sábado, 17 de agosto de 2024

LECHUGA VIVA

 




Para quienes me conocen no es ningún secreto que detesto las novedades y los cambios en cualquier ámbito de la vida. Lo detesto por carácter, por salud mental y por un espíritu de rebeldía inútil y absurdo, lo sé, contra una sociedad que ha sistematizado que todo lo que era bueno antes, debe ser malo ahora por definición y que en consecuencia hay que parir novedades a ritmo acelerado y adaptarse a los cambios que provocan sin pararse a reflexionar sobre el asunto y mucho menos cuestionar sus bondades. Pero la cuestión es que, le gusten o no a uno, las novedades no pueden esquivarse por muy prudente que se sea. Se presentan de sopetón y no te queda más remedio que lidiar con ellas, por traumáticas que te resulten.




La venta de lechugas vivas es la novedad que esta semana se me ha venido a los mismísimos morros sin previo aviso y que me ha creado serias inquietudes intelectuales, filosóficas y espirituales. Resulta que,  con absurdos y probablemente exagerados argumentos de salud, mi médico me ha impuesto una dieta consistente en no comer nada de lo que me gusta y sustituirlo por todo lo que no me gusta. Como siempre que uno trata con los médicos, esta arbitraria intromisión en mi intimidad alimentaria es tan incuestionable e inapelable como el ukase de un zar y cabría plantearse, creo yo, si este absolutismo sanitario tiene cabida en nuestro ordenamiento jurídico y se ajusta a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero me desvío del tema.


El cambio al que me obliga esta novedad me obliga a su vez a enfrentar nuevas novedades, si se me permite la expresión, entre las cuales no es la menor ni la más agradable la de visitar con mucha frecuencia la sección de frutería y horticultura del supermercado, un territorio que hasta hace poco era para mí casi tan despreciable como lo es el hábito de la lectura a nuestra sociedad actual. Y por esa sección  deambulo ahora melancólicamente, carrito en ristre, intentando encontrar algo que me resulte mínimamente apetecible y mirando con envidia la cola en el mostrador de los embutidos.


Es fácil darse cuenta de que esta situación nueva me tiene aturdido y desorientado y esas son las situaciones que la novedad aprovecha para lanzarse sobre ti como un ave de presa. Precisamente eso me sucedió cuando estaba yo desparramando mi triste mirada entre la berenjenas y las lombardas y vi de repente la novedad, algo que parecía un ramo de novia vegana, una preciosa fantasía de volutas y arabescos verdes con su celofán transparente alrededor y todo. Resultaba tan atractivo que en un primer momento pensé que debía ser artificial. Fue agradable ver un brillo de hermosura en aquel oscuro mar de tan deprimente aspecto. Todo iba bien hasta que me fijé en la cartela que lo acompañaba y que en letras de molde lo describía como “lechuga viva”.


¿Qué significaba aquello de “lechuga viva”? ¿Qué espanto era ese? Es verdad que el resto de las cartelas no especificaba “pimientos muertos”, “coliflor occisa” o “zanahorias fallecidas”, pero singularizar que aquella lechuga estaba viva pluralizaba sin ningún género de duda a todo lo demás como muerto y en consecuencia aquella aparente sección de frutas y hortalizas era en realidad un depósito de cadáveres, ni más ni menos. Tengo la afición un poco gótica de visitar cementerios; puede parecer una afición extraña, ya lo sé, pero en ellos los muertos están debidamente enterrados y una cosa es eso y otra muy distinta pasearse tranquilamente entre amontonamientos de difuntos (expuestos por cierto sin la menor preocupación por su decoro y dignidad). Esa lechuga viva, además, convertía mi nueva dieta en simple y llana necrofilia. Es imposible imaginarse el terrible estado mental y espiritual en el que me dejó el descubrimiento, ni la velocidad con la que salí de aquella espeluznante fosa común.

Antes de tomar alguna decisión precipitada, que casi siempre son malas, decidí dar un paseo lento por todas las secciones del supermercado, en parte para calmar mis nervios y en parte para investigar si se vendía alguna otra cosa viva en el resto de las secciones. Dí por supuesto que existían pocas probabilidades de encontrar vivo un detergente, un gel de ducha, unas bolsas de basura o cualquier otro artículo de limpieza o de aseo personal, tan artificiales y tranquilizadores todos ellos, y me centré en los alimentos. Ni en los enlatados, ni en las pastas y cereales, ni en los congelados encontré rastro de vida. Me inquieté un poco en la panadería, que vende pan “de masa madre”; nunca compro pan de masa madre porque no sé lo que es la masa madre y porque el nombre tiene un no sé qué de turbador;  suena a muy natural y con la naturaleza hay que andar con pies de plomo, que es muy traicionera. Jamás de los jamases había reflexionado sobre ello, pero en el estado de turbación en el que me encontraba se me vino a las meninges la posibilidad de que la madre de esa masa también estuviese viva, la pobre, o que la propia masa fuese un ser vivo con su madre y todo; pero la cartela no decía nada al respecto y deseché la idea. Más intranquilo me acerqué a la carnicería y la charcutería, casi seguro de que con el auge de la comida sin aditivos me iba a encontrar con unos chorizos de Cantimpalos o unos jamoncitos de pollo vivitos y coleando en los que nunca me hubiese fijado, pero no. Tampoco encontré, por poner un ejemplo, un solomillo singularizado como “cadáver” que pluralizase en “vivas” a las salchichas, las chuletas de Sajonia y el resto de viandas expuestas.


Tras estas prolijas investigaciones decidí que ese “lechuga viva” no era más que un truco publicitario que nada tenía que ver con la situación vital real de la hortaliza y que era muy probable que lo que en realidad habían querido poner en la cartela era “viva la lechuga” y no habían sabido escribirlo correctamente, que es ahora de lo más normal. Así que regresé a su sección y la encontré de nuevo convertida en lo que siempre había sido: un templo de la tristeza gastronómica ya sin cosas vivas ni muertas. Y a la vista del mustio estado de sus compañeras de izquierda y derecha, me compre la lechuga viva y me la llevé a casa. Craso error.


Una vez en mi cocina me dispuse a preparar una ensalada del tipo de las que mi médico dice que me convienen, ajeno completamente a la catarsis vital, al terremoto moral que estaba a punto de sufrir. Resulta que al quitar el celofán en el que venía envuelta me encontré con que, efectivamente, la lechuga estaba viva. No es que una vez liberada del incómodo corsé de plástico le diese a la lechuga por darme conversación. Una alteración de la leyes naturales de semejante calibre me hubiese encantado y estoy seguro de que entre ella y yo enseguida se hubiese dado si no una amistad, una relación de respeto mutuo y colaboración. No, lo que ocurrió es que bajo el celofán se ocultaban las raíces de la pobre lechuguita (envueltas por cierto en una repugnante esponja húmeda), ansiosas ellas por recuperar el contacto con la madre tierra. Con el cuchillo en la mano y viendo aquella lechuga sobre la tabla de cocina me sentí como si hubiese ido a comprar filetes y el carnicero me hubiese dado un ternero y le tuviese allí, mirándome mientras yo sacaba de la despensa el pan rallado.


La situación era terrible, pero más terrible aún era que se acercaba la hora de la comida y había que tomar decisiones drásticas, porque con la nueva dieta casi siempre tengo hambre y lo de saltarse una comida no cabe dentro de lo aceptable. A veces la vida nos pone en esas atroces circunstancias sabiendo, la muy asquerosa, que casi siempre se va a imponer en nosotros el instinto de supervivencia. Bueno ¿qué decir? Corté las raíces, trocee la lechuga y me la comí mezclada con aguacate y mandarinas muertos. Ni se me pasó por la cabeza buscar en internet alguna asociación de acogida de lechugas vivas, ni mucho menos poner un anuncio por si alguien la adoptaba. La trocee y me la comí.


Y desde ese día cargo en mi conciencia con esa primera cuchillada, ese separar a la lechuga de sus raíces. Me consuela un poco saber que antes de morir se vio libre del celofán y de la esponja asquerosa, pero poco. Y es que así de cabronas suelen ser la novedades.


martes, 10 de noviembre de 2020

TIBIEZA

 

Si es cierto eso de que “en el término medio está la virtud” no queda más remedio que reconocer que España es un país muy poco virtuoso. Aquí cazamos al vuelo cualquier oportunidad para saltar a una trinchera y ponernos a pegar tiros, metafóricamente hablando, a todos los que hayan saltado a la trinchera de enfrente. 

 Estos meses de pandemia están siendo especialmente fructíferos en atrincheramientos. De hecho las cosas han llegado a tal punto que solamente están permitidas dos opiniones (dos trincheras si se prefiere): defender a capa y espada la gestión del Gobierno (o de los gobiernos), sin admitir ningún fallo más allá de los que “cualquier gobierno hubiese cometido en una situación semejante; o atacar a degüello todo lo que ha hecho el Gobierno (o los gobiernos), sin admitir más aciertos que aquellos en los que “ya sería el colmo que no lo hubiesen hecho”. Si yo tuviese que elegir trinchera, o me gustase hacerlo, elegiría la primera, pero no he querido porque no soy de adhesiones inquebrantables, ni veo tan perfecto todo lo que el Gobierno ha hecho, ni lo veo tan horroroso, ni tengo carácter de atrincherado, ni me da la gana. 

A menudo me pregunto la razón de ser yo tan poco decidido a tener opiniones radicales, uno de esos “malditos tibios de corazón” que tanto le chinchan a Rosa Montero. Yo fui educado como católico y ya se sabe que los católicos tienen la Verdad verdadera y nada más que la verdad, que es una cosa muy descansada y tranquilizadora porque evita el esfuerzo de reflexionar a lo Quijote y permite repanchingarse a lo Sancho Panza . Debería, pues, ser adicto a lo que Jan Assman llama “La distinción mosaica”, que no se refiere a la división de los mosaicos en teselas sino a la división que hizo Moisés entre judíos creyentes en el único Dios verdadero y el resto de la humanidad, que pasó a ser chusma pagana destinada a la perdición y que tantas hogueras ha avivado desde entonces. Además nací, crecí y vivo en un país que en dos siglos ha pasado por cuatro guerras civiles, nueve cambios de régimen y ocho constituciones, con lo que podría decirse que llevamos el enfrentamiento en los mismísimos genes. Pero nada, oye, que no me gusta, que soy de esos de los que dice el Apocalipsis : “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero cuando eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”. Qué se le va a hacer.

La cuestión es que como las actuales normas, reglamentos, recomendaciones y decretos no nos permiten olvidarnos de la COVID-19 ni un santo momento, cada dos por tres los vomitados de la boca nos vemos metidos en una conversación con personas de corazón caliente A, para quienes todo se hace bien, o de corazón caliente B, que dicen que todo se hace mal. Ellos te sueltan su discurso claro, recto, contundente y sin fisuras y nosotros trasteamos como podemos con el nuestro, curvo, dubitativo, algo escéptico y, en definitiva tibio. El resultado es siempre el mismo; nos vomitan de la boca. Tanto si estás hablando con calientes de tipo A, como si lo estas haciendo con calientes de tipo B, al poco tiempo ves que te están dirigiendo una sarcástica sonrisa que está a medio camino entre el desdén y el menosprecio, acompañada de una mirada que en el caso de los calientes A significa “este cabrón es de VOX”, y en el de los caliente B “este es un podemita de mierda”, y rápidamente se ponen a hablar de otra cosa. 

Este ser malditos tibios en un ambiente que solamente admite fríos o calientes es mucho peor que trágico, es aburrido y cansino y nos dificulta la vida social  más que el miedo al contagio, porque a los tibios nos llueven las tortas de todas partes. Por añadidura corremos el riesgo de ser asimilados a un tercer grupo, que sin ser A ni B, tampoco es tibio. Hablo de los directamente negacionistas, que se agarran al clavo ardiendo de la conspiranoia para hacer un poco lo que les da la gana porque “no hay que vivir con miedo”, “nos están mintiendo” y demás clásicos del género. 

Para la COVID 19 parece que ya hay vacuna, o está a punto de haberla. Para lo demás la ha habido siempre: la cultura y el humanismo.

domingo, 1 de noviembre de 2020

LAS PARTES DE ABAJO

 

Nos dice la Real Academia de la Lengua que el eufemismo es una “Manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. Cuando España se vio sumergida bajo la ola de la sinceridad ante todo, la franqueza como norma y el “soy como soy” se me pasó por las meninges que el eufemismo se iría al cubo de la basura, junto con todas las demás formas de cortesía; pero vino en su auxilio el lenguaje políticamente correcto y ahora se ha convertido en un instrumento absolutamente imprescindible. De hecho no hay conversación en la que no haya que devanarse los sesos para encontrar uno lo suficientemente neutro como para no dañar alguna sensibilidad, reforzar algún odioso estereotipo u ofender alguna cultura.

Pero en los antiguos tiempos el asunto del eufemismo tampoco era un camino de rosas, porque con cierta frecuencia el remedio era peor que la enfermedad y la frase empleada para manifestarse de forma suave y decorosa resultaba más penosa que la dura o malsonante idea original. En resumidas cuentas, que hay una serie de eufemismos antiguos que suenan tan vulgares o más que la recta y franca expresión. Entre estos, los que más me han llamado la atención, para mal, siempre han sido “sus partes” y “es de abajo”. “Sus partes” es una abreviatura de “sus partes nobles”, es decir las partes nobles de él, esto es la polla y los cojones. Su correspondiente femenino es “es de abajo”, que incluye genitales y aparato reproductor de ella, y ambas expresiones se utilizan siempre y cuando él o ella sufran alguna enfermedad en esas partes de abajo. La nomenclatura para los genitales de ambos sexos es amplia y variada y se utiliza sin rubor en el lenguaje coloquial, pero se convierte en un arcano necesitado de eufemismo cuando sufren alguna perturbación sanitaria. Que se haya creído necesario diferenciar entre “sus partes” masculinas y el “es de abajo” femenino en lugar de utilizar la misma vulgaridad en ambos casos es un enigma que tiene fácil resolución. No era lo mismo el potente y triunfante lingam que el modesto y conquistado yonin.

En el bando masculino existe una rica colección de expresiones que exaltan la bienaventuranza que supone tener colgando en la entrepierna un pene y dos testículos. Se pueden tener “los huevos cuadrados” y “más cojones que el caballo de Espartero”; puede uno “tocarse las pelotas” y las cosas que no te importan te pueden “sudar la polla”. Hay que “echar un par de pelotas” o simplemente “tener cojones” para hacer las cosas como es debido. Como es natural al hombre que no alcanza ese nivel de apoteosis fálica, “le faltan huevos”. La exhibición verbal testículo-fálica salpimenta pizpireta y sin el más mínimo pudor nuestras conversaciones. Pero, ay majo, en cuanto esas pollas y cojones se ven afectados por alguna dolencia se cubren con un velo de misterio y pasan a ser una púdicas y discretas“sus partes”. Ningún hombre sufre dolencias en el pene o los testículos, sino en “sus partes”. Y cuando alguien te habla de alguien que tiene problemas en “sus partes” lo acompaña siempre con un gesto de fatalidad, como si la losa del destino hubiese caído sobre él en el peor ángulo posible. Ese hombre que hasta ayer mismo andaba medio despatarrado, con la pelvis hacia afuera, así como si le llevasen a rastras sus mismísimos cojones en una gloria de virilidad, ha pasado a ser un triste alguien con problemas en “sus partes”. Se podría pensar que “sus partes” es una forma expresión propia de gente iletrada o poco sofisticada, pero no; precisamente se me ocurrió escribir sobre esto al escuchar en las noticias de TV a un abogado cuyo cliente, como consecuencia de una agresión, sufría lesiones en “sus partes”. No se espera de un letrado que diga a cámara “a mi cliente le han jodido los cojones”, pero tampoco es tan difícil decir “sus genitales”. Pero parece que no, que no es lo mismo, que los genitales masculinos o se pueden manifestar en toda su gloria, o pasan a ser “sus partes”.

Por la parte femenina ocurre algo parecido, pero no igual. Ciertamente los genitales femeninos contribuyen igualmente a la riqueza del lenguaje. Con frecuencia hay algo que “no me sale del chichi”, o se está “hasta el mismísimo”, o no consientes que te “toquen el coño”, pero tienen un matiz más de resistencia pasiva que de victoria. Ese encantador gesto de llevarse la mano a la entrepierna para reforzar un exabrupto se da en una mujer por cada mil hombres, porque los genitales femeninos deben ser un sagrario, un oculto sancta sanctorum, algo con un cierto toque vergonzoso que es preferible ocultar, No unas lastimosas pero aún así dignas de admiración “sus partes”, sino un difuso y oscuro “es de abajo”. “Es de abajo” nos lo dicen siempre después de muchos circunloquios, susurrado de un modo un poco furtivo y con la mirada fija en el suelo, así como si te estuviesen confesando una drogadicción. El ámbito que comprende “es de abajo” no necesita ser explicado, se sobreentiende. A nadie se le ocurre pensar al escucharlo en un problema de sabañones, que más abajo no pueden estar, o en una lesión en la rodilla. “Es de abajo” comprende todo lo específicamente femenino , sin diferenciar. Esos genitales compuestos por una polla y dos cojones perfectamente identificables, cada una con su parte correspondiente de mérito y respeto pasan a convertirse en las mujeres en un totum revolutum “es de abajo” del que vale más no especificar. Es algo así como si la polla fuese el nirvana y el coño el bajo astral.

Sin estar yo ni mucho menos en contra, tampoco puede decirse que sea un apasionado defensor del lenguaje inclusivo y la búsqueda con lupa de expresiones machistas, para eliminarlas. Prueba de ello es que no es raro que hablando con mis hermanas y sobrinas sobre el tema  surja algún conato de incendio, pero esa naturalidad con que se asume “sus partes” y “es de abajo” da que pensar.





martes, 27 de octubre de 2020

DESDICHAS

Comienzo la semana abrumado bajo el peso de una serie de (tres ) catastróficas desdichas.

La primera ha sido la decisión del Gobierno de Cantabria de prohibir fumar en las terrazas. No hay estudios que comparen si el humo exhalado por un fumador tiene mayor carga viral que el aliento exhalado por alguien que no esté fumando, ni está demostrado que el humo del tabaco sea un vehículo transmisor del virus, pero da lo mismo. Prohibir fumar ya es como una especie de coletilla que acompaña a cualquier medida sanitaria. Merced a una maquiavélica combinación de paternalismo, salud y moralina al estilo de la Ley Seca, los fumadores nos hemos convertido en el pim pam pum de todas las crisis. ¿Qué el Coronavirus se transmite principalmente en los locales de ocio nocturno y las reuniones familiares? Ok, hay que contenerlo, prohibamos fumar en las terrazas al aire libre. Estoy completamente seguro de que si llega a haber, pongamos por caso, una epidemia de sabañones, una de las medidas para combatirla será prohibir fumar en mitad de Los Monegros.

Esta nueva norma es difícil de sortear porque los comandos anti-tabaco abundan como los hongos. Constituidos mayormente por una mezcla de ex-fumadores resentidos, resentidos en general y tocapelotas profesionales, estos comandos babean de satisfacción con cada nueva restricción a los fumadores, y se lanzan a las calles con el único y exclusivo fin de pillarnos en renuncio y llamarnos la atención. En las actuales circunstancias puedes ir sin mascarilla, toser en los mismísimos morros de los transeúntes, morrear apasionadamente a todos los desconocidos y desconocidas que te encuentres por la calle, que no pasará nada. Medio en serio, medio en broma, te dirán que bueno, que no es para tanto, que nadie cumple las normas a rajatabla; pero como te pillen fumando a trecientos metros de la persona más cercana puedes tener la seguridad que te va a caer la del pulpo por algún lado. En fin, son cosas de la sociedad moderna que hay que aceptar para que no te llamen terraplanista, cuando no asesino de masas.

La segunda ha tenido su origen en una llamada que recibí ayer de mi Centro de Salud, en la que una agradable voz femenina me notificó, ni más ni menos, que mi nombre aparecía en un listado de “personas de riesgo”. Soy consciente de que al tercer gin-tonic mi lengua se ve atacada por el Síndrome Torra-Puigdemont, ejerce de manera unilateral su derecho a la autodeterminación y utiliza mi boca para soltar una notable cantidad de inconveniencias. Cualquiera que haya cenado conmigo en Nochebuena ha podido verlo. Pero puesto que todos mis allegados y conocidos lo saben, me parece de una crueldad intolerable, y muy impertinente, que me incluyan en un listado. Se me aclaró que el riesgo a que hace referencia el listado de marras es sanitario, no verborreico, y que se me recomendaba encarecidamente vacunarme contra la gripe. Tampoco lo he entendido muy bien porque aparte de ser viejo, gordo e hipertenso, no veo en mí riesgo sanitario alguno; pero como no quiero añadir al peligro de fumar clandestinamente en las terrazas el de que me llamen irresponsable e insolidario, acepté la sugerencia y me presenté esta mañana en el Centro de Salud. Los diez primeros minutos los he dedicado ha hacer el ridículo deambulando por todos los mostradores, huecos y recovecos preguntando por la enfermera Cruz, de la que nadie ha sabido darme noticia debido, muy probablemente, a que mi enfermera en realidad se llama Reyes. De este penoso peregrinaje me ha salvado la potente voz de una auxiliar de enfermería preguntando por “alguien que haya venido a vacunarse”.

Debidamente ubicado y remangado he recibido el jabalinazo en el brazo con una gran presencia de ánimo, sin llorar apenas ni nada. Todo ha ido como la seda hasta que a mi “Bueno, pues ya me puedo ir” me ha contestado la amable auxiliar con un “Sí, pero no se aleje del Centro durante los próximos veinte minutos” que me ha helado la sangre. Lo primero que he pensado es que al Sistema Sanitario, tan cargado ahora de trabajo, le resultará mucho más práctico recoger los cadáveres en las cercanías del Centro de Salud, todos bien agrupaditos, que tener que ir buscarlos casa por casa; y por mucho que la auxiliar me ha hablado de ligeras erupciones cutáneas, rechazos y otras cosas por el estilo, he salido a la calle preocupado porque no tengo hecho testamento. Callado está dicho que durante esos veinte minutos he sentido síntomas no solo de gripe, coronavirus y neumonía, sino también de peste bubónica, malaria, hepatitis viral, paperas, varicela y esquizofrenia paranoide. La angustia ha sido de tal calibre que, pasados los veinte minutos, no he tenido más remedio que sentarme en una terraza a tomar un Martini y fumar con el cigarrillo escondido debajo de la mesa.

Y la tercera ¿Cual era? Ah, sí, que mi carnicero no tenía ayer filetes de rabadilla. Vamos, un inicio de semana de pesadilla.




martes, 20 de octubre de 2020

FLANES

 Yo tengo la costumbre de hacer la compra semanal los lunes por la mañana. El proceso suele desarrollarse sin  complicaciones, salvo por esa sensación de que algo se me olvida,  que me ataca siempre en el supermercado y que resuelvo  comprando un paquete de espaguetis que, naturalmente, no me hacen falta. Pero las cosas de la vida moderna constantemente conspiran para amargarnos con inquietudes, sobresaltos y temores. Así ocurrió ayer cuando llegué tranquilo y relajado a la caja del super, con mis espaguetis y todo, y la amable cajera me dio un boletito con la sugestiva leyenda “PARTICIPA Y GANA” y que, según me explicaron, había que abrir allí mismo o ya en casa, a elegir. Como a pesar de todos los consejos, recomendaciones y balletitas mágicas las gafas se me siguen empañando con la mascarilla, elegí la opción “ya en casa” para evitar la humillación de tener que pedir a la cajera que me lo leyese.

Al llegar a casa, tras guardar los espaguetis junto con otros cuatro paquetes que ya tenía y darme cuenta de que lo que en realidad se me había olvidado era la arena del gato, me puse las gafas, abrí el boletito y pude leer:

¡ENHORABUENA CUPÓN PREMIADO!

FLAN HUEVO ALTEZA

Baño maría 100 x 4

Adiós a mi tranquilidad. Nada vi de inquietante en el baño maría pero ¿100 x 4? Me parece altamente improbable, con las prisas de hoy en día, que Alteza se dedique a cocer 100 flanes cuatro veces al baño maría o, más improbable aún, 4 flanes cien veces. Y eso ¿que opción me deja? Pues que me han tocado cuatrocientos flanes de huevo. He contemplado la opción de que el premio consistiese en 100 baños maría en algún spa de moda (y cuatro flanes), pero rápidamente la he desechado porque con tanto Covid suelto sería una grave imprudencia que los supermercados se dedicasen a amontonar gente en los balnearios que ofrezcan a sus clientes baños maría, que deben ser poquísimos. Así pues, cuatrocientos flanes nada más y nada menos.

Y me he encontrado con que la que podía haber sido una agradable mañana de martes se me ha llenado de angustias, porque el hecho es que yo tenía que volver al super a por la arena del gato y me aterrorizaba la idea de canjear el boletito por los cuatrocientos flanes. Se me ha pasado por las meninges la aterradora imagen de la cajera dándome la anunciada enhorabuena a grandes voces, con toda una fila de clientes sonriendo y cuchicheando, mientras algún amable empleado me ponía delante de las narices cuatrocientos flanes de huevo. Y luego ir a casa arrastrando el saco de arena y los cuatrocientos flanes delante de toda la gente sentada en las terrazas, que ajenos a la historia del premio pensarían de mi que estoy haciendo acopio de alimentos, que me ha dado un trastorno obsesivo-compulsivo por comprar flanes de huevo o, mas probablemente, que se me ha ido completamente la cabeza. Y en esas penosas reflexiones he pasado la mañana, amenizado por los indignados maullidos de Chispas mirando su caja de arena. Al final he optado por la solución extrema de comprar la arena en la tienda de los chinos. Y ha sido un gran acierto porque la cajera ni me ha dado la enhorabuena ni nada. De hecho a contestado a mi “buenos días” con un sonriente y conciso “unochetecinco”, sin más, que me ha sonado a gloria.

Para terminar, no me gusta el flan de huevo.