infiltraba hasta nuestros nervios hasta dejarlos en carne viva, impidiéndonos conciliar el sueño. Intenté cambiar de departamento, pero a esas alturas todo estaba lleno de gente. Como mi coche estaba justo al lado del coche-restaurante, allí me refugiaba yo de la insólita y extremada facundia del profesor Byron, con el resultado de llegar a Málaga agotado, muerto de sueño y medio borracho por añadidura.
Pensar en el profesor Byron me hizo recordar al Sr. Albalá, otro gran pelmazo de la historia de mi vida. El Sr. Albalá era mi profesor de Trabajos Manuales. Eso de los “trabajos manuales” puede dar lugar a equívocos, por lo que aclaro que no se trataba de un eufemismo de “educación sexual”, ni se dedicaban las clases a enseñarnos técnicas novedosas para guiarnos en nuestros tocamientos torpes. Muy al contrario consistía en hacernos usar las manos en aplicaciones mucho menos satisfactorias, como usar la plastilina, trabajar la madera y cosas así. Aquel cúmulo de conocimientos inútiles se sustanciaba en la construcción de una casa de palillos como “trabajo de fin de curso”. Las casas de palillos se me daban espantosamente mal: las paredes me salían torcidas, las ventanas poliédricas y con mucha frecuencia colapsaban cuando estaban casi terminadas. Mis casas hubiesen hecho muy buen papel en un relato de Lovecraft o en una película de Tim Burton, pero no respondían a los cánones que el Sr. Albalá consideraba aceptables, seguramente debido a su estrechez de miras y a su falta de formación intelectual, lo que viene a ser lo mismo. Para empeorar las cosas yo me sentaba junto al genio de los trabajos manuales de la clase, un chico relamido y eficiente, cuya magnífica reproducción de una casona montañesa se elevaba día a día inmutable y perfecta, poniendo más en evidencia el lastimoso amasijo de trozos de palillo y pegamento Imedio que era la mía. Mientras tanto el Sr. Albalá paseaba por el aula repitiendo una y otra sus dos invariables frases: “cada oveja con su pareja, cada mochuelo a su olivo” y la estimulante “sin prisa, pero sin pausa”, que parecían resumir toda su filosofía de vida. Aquellas horas y horas sudando la gota gorda rodeado de palillos y escuchando una y otra vez los mantras del Sr. Albalá, las cuento entre las más aburridas que he vivido.
Total, que los mantras del Sr. Albalá me recordaron el de mi psicóloga, que es el clásico “step by step”. Y resulta que el último de los step que hemos dado ha sido mi compromiso de publicar algo en el blog todas las semanas, y yo estaba sin escribir nada. Estando a domingo “Yo pensé que no hallara consonante”, pero, “burla burlando” os he soltado el rollo este de los pelmazos y he terminado mis deberes. A ver si la semana que viene me esmero un poco más.
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