Mucho lamento tener que comunicaros que, salvo milagro, cataclismo o cosa similar, voy de cabeza hacia ese pozo de iniquidad, ese loco y obsesivo frenesí que el mundo moderno llama “vida saludable”. Todo comenzó aproximadamente hace un mes, cuando acudí a la consulta de una terapeuta por mor de poner un poco de orden en mis nervios, que llevan una temporada algo destarabincunticulados. “Destarabincunticulados” no es un complicado neologismo de mi invención, sino una de aquellas palabras imposibles que se utilizaban en mi niñez para jugar a los trabalenguas. Se empezaba por lo más básico:” El perro de San Roque no tiene rabo, porque Ramón Ramírez se lo ha cortado”, que era, por así decirlo, un trabalenguas de parvulitos. Se ascendía en la escala pasando por los “Tres tristes tigres buscaban trigo en un triste trigal”, que ya era de nivel un poco más avanzado. “El arzobispo de Constantinopla está sin desarzobispoconstantinopolizar” ya era para nota. Pero el trabalenguas “cum laude” era, sin duda alguna “Por el río bajan tres tablas tarabincunticuladas, el destarabincunticulador que las destarabincunticulare, buen destarabincuntilador será”.
A mí, la verdad sea dicha, nunca me han interesado las vidas de Santos, y mucho menos la de sus perros, tengan rabo o no lo tengan. A los tres tigres les comprendo perfectísimamente porque, con lo carnívoros y lo imponentes que son, tiene que resultarles de una tristeza insoportable, y humillante por añadidura, verse reducidos al lamentable estado de tener que buscar trigo en un trigal que, al parecer, ya era triste de por sí. También me pongo en el lugar de los arzobispos de Constantinopla. Ellos que van siempre hechos un primor, con esa especie de chistera con velo, tan adornados de medallones refulgentes de oro y de diamantes, que da gusto verles paseando Constantinopla para arriba y Constantinopla para abajo. Ni que decir tiene que tiene que darles una rabia horrorosa que llegue cualquier mindundi y les desarzobispoconstatinopolice, así sin más ni más, por la tontería de recitar un trabalenguas.
Pero a las tablas tarabincunticuladas siempre les he visto más misterio. Yo no tengo ni la más remota idea de cómo se tarabincunticuliza una tabla, ni para qué, pero me las imagino a las tres bajando tranquilamente por el río, recién tarabincunticuladas. Y me imagino también al pérfido destarabincunticulizador acechando en la ribera con la siniestra intención de deshacer ese bonito espectáculo de las tres tablas bajando. Por eso me parece que destarabincunticulado es algo así como falto de armonía, caótico en una palabra.
El caso es que ando con los nervios algo destarabincunticulados. Mi terapeuta, que por lo demás es muy competente y muy maja, está lamentablemente poseída por ese virus infernal del ejercicio y los paseos. Antes te quitaban de fumar hasta cuando llegabas al médico con un tobillo roto; ahora te mandan pasear. ¿Qué te duele la garganta? A pasear ¿Qué estás de los nervios? A pasear ¿Qué te has roto la crisma? A pasear. Así que, pues nada, que me han mandado pasear; y como soy muy disciplinado y muy bien mandado he salido de casa dispuesto a dar mí paseo terapéutico.
El “casco histórico” de Renedo, con su enloquecido desparrame de hormigón y asfalto, no invita precisamente a pasear, y tiene el peligro añadido de que en todas las terrazas te encuentras con alguien conocido, lo que resulta una tentación demasiado grande para un paseador novato. Pero tenemos la opción de La Vega, que es pura naturaleza apartada del mundo y sus tentaciones.
Desde mi casa, la forma más cómoda de acceder a La Vega es por la carreta del cementerio, cuya entrada principal está precisamente al inicio del camino. La conmovedora inscripción que adorna su frontispicio (“Aquí termina para los justos la vida de los disgustos”) le levanta a uno mucho el ánimo y le da fuerzas (espirituales) para seguir adelante. Al poco de iniciar el pequeño descenso que lleva al valle, me pareció escuchar a mis espaldas un ligero rumor, que se transformó en ruido y terminó en un estrépito tan escandaloso que pensé que en la División Acorazada Brunete se habían enterado de lo de mi paseo y me estaban dando escolta. Pero no, el estruendo procedía de una enorme pala excavadora que se dedicaba aparentemente a transportar pacas de hierba de un lado a otro. La razón por la que un vehículo tan descaradamente industrial estuviese dedicado a las humildes tareas del campo, es una extravagancia que no sabría explicar. Solo sé que marchaba a una velocidad tan rara que ni me adelantaba ni conseguía dejarla atrás, por lo que tuve que pasar mis buenos cinco minutos soportando ese martilleo infernal en los oídos.
Pasado ese amargo trago seguí caminando rodeado de huertas y campos. Y de vacas. Vacas que a mi paso se pusieron a mugir de un modo muy amenazador. Nunca me he fiado de las vacas, que estoy seguro que pican, y no me hace ninguna gracia que se dirijan a mí a mugido limpio, como a punto de embestir. Para más INRI, que diría mi madre, poco más tarde pasé junto a un cercado lleno de ovejas, creo que eran ovejas, y todas ellas, una detrás de otra, me dedicaron una mirada y un balido. No pasa nada si a uno le bala una oveja, pero que lo hiciesen cinco o seis, y en perfecto orden, provocó en mi la sensación poco alentadora de que me estaban reconociendo como a uno de los suyos. Más adelante otro ruido, provocado en esta ocasión por dos tractores, de esos que tienen unas ruedas enormes, que parece imposible que puedan pasar por el sendero sin dejarnos hechos papilla en la cuneta. Con semejante cortejo llegué a una bifurcación por la que por suerte se desviaron los tractores, dejándome solo frente a una pequeña nave, vigilada por un raquítico perro ratonero que nada mas verme se pudo a ladrar hasta desgañitarse.Los perros tampoco me gustan mucho, pero esa no es razón para que aquel escuchimizado animalucho se pusiese a ladrar con una antipatía tan rabiosa y tan descarada.
A esas alturas del relajante paseo mis nervios estaban a medio camino entre el colapso catatónico y el desparrame histérico. Solo a fuerza de lanzar horrendas maldiciones contra mi terapeuta, contra los defensores del deporte y contra toda la universal existencia en general, conseguí ir tranquilizándome poco a poco. Por añadidura me encontraba ya en pleno campo, sin vacas, sin máquinas, sin ruido… sin nada. Si los prados circundantes hubiesen estado cubiertos de florecillas silvestres, aquello hubiese sido una bucólica perfecta. Lamentablemente, aparte de algunos huertos de coles y repollos, lo único de lo que estaba salpicado el campo era de esos antiestéticos plásticos negros que se utilizan ahora para guardar las pacas de hierba. Pero por lo menos se podía pasear tranquilamente, aspirando el aire puro del campo. Aspiración que poco a poco fue empapando mi sensible pituitaria del inconfundible y repelente olor a silo. Resulta que las vacas, en su maldad, estaban comiendo esa repugnante hierba fermentada de una de las pacas de plástico, que estaba despachurrada y a su entera disposición. Las muy asquerosas comían aquella fetida bazofia con una deleitación que cualquiera diría que era caviar beluga, esparciendo al mismo tiempo el odioso aroma a los cuatro vientos.
Acelerando el paso todo lo que pude, y reanudando mi sarta de maldiciones, llegué por fin a la carretera y al bendito asfalto, con sus civilizados efluvios de motor de coche. Pero todavía me esperaba lo peor, que es subir esa insensata rampa que los lugareños llamamos “cuesta de Caparrini”, y que mentira me parece que no esté incluida en el catálogo de los montes más inaccesibles, así como entre el Aconcagua y el Kanchenjunga. El único aliciente es que, poco a poco, van apareciendo muros de hormigón, edificios de viviendas y algún otro indicativo de que la Avenida Luis de la Concha, con sus benditas terrazas, está casi al alcance de la mano.
Y mañana más.