Tenía yo hace unos años un médico fenomenal. Llegabas a la consulta, le decías con qué querías
automedicarte, te daba la receta y en paz. Recuerdo una vez que me dio por
hacerme análisis de sangre. Hacerse análisis es como comprar lotería, pero al
revés. En la lotería nunca te toca nada, en los análisis te toca algo siempre.
El caso es que los resultados fueron muy descorazonadores en el asunto del
colesterol y los triglicéridos, cosa nada sorprendente teniendo en cuenta mis
hábitos alimenticios y beberticios. El caso es que mi antiguo médico, en lugar
de soltarme una perorata sobre si comía bien o bebía mal, me pregunto si yo
toleraría bien el hacer un régimen alimenticio. Sospeché de una pregunta
retórica, también llamada erotema, pero la falta total de expresividad en el
rostro del buen doctor me animó a contestar con un decidido y avispado “No”. Ni
corto ni perezoso se puso a imprimir recetas de píldoras para lo uno y grajeas
para lo otro, me dio amablemente los buenos días y nos despedimos casi como
amigos. Yo salí de la consulta contento como unas castañuelas y dando gracias a
la farmacopea, de la que soy decidido defensor.
Todos los medicamentos tiene
efectos secundarios y las píldoras para el exceso de triglicéridos tuvieron en mí uno
totalmente inesperado. Un día, justo antes de salir de casa, me di cuenta de
que Chispas había estado lamiendo como un poseso la pildorita de marras, que
tenía yo dispuesta para tomar encima de la mesa de la cocina. Quiero mucho a mi
gato, pero no hasta el punto de tomarme algo que él haya estado rechupeteando.
Estuve a punto de tirar la cápsula a la basura pero como resulta que por una
parte, eran carísimas y, por la otra el líquido que contenían era muy natural y
muy buenísimo, me dio por abrirla y extender el contenido por mi cara, algo
necesitada de revigorizantes y nutrientes a causa de los estragos de la edad. Es
verdad que me pareció notar un olor un poco extraño, pero no hice demasiado
caso y me largue a tomar unas cervezas con mi familia, al Bourbon. A los cinco
minutos de haberme sentado con ellos, una de mis hermanas comentó que se notaba
un olor muy desagradable a pescado podrido. Inmediatamente se me encendió una bombillita
en el cerebro, algo que había leído en el prospecto, muy por encima. Era algo
sobre aceite de hígado de bacalao. Disimuladamente me pasé un dedo por la cara,
lo acerqué a la nariz y pude comprobar que, efectivamente, la cara me apestaba
a pescado podrido. Rápido como una centella me precipité a ir al baño a
restregarme la cara con agua y jabón con un vigor digno de un huérfano de hospicio
victoriano. Seguro de haber tenido éxito en la operación, volví a sentarme en
la terraza, solo para escuchar a otra de mis hermanas decir que sí, que ella
también notaba el olor de pescado podrido. La conversación sobre pescado podrido
se hizo general. Yo traté de desviarla hacia una tiendecita de congelados que
estaba justo al lado, infamando su reputación sin el menor asomo de
arrepentimiento. Cualquier cosa antes de confesar la idiotez que se me había
ocurrido hacer por una coquetería completamente fuera de lugar en una persona
de mi edad y condición. Al final, muerto de vergüenza, me inventé alguna excusa
tonta e increíble y me marche para casa, en donde tuve que pasar más de media
hora enjabonando y aclarando mi cara, hasta que conseguí que desapareciese
aquella horrorosa pestilencia. Pese a ello, sigo añorando a aquel médico tan
expeditivamente farmacopeista y tan majo.
Muchos años más tarde,
concretamente la semana pasada, una cierta fatiga y desgana me llevaron a
cometer la imprudencia de acudir otra vez a consulta. Resulta que mi antiguo
médico se había muerta de un infarto fulminante, Dios siempre se lleva a los mejores, y he tenido la mala fortuna de que su
sustituto ha resultado ser concienzudo y competente. Cuando apenas había yo
terminado de contarle mi triste historia, y cuando creí que se pondría a
escribir dos o tres recetas, resultó que empezó a hacer escupir a la impresora
papeles y más papeles, cada uno con una orden de prueba médica distinta, todas
ellas de nombres extraños o inquietantes: espirometría, cardiograma, análisis, placas
abdominales y torácicas.. Un pandemónium de engorros e incomodidades que me
tiene de enfermera a médico y de médico a enfermera casi todos los últimos diez
días. También me tomo la tensión, que resulto estar bastante alta, pero en lugar
de darme unas pastillas, que hubiese sido lo decente, me ha encasquetado un régimen
de comidas. Cuando me he puesto a ojearlo he visto: “CENA Lunes: patatas con
puerro, pan y fruta; Martes: verdura a la plancha, pan y fruta… No he tenido
valor para seguir leyendo.
Comentando esta serie de
catastróficas desdichas con un par de amigas, una de ellas ha tenido la
gentileza de tranquilizarme diciendo que es normal, que la “gente de mi edad
tiene que cuidarse”. Y digo yo ¿A dónde va la medicina actual? ¿Qué ha sido de
aquellos médicos que siempre decían que todo eran pamplinas? ¿Nos hemos vuelto
locos?
Veo ante mí un camino triste y
aburrido de patatas con puerro, pan, fruta y, vade retro, agua mineral y
cerveza sin alcohol. Con médicos como el mío ¿Qué será de la prospera y
necesaria industria farmacéutica? Irá a la ruina. Claro que todos los nuevos
parados que se generen tal ven encuentren trabajo cultivando patatas y puerros.
Que desastre. Yo quiero pastillas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario