El día empezó pronto porque mi gato había decidido que hoy tocaba madrugar. A Chispas, que es un sentimental, le provoca una pena horrorosa ver vacío su bol de comida, y acostumbra a manifestarlo recitando un mantra de maullidos lastimeros al pié de mi cama. Yo, que de sentimental tengo bastante poco y detesto madrugar, respondo a sus lamentaciones lanzándole una babucha, pero nunca acierto. No es que el blanco sea precisamente pequeño, eso debo reconocerlo, pero entre las nebulosas del sueño es difícil acertar a cualquier cosa, sobre todo si el objeto en cuestión, a la vista de la zapatilla, ha salido corriendo hacia el pasillo como alma que lleva el Diablo. El resultado es que Don Gato sale corriendo a trote ligero… para volver diez minutos después. Visto que la simple apelación a mi sentimentalismo no produce el efecto deseado, empieza con su repertorio de guerra psicológica: se tumba a mi lado ronroneando, me lame la nariz con esa legua suya rasposa que si te descuidas te exfolia hasta el mismísimo hueso y se hace, en definitiva, el amigo cariñoso. Yo no admito bien por la mañana las manifestaciones de cariño, ni de cualquier otro tipo, pero el caso es que todas esas astutas maniobras felinas consiguen desvelarme completamente y no me queda más remedio que levantarme, a las siete de la mañana.
Con Chispas pegado a mis talones voy como un autómata hasta la cocina, a rellenar de comida el maldito bol, y mientras él se dedica a ronchar el pienso con un crak-crak rítmico y metódico, yo empiezo el Trabajo de Sísifo de limpiar la terracita de la cocina. Allí está el cajón de arena del gato, cuyos alrededores aparecen a esas horas, después de toda una noche de tapar meadas a patadones, regado de piedrecitas de arena de gato que me veo obligado a barrer y recoger. A continuación friego la terraza y queda todo listo para que se produzca lo que yo llamo la Inspección Técnica. Chispas es muy mirado para sus cosas y el cajón de arena es su cosa más indiscutiblemente su cosa, la que más controlada tiene. Eso de que yo lo esté manipulando sin su consentimiento no le parece nada bien, de modo que en cuanto yo salgo de la terraza entra él, husmea un poco, se mete en el cajón, hace un pis para demostrar que aquello es suyo y culmina la ceremonia de toma de posesión con cuatro patadas bien enérgicas, regando de paso, otra vez, toda la terraza de fragmentos de su arena. Y así un día tras otro. Como Sísifo con la piedra.
Viene después el rito del café y el cigarro. Todavía funcionando en modo piloto automático me hago un café y me lo tomo deambulando por email, facebook y lugares afines, fumando como un poseso para compensar la falta de nicotina que provoca toda una noche durmiendo. Tengo que decir que eso Chispas lo detesta hasta los mismos tuétanos felinos de su corazón. Me puedo pasar horas leyendo, con él tumbado tan ricamente a mi lado sin dar más señales de vida que algún estiramiento-acoplamiento para ponerse más cómodo; estoy viendo la televisión después de cenar y él se repanchinga en el otro extremo del sofá sin dar problemas. Pero en cuanto me siento al ordenador se pone a dar vueltas a mí alrededor maullando y dando la tabarra de las mil maneras posibles. Pasa lo mismo cuando hablo por teléfono. No se me ha ocurrido ponerme a investigar estos extravagantes comportamientos felinos. A los gatos no queda más remedio que aceptarles como son y tratar de bregar con ellos lo mejor posible.
Cuando termino de exprimir Internet todo lo que da de si, llegan los asuntos de la ducha y demás manipulaciones higiénicas. Ese tiempo lo divide el gato entre hacer guardia a la puerta del baño y ensañarse con la primera pieza de calzado que tenga a mano. A Chispas le gusta muy poco estar solo y tiene clara la relación entre ponerme los zapatos y marcharme a la calle. Normalmente se conforma con morder y arañar una bota vieja que tengo reservada para su uso personal, pero también puede ocurrir que cuando entre al dormitorio a vestirme, me encuentre con todos mis zapatos desparramados y a Chispas en medio de ese mar de calzado, mirándome con cara de desafío.
Una vez cumplidos los rituales mañaneros, salgo a la calle y me lanzo a la vorágine de la Avenida Luis de la Concha, centro neurálgico de la vida comercial y social de Renedo. Cuando eres joven el pueblo te agobia, no te gusta, porque en el pueblo todo el mundo te conoce, todo el mundo sabe tu vida y tus milagros y a cualquier sitio que vayas te encuentras con alguien conocido. Pero cuando te vas cargando de años, cuando ya empiezas a necesitar aquel “Sistema ideal de calistenia para los que no son ya muy jóvenes” que tanto le gustaba a la sin par “Reina Lucía”, el pueblo te encanta porque todo el mundo te conoce, todo el mundo sabe tu vida y tus milagros y a cualquier sitio que vayas te encuentras con alguien conocido. Así de extravagantes somos. Si esto supone madurez o decadencia no sabría decirlo.
Lo que sí sé es que da gusto ir andando a pequeños saltos entre saludo y saludo, entre sonrisa y sonrisa. No negaré el lado oscuro de los rencores y las murmuraciones, porque todo paraíso tiene su serpiente, pero ese tipo de cosas suelen quedar desactivadas, o casi, a poco empeño que pongas en no hacerles ni caso.
Me gusta empezar la jornada tomando un café en Madigan’s. Madigans es indudablemente un bar, pero también tiene mucho de salita de estar, gabinete psicológico y club social de los Desterrados Hijos de Eva. Nunca falta conversación, ni risa, ni el “buongiorno, príncipe” con el que me saluda Feli todos los días, que anima mucho. Allí, entre bromas y veras, se procura quitar algo de humedad a este Valle de Lágrimas.
Algunos días compró el periódico, pero no todos. Estar al día de las noticias es un arma de doble filo, porque la inmensa mayoría de las veces te provoca mal humor, sentimiento de frustración y, en el caso de las noticias sobre política española, hastío y desesperación; cosas, todas ellas, que no estoy seguro de que compensen el estar debidamente informado. Por otra parte siempre se encuentra algún buen artículo de opinión y hasta información cultural que hablan de verdadera cultura, aunque esto último no siempre. Hoy me he encontrado en el kiosco de Olga con un antiguo compañero de los tiempos en que estuve trabajando en RAM. Tras saludarme con un “Hola, Sierra” (la mayoría de la gente mayor del pueblo se refiere a mí como “Sierra” o “el pequeño de Sierra”) ha pasado a hacerme un relato muy pormenorizado de su vida, de lo bien que les va a sus hijos, de su huerta y no sé cuantas cosas más. Ha sido un fuego graneado de información tan intenso e impenetrabe que yo apenas he podido intercalar un “ah ¿sí?” de vez en cuando. Lo más curioso del caso es que cuando ha terminado su instructivo monólogo se ha despedido de mí con un “Bueno, me alegro que te vaya tan bien”, que me ha dejado perplejo. O el señor es adivino, y no muy bueno, o mi vida sale publicada en la Hoja Parroquial sin yo saberlo, porque desde luego no tuve oportunidad de decirle ni “esta boca es mía” y mucho menos lo bien o mal que me va la vida.
La prensa suelo leerla en la terraza del Bourbon, ya lo he dicho en más de una ocasión. Me gusta su tranquilidad, el “Buenos días, amigo” de Juan y su superapretón de manos. Ignoro si ocurrirá lo mismo en otros lugares, pero en Renedo, en cuanto te sientas en una terraza, no pasa perro ni gato que no te suelte un “qué bien estás ahí”, “así se vive bien”, “así da gusto” o cualquier otra frase corta del mismo tenor. Tanto te lo dicen que terminas por tener la sensación de estar haciendo algo extraordinario y casi pecaminoso. Lo curioso del caso es que te lo dice gente que podría estar haciendo lo mismo, que de hecho lo hará en un momento u otro del día, pero mientras tanto te dejan con un sentimiento de culpa, como si tú estuvieses sentado en la terraza justo, justito, en el mejor momento. O en el peor, eso no lo tengo claro.
Siguen las compras, que suelen empezar en el Estanco de Raúl. Hoy, como es lunes, me ha recibido con la sonrisa de siempre y su chiste de los lunes (“Ay, que larga se me está haciendo la semana”). Siguen la frutería, la carnicería… en todos los sitios es raro no escuchar una broma, o un chascarrillo, un “venga, que vaya bien el día”. También es raro, por no decir imposible, no encontrarte alguien conocido con quien hilar un poco la hebra. Y mientras vas de un sitio a otro siguen los “buenos días”, los “hasta luego”, los pitidos del claxon de algún amigo que pasa en coche. Supongo que habrá en Renedo gente que se sienta sola, pero me parece difícil. El pueblo es como una casa grande. Puedes estar solo en casa, si quieres, pero tienes la certeza de que en cuanto abras la puerta alguien se alegrará de verte. Claro que varios saludos serán forzados y algunas sonrisas serán hipócritas pero, que queréis, a caballo regalado, no se le mira el diente. Hipócrita o sincera, la cortesía siempre agrada. El único punto negro en esta idílica estampa de la compra es la caja del supermercado. No consigo acostumbrarme a ese ritmo frenético, a esa prisa enloquecida e insensata a la que te obliga el inclemente bip-bip de tu compra pasando por el sensor de la caja, a la fría eficiencia de las cajeras bombardeándote con el paquete de arroz, la lata de tomate y las naranjas. Por lo demás, hacer la compra en el pueblo suele ser una experiencia agradable.
Llegar a casa con la compra lleva aparejada la minuciosa inspección por parte de Chispas de todas y cada una de las bolsas. Husmea, olfatea, da un par de vueltas alrededor y va a tumbarse al sofá del que acaba de levantarse. Eso si la compra no incluye algún vegetal verde, sea el que sea. Da lo mismo un puerro que un poco de perejil. A Chispas lo verde le vuelve loco y siempre lo recibe con unos maullidos, que más parecen graznidos, exigiendo para su uso personal el elemento en cuestión. Cuando yo he conseguido poner a salvo el puerro, o lo que sea, se marcha muy enfadado a enzarzarse a mordiscos rabiosos con su planta de menta.
Si salgo a tomar el blanco nunca, o muy raramente, he quedado con alguien. Otra de las ventajas de vivir en un pueblo es que sabes con toda seguridad que siempre te vas a encontrar con amigos. Los raros momentos en los que estoy solo me entretengo escuchando descaradamente las conversaciones de la mesa de al lado, que siempre se aprende mucho. Hoy estaban sentadas cerca de mi mesa dos mujeres de unos 35 o cuarenta años, tomando su cerveza y charlando tan ricamente. Tan ricamente hasta que ha llegado el que evidentemente era el marido de una de ellas. Lo digo porque antes de sentarse le ha descerrajado un desagradable “Luego dices que estás cansada” que me ha sonado más a marido que a novio, aunque nunca se sabe. A continuación, tras explicar ella que había estado de compras, ha continuado su ametrallamiento machista con un “Toda la puta mañana para hacer la compra”. Para que luego se diga que en los pueblos no hay gente moderna. Lo que me ha resultado más alarmante ha sido el remate final: “Te pasas todo el día por ahí, estirando la pata”. De haber sido yo la mujer, le habría mandado a la mierda, por decirlo suavemente, después de la primera frase; pero claro, si se pasa todo el día “estirando la pata” la cosa cambia. Estirar la pata una vez es una tragedia, pero estar todo el día estirándola es de una frivolidad irrazonable. No me voy a poner a defender el descarnado machismo de ese hombre, pero comprendo su malhumor si se tiene que pasar la vida pagando funerales, al precio que están, porque su mujer tiene la extravagante monomanía de estirar la pata sin ton ni son. No debe resultar muy agradable estar casado con una zombi, y una zombi que se pasa toda la puta mañana de compras por añadidura.
Entre mis amigos más íntimos no abundan los potentados. Llegar a fin de mes, o a mediados de mes, o al fin de semana suele resultarnos misión imposible, pero cuando nos juntamos a tomar el vermouth procuramos dejar a un lado las preocupaciones y nos lanzamos a una vorágine de chismes, retruécanos y frases ingeniosas. En resumen, hacemos unas risas. De nuevo es Madigans el centro neurálgico de estas reuniones. Al terminar, ahí siguen los problemas, pero te vas a casa más reconfortado.Y allí me está esperando Chispas, como un farolillo, nada más abrir la puerta, que guerra da toda la que quieras y un poco más, pero compensa.
Está claro que las mañanas de ciudad tienen su encanto, qué duda cabe, pero yo prefiero las de pueblo.