domingo, 22 de enero de 2017

VERSALLES


          Cómo es de sobra sabido, la sociedad francesa del Antiguo Régimen estaba dividida en tres estamentos o “Estados”. El Primer Estado, la nobleza, y el Segundo, el clero, vivían divinamente a costa del Tercero, formado por burgueses, campesinos y, en definitiva, la mayoría del pueblo francés. Las diferencias entre el Primer Estado y el Tercero eran abismales. Visto desde el siglo XXI resulta increíble que todos aquellos príncipes y duques, aquello obispos y cardenales fuesen tan egoístas e insensibles como para vivir con tantísimo lujo rodeados de tanta injusticia. Piensas que aquella Revolución que se les llevó por delante fue necesaria y justa. Casi, casi, justificas a la voraz guillotina que dejó a tantísimos de ellos sin cabeza. Por desgracia aquella revolución, que pudo ser el inicio de un mundo mejor, no acabó con nada; simplemente lo cambió de sitio. Llegó Napoleón y mandó apagar. Indudablemente aquello fue un gran logro, pero sus beneficios solo afectaron a unos pocos.



          La Europa moderna que surgió de las guerras napoleónicas, con las grandes democracias Francia e Inglaterra a la cabeza, se dedicó a colonizar y explotar al resto del mundo en beneficio propio, creando una nueva sociedad estamental en la que los “Estados” han pasado a llamarse “Mundos”, a los que se pertenece, como en el Antiguo Régimen, por derecho de nacimiento. Si naces en el Primer Mundo te salvas, si naces en el Tercero, te jodes. Cómo decía Lampedusa, cambiarlo todo para que nada cambie. El sistema es igual, solo que a nivel mundial. Unos pocos países viviendo bien mientras en el resto campan por sus respetos la enfermedad, el hambre, la guerra y la pobreza. Y estamos tan ciegos ante esta injusticia como lo estaban aquellos duques y cardenales. Y comprendes que ellos, como nosotros, se creían con derecho a derrochar mientras otros se morían de miseria. Vivimos en Versalles y puede que nos lleven en carretas a la guillotina. Sabemos que los sans-coulottes se llevaron por delante a justos y pecadores, que hicieron pocas diferencias, o ninguna, entre los nobles absolutistas y los liberales porque, al fin y al cabo, todos vivían en Versalles. Algo parecido nos puede ocurrir, porque para quienes están detrás de la valla muertos de hambre y de frío, todos nosotros, los de dentro, vivimos en Versalles al fin y al cabo.


          Primer Estado, Segundo Estado, Tercer Estado; Primer Mundo, Segundo Mundo y Tercer Mundo. No hemos acabado con la injusticia sino que la hemos globalizado. Que tarde o temprano caerán las vallas no creo que lo dude nadie. Caerán a la fuerza, porque no las abriremos. ¿Habrá después más justicia? Eso lo dudo.


domingo, 15 de enero de 2017

STEP BY STEP

          Esta mañana se me ha venido a la cabeza una persona, una de las cientos que se conocen viajando, a la que tenía olvidada en algún trastero polvoriento del cerebro y que ha sido, con gran diferencia el mayor pelmazo que he tenido que sufrir en toda en mi vida. Hablo del profesor Hugo Byron (sic). Conocí al profesor en el transcurso de un viaje, que terminó siendo una pesadilla, en aquel vetusto y destartalado expreso Santander-Málaga que estuvo en servicio hace ya muchos años, también llamado, con un optimismo completamente fuera de lugar, Expreso Estrella Cantábrico. Como el tren era nocturno y tardaba unas doce horas desde Santander a Málaga, yo solía viajar repanchingado en coche-cama, pero en aquella ocasión tuve que hacerlo en segunda clase, afectado seguramente por alguna de mis numerosas y cíclicas crisis financieras.


          La segunda clase de los expresos de entonces no era como la de ahora. Consistía en unos cubículos bastante tétricos, con capacidad teórica para ocho viajeros y sus respectivos equipajes, que cuando se llenaban eran un infierno de apretujamientos, incomodidad y olor corporal y en los que, en el mismo momento en el que arrancaba el tren, se orquestaba una sinfonía de bocadillos de tortilla de patatas, botellas de agua y de otros diversos líquidos y, en resumen, un desparrame general de lo que podríamos llamar “viandas de viaje”. Pero yo tuve la suerte, eso creí en mi ignorancia, de encontrar un departamento en el que solo se había instalado un viajero. Se trataba de un hombre menudo, de una edad algo indefinida pero sin duda entre los sesenta y los setenta años, con ese atildamiento excesivo que quiere imitar la elegancia y un cabello, escaso y pegado al cráneo con gomina, de un sospechoso color negro ala de cuervo. Practicaba una cortesía bastante exagerada, algo así como una mêlée entre lo británico y lo versallesco, que resultaba un poco cursi; pero desprendía un aire de persona educada y correcta, lo que resultaba muy tranquilizador teniendo en cuenta que nos esperaba un viaje de doce horas, ni más ni menos. Ay, error de los errores.


          Se me presentó a golpe de tarjeta de visita, un poco ajada, en la que rezaba su nombre, profesor Hugo Byron, y la dirección de un hotel en Montevideo. Tuvo también la gentileza de informarme de que era uruguayo, cosa que yo sospechaba fuertemente por su acento y su dirección en Montevideo, y aclararme que Hugo Byron era en realidad un seudónimo, asunto sobre el que yo no abrigaba la más mínima duda. A partir de ese momento empezó a hablar sin parar. De su vida, de su profesión, de la historia de España y de la de Uruguay, de la pesca del salmón en Yemen… Aquello no era un hombre, aquello era la auténtica y genuina máquina parlante, una catarata de palabras. Yo llevé mi sentido de la cortesía hasta el infinito y más allá, en el supuesto, claramente equivocado, de que en algún momento aquel anciano caería rendido por el sueño o por alguna otra cosa y se callase. Vana ilusión. Hugo Byron seguía hablando y hablando, olímpicamente ignorante del hecho evidente de ni yo, ni dos o tres personas que se instalaron con nosotros poco después, le hacíamos el menor caso. Apagamos las luces e intentamos dormir, pero aquella verborrea incontenible, aquella letanía inmisericorde, se infiltraba hasta nuestros nervios hasta dejarlos en carne viva, impidiéndonos conciliar el sueño. Intenté cambiar de departamento, pero a esas alturas todo estaba lleno de gente. Como mi coche estaba justo al lado del coche-restaurante, allí me refugiaba yo de la insólita y extremada facundia del profesor Byron, con el resultado de llegar a Málaga agotado, muerto de sueño y medio borracho por añadidura.


          Pensar en el profesor Byron me hizo recordar al Sr. Albalá, otro gran pelmazo de la historia de mi vida. El Sr. Albalá era mi profesor de Trabajos Manuales. Eso de los “trabajos manuales” puede dar lugar a equívocos, por lo que aclaro que no se trataba de un eufemismo de “educación sexual”, ni se dedicaban las clases a enseñarnos técnicas novedosas para guiarnos en nuestros tocamientos torpes. Muy al contrario  consistía en hacernos usar las manos en aplicaciones mucho menos satisfactorias, como usar la plastilina, trabajar la madera y cosas así. Aquel cúmulo de conocimientos inútiles se sustanciaba en la construcción de una casa de palillos como “trabajo de fin de curso”. Las casas de palillos se me daban espantosamente mal: las paredes me salían torcidas, las ventanas poliédricas y con mucha frecuencia colapsaban cuando estaban casi terminadas. Mis casas hubiesen hecho muy buen papel en un relato de Lovecraft o en una película de Tim Burton, pero no respondían a los cánones que el Sr. Albalá consideraba aceptables, seguramente debido a su estrechez de miras y a su falta de formación intelectual, lo que viene a ser lo mismo. Para empeorar las cosas yo me sentaba junto al genio de los trabajos manuales de la clase, un chico relamido y eficiente, cuya magnífica reproducción de una casona montañesa se elevaba día a día inmutable y perfecta, poniendo más en evidencia el lastimoso amasijo de trozos de palillo y pegamento Imedio que era la mía. Mientras tanto el Sr. Albalá paseaba por el aula repitiendo una y otra sus dos invariables frases: “cada oveja con su pareja, cada mochuelo a su olivo” y la estimulante “sin prisa, pero sin pausa”, que parecían resumir toda su filosofía de vida. Aquellas horas y horas sudando la gota gorda rodeado de palillos y escuchando una y otra vez los mantras del Sr. Albalá, las cuento entre las más aburridas que he vivido.


          Total, que los mantras del Sr. Albalá me recordaron el de mi psicóloga, que es el clásico “step by step”. Y resulta que el último de los step que hemos dado ha sido mi compromiso de publicar algo en el blog todas las semanas, y yo estaba sin escribir nada. Estando a domingo “Yo pensé que no hallara consonante”, pero, “burla burlando” os he soltado el rollo este de los pelmazos y he terminado mis deberes. A ver si la semana que viene me esmero un poco más.


domingo, 8 de enero de 2017

UN IDILICO PASEO

      Mucho lamento tener que comunicaros que, salvo milagro, cataclismo o cosa similar, voy de cabeza hacia ese pozo de iniquidad, ese loco y obsesivo frenesí que el mundo moderno llama “vida saludable”. Todo comenzó aproximadamente hace un mes, cuando acudí a la consulta de una terapeuta por mor de poner un poco de orden en mis nervios, que llevan una temporada algo destarabincunticulados. “Destarabincunticulados” no es un complicado neologismo de mi invención, sino una de aquellas palabras imposibles que se utilizaban en mi niñez para jugar a los trabalenguas. Se empezaba por lo más básico:” El perro de San Roque no tiene rabo, porque Ramón Ramírez se lo ha cortado”, que era, por así decirlo, un trabalenguas de parvulitos. Se ascendía en la escala pasando por los “Tres tristes tigres buscaban trigo en un triste trigal”, que ya era de nivel un poco más avanzado. “El arzobispo de Constantinopla está sin desarzobispoconstantinopolizar” ya era para nota. Pero el trabalenguas “cum laude” era, sin duda alguna “Por el río bajan tres tablas tarabincunticuladas, el destarabincunticulador que las destarabincunticulare, buen destarabincuntilador será”.

      A mí, la verdad sea dicha, nunca me han interesado las vidas de Santos, y mucho menos la de sus perros, tengan rabo o no lo tengan. A los tres tigres les comprendo perfectísimamente porque, con lo carnívoros y lo imponentes que son, tiene que resultarles de una tristeza insoportable, y humillante por añadidura, verse reducidos al lamentable estado de tener que buscar trigo en un trigal que, al parecer, ya era triste de por sí. También me pongo en el lugar de los arzobispos de Constantinopla. Ellos que van siempre hechos un primor, con esa especie de chistera con velo, tan adornados de medallones refulgentes de oro y de diamantes, que da gusto verles paseando Constantinopla para arriba y Constantinopla para abajo. Ni que decir tiene que tiene que darles una rabia horrorosa que llegue cualquier mindundi y les desarzobispoconstatinopolice, así sin más ni más, por la tontería de recitar un trabalenguas.


      Pero a las tablas tarabincunticuladas siempre les he visto más misterio. Yo no tengo ni la más remota idea de cómo se tarabincunticuliza una tabla, ni para qué, pero me las imagino a las tres bajando tranquilamente por el río, recién tarabincunticuladas. Y me imagino también al pérfido destarabincunticulizador acechando en la ribera con la siniestra intención de deshacer ese bonito espectáculo de las tres tablas bajando. Por eso me parece que destarabincunticulado es algo así como falto de armonía, caótico en una palabra.


      El caso es que ando con los nervios algo destarabincunticulados. Mi terapeuta, que por lo demás es muy competente y muy maja, está lamentablemente poseída por ese virus infernal del ejercicio y los paseos. Antes te quitaban de fumar hasta cuando llegabas al médico con un tobillo roto; ahora te mandan pasear. ¿Qué te duele la garganta? A pasear ¿Qué estás de los nervios? A pasear ¿Qué te has roto la crisma? A pasear. Así que, pues nada, que me han mandado pasear; y como soy muy disciplinado y muy bien mandado he salido de casa dispuesto a dar mí paseo terapéutico.





      El “casco histórico” de Renedo, con su enloquecido desparrame de hormigón y asfalto, no invita precisamente a pasear, y tiene el peligro añadido de que en todas las terrazas te encuentras con alguien conocido, lo que resulta una tentación demasiado grande para un paseador novato. Pero tenemos la opción de La Vega, que es pura naturaleza apartada del mundo y sus tentaciones.


      Desde mi casa, la forma más cómoda de acceder a La Vega es por la carreta del cementerio, cuya entrada principal está precisamente al inicio del camino. La conmovedora inscripción que adorna su frontispicio (“Aquí termina para los justos la vida de los disgustos”) le levanta a uno mucho el ánimo y le da fuerzas (espirituales) para seguir adelante. Al poco de iniciar el pequeño descenso que lleva al valle, me pareció escuchar a mis espaldas un ligero rumor, que se transformó en ruido y terminó en un estrépito tan escandaloso que pensé que en la División Acorazada Brunete se habían enterado de lo de mi paseo y me estaban dando escolta. Pero no, el estruendo procedía de una enorme pala excavadora que se dedicaba aparentemente a transportar pacas de hierba de un lado a otro. La razón por la que un vehículo tan descaradamente industrial estuviese dedicado a las humildes tareas del campo, es una extravagancia que no sabría explicar. Solo sé que marchaba a una velocidad tan rara que ni me adelantaba ni conseguía dejarla atrás, por lo que tuve que pasar mis buenos cinco minutos soportando ese martilleo infernal en los oídos.



      Pasado ese amargo trago seguí caminando rodeado de huertas y campos. Y de vacas. Vacas que a mi paso se pusieron a mugir de un modo muy amenazador. Nunca me he fiado de las vacas, que estoy seguro que pican, y no me hace ninguna gracia que se dirijan a mí a mugido limpio, como a punto de embestir. Para más INRI, que diría mi madre, poco más tarde pasé junto a un cercado lleno de ovejas, creo que eran ovejas, y todas ellas, una detrás de otra, me dedicaron una mirada y un balido. No pasa nada si a uno le bala una oveja, pero que lo hiciesen cinco o seis, y en perfecto orden, provocó en mi la sensación poco alentadora de que me estaban reconociendo como a uno de los suyos. Más adelante otro ruido, provocado en esta ocasión por dos tractores, de esos que tienen unas ruedas enormes, que parece imposible que puedan pasar por el sendero sin dejarnos hechos papilla en la cuneta. Con semejante cortejo llegué a una bifurcación por la que por suerte se desviaron los tractores, dejándome solo frente a una pequeña nave, vigilada por un raquítico perro ratonero que nada mas verme se pudo a ladrar hasta desgañitarse.Los perros tampoco me gustan mucho, pero esa no es razón para que aquel escuchimizado animalucho se pusiese a ladrar con una antipatía tan rabiosa y tan descarada.



      A esas alturas del relajante paseo mis nervios estaban a medio camino entre el colapso catatónico y el desparrame histérico. Solo a fuerza de lanzar horrendas maldiciones contra mi terapeuta, contra los defensores del deporte y contra toda la universal existencia en general, conseguí ir tranquilizándome poco a poco. Por añadidura me encontraba ya en pleno campo, sin vacas, sin máquinas, sin ruido… sin nada. Si los prados circundantes hubiesen estado cubiertos de florecillas silvestres, aquello hubiese sido una bucólica perfecta. Lamentablemente, aparte de algunos huertos de coles y repollos, lo único de lo que estaba salpicado el campo era de esos antiestéticos plásticos negros que se utilizan ahora para guardar las pacas de hierba. Pero por lo menos se podía pasear tranquilamente, aspirando el aire puro del campo. Aspiración que poco a poco fue empapando mi sensible pituitaria del inconfundible y repelente olor a silo. Resulta que las vacas, en su maldad, estaban comiendo esa repugnante hierba fermentada de una de las pacas de plástico, que estaba despachurrada y a su entera disposición. Las muy asquerosas comían aquella fetida bazofia con una deleitación que cualquiera diría que era caviar beluga, esparciendo al mismo tiempo el odioso aroma a los cuatro vientos.



      Acelerando el paso todo lo que pude, y reanudando mi sarta de maldiciones, llegué por fin a la carretera y al bendito asfalto, con sus civilizados efluvios de motor de coche. Pero todavía me esperaba lo peor, que es subir esa insensata rampa que los lugareños llamamos “cuesta de Caparrini”, y que mentira me parece que no esté incluida en el catálogo de los montes más inaccesibles, así como entre el Aconcagua y el Kanchenjunga. El único aliciente es que, poco a poco, van apareciendo muros de hormigón, edificios de viviendas y algún otro indicativo de que la Avenida Luis de la Concha, con sus benditas terrazas, está casi al alcance de la mano.
      Y mañana más.