jueves, 7 de abril de 2016
CARRUAGENS-CAMAS
Estaba yo el otro día tomando el blanco con unos amigos, cuando a uno de ellos le dio por darnos la tabarra contándonos con pelos y señales su reciente viaje a Lisboa, antigua y señorial. Yo no sé lo que tienen los viajes de los demás que siempre es un tostonazo tener que escuchar su relato, con lo entretenidísimo que resulta siempre contar los propios. Pasa lo mismo con la mili, quien haya tenido la mala suerte de tener que hacerla, las enfermedades y todo lo demás. Cuando notamos que alguien se va a lanzar por esos derroteros hacemos esfuerzos desesperados por tratar de cambiar de conversación. Si te dicen “pues ayer fui a recoger los análisis”, vas tú y sueltas “dicen que mañana va a llover a cántaros”; que te espetan “ah, en Málaga hice yo la mili”, regateas con un tentador “¿te apetece otra cerveza?”. Se crean así unos estúpidos diálogos de besugos, lo que en Cantabria llamamos “de dónde vienes, manzanas traigo”, que además de ridículos resultan absolutamente inútiles, porque el que está dispuesto a darte el tostón te lo dará quieras o no quieras. Hay además quienes sortean esos intentos de evasión con argucias muy sofisticadas. Yo tengo una conocida que cuando quiere contarte lo suyo, te pregunta por lo tuyo. Si acabas de regresar, por ejemplo, de un viaje por El Algarve, ella te dice astutamente “Cuéntame ¿Qué tal por Portugal?” Y cuando apenas has podido articular un simple “muy bien”, empieza a ametrallarte con anécdotas, datos y detalles de su reciente viaje a Madagascar. Lo mejor en esos casos es armarse de valor y resignarse a la fatalidad.
Eso hice yo el otro día y terminé con la cabeza como un tambor, atiborrado de historias sobre la Avenida da Liberdade, la Estufa Fría, la plaza de Rossio, Estoril, el bacalao y todo lo demás. Probablemente fue ese atontamiento el que me hizo decir:”Yo, la primera vez que fui a Lisboa, viajé en el Lusitania Express”. Nada más decirlo me di cuenta del tremendo error que había cometido, porque se hizo un silencio de muerte y todos se me quedaron mirando como si se les hubiese aparecido de repente un monstruo antediluviano para, acto seguido, romper a reír a carcajada limpia. En estos tiempos de aviones, trenes de alta velocidad y demás maravillosos y velocísimos artilugios transportadores, mi “Lusitania Express” sonó espantosamente a novela de Agatha Christie, a Belle Epoque, a rancio y viejuno en resumidas cuentas. Yo traté de defender el encanto de aquellos antiguos trenes frente a la asepsia eficiente de los actuales, pero sin ningún éxito, porque la época del lujo ha dado paso a la del confort, que diría Nancy Mitford. Y sin embargo el viaje en aquellos trenes me parece que era más viaje.
En tiempos de Napoleón decía el conde de Segur que quien no hubiese vivido antes de la Revolución Francesa, no sabía lo que era vivir. Pues bien, quien no haya viajado en aquellos trenes, no sabe lo que es viajar en tren. Cuando yo viaje a Lisboa,antigua y señorial, a mediados de los años ochenta del pasado siglo, el Lusitania Express vivía sus últimos años y estaba ya un poco descascarillado el pobre. Aquel tren de lujo que nos trajo en 1948 a D. Juan Carlos de Borbón y Borbón, reputado cazador y financiero por todos conocido, empezaba a ser una pálida imagen de lo que en su día fue. Pero lo que le faltaba en brillo le sobraba en empaque y distinción.
Recuerdo aquellos enormes coches-cama pintados de azul de Prusia, con un despampanante escudo de bronce dorado, o de algún metal que lo parecía, en el centro. Un escudo en el que dos leones rampantes protegían el monograma de la compañía, rodeado todo ello de una banda con la mítica leyenda:”Compagnie Internationale des Wagons-Lits (o de carruagens-camas en su versión portuguesa) et des Grands Express Europeens”. A la puerta del vagón te esperaba lo que se llamaba “conductor de coche-cama”. A que es debido un nombre tan pintoresco nunca he conseguido saberlo, porque el señor se pasaba la noche sentado en un taburete al fondo del coche, atento a los timbres y sin conducir nada de nada. El caso es que el conductor te acompañaba a tu departamento y se hacía cargo de tu billete y de tu pasaporte, que aquellos no eran tiempos de espacio Schengen (ese por el que NO pueden circular libremente los refugiados), para que no te tuviesen que despertar ni el conductor ni la policía de fronteras. El departamento era un cubículo chapado de madera oscura, con un aparatoso sofá victoriano forrado de brocado de terciopelo empotrado en uno de sus lados; sofá que la magia potagia del conductor había convertido en cama cuando volvías del vagón-restaurante. La otra esquina del lado de la ventana estaba ocupada por un misterioso mueblecito de madera, un transformer avant-la-lettre, que se convertía en lavabo cuando levantabas la tapa. Sobre él, en una estantería, una botella de cristal tallado con agua potable, que siempre desaparecía cuando había algún cleptómano entre los amigo que te acompañaban a la estación. En la parte de abajo un tirador metálico sacaba a relucir un extravagante orinal de acero inoxidable y de un diseño del que se podria decir de todo, menos manejable ; tenía el aspecto de una vinagrera de restaurante de menú del día, pero gigante y sin tapa. Aquel orinal se suponía que era una comodidad, para que no tuvieses que salir de tu departamento si te atacaba un arrechucho de aguas menores, pero en mi vida he visto nada más incómodo de usar. El reverso de la moneda de aquello trenes tan glamourosos era que traqueteaban una barbaridad y, claro, apuntar con la pilila a aquella vinagrera enloquecida en medio del traqueteo no era cosa sencilla; y el ruido que hacías al mear en ese artefacto metálico, que te daba la sensación de que todo el vagón estaba oyendo tus micciones.Tampoco me gustaba lo que llamaban "luz de noche", valga la refonfonfia, que era una lamparita empotrada en la pared, sobre la cama, y que daba una desagradable luz morada. Tumbado en aquella cama estrecha, en un sitio tan pequeño y con esa mortecina luz morada, uno no podía evitar la sensación de estar pasando la noche en el tanatorio.Pero esos eran pequeños detalles sin importancia.
Te despertaban con el desayuno y con tiempo suficiente para tomarlo tranquilamente, lavarte y vestirte antes de llegar a Lisboa, antigua y señorial,a aquella vetusta Santa Apolonia que con esa fachada que tiene como de internado de jesuitas es la estación con menos aspecto de estación que nunca he visto. Luego, ya en el taxi, enseguida llegabas al Terreiro do Paço y te dabas de morros con esa maravillosa Lisboa, antigua y señorial, tan descascarillada entonces como el Lusitania-Express, y con el mismo encanto.
En fin ¿No es cierto que es un rollo escuchar los viajes de los demás?
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